El reloj digital de mesa que compraste en Tokio emite un zumbido que señala el inicio de una nueva hora. Como está de cara al usuario de la mesa de despacho, no ves qué hora marca. Te miras la muñeca izquierda. Las seis. Has perdido la noción del tiempo. El juego de Sade ha interferido en tu reloj vital. La mirada severa de Gabo anunciándote la inexorabilidad del juego te ha espoleado. Estás dispuesto a enfrentarte al reto.

¿A qué ha venido eso de «estoy acabado», Jericó? Haz callar a esa nenaza que llevas dentro y encara la realidad…

—Recapitulemos, si te parece —propones a Gabo, mientras te levantas para estirar las piernas entumecidas—. Un tipo, al que denominaremos X, adquiere por voluntad ajena una carta escrita por el mismísimo marqués de Sade en la Bastilla. Una carta que describe un juego y lleva una maldición. Nueve personajes, siete de los cuales encarnan a los siete pecados capitales y a sus respectivos tabernáculos del infierno. En cuanto a los otros dos, uno de ellos, al que hemos llamado X, es la reencarnación espiritual del marqués, mientras que el otro, el intendente de los siete súcubos, los representa a todos simultáneamente. ¿Voy bien?

—Yo no lo habría resumido mejor —te manifiesta Gabo, que se ha sentado y le ha guiñado el ojo a Anna.

—El marqués apócrifo, el anterior propietario de la carta, ha estipulado que tú seas el siguiente amo. Por tanto, tú, Gabo, jugarás dos veces. En el juego actual, como Baphomet, y en el juego futuro, como marqués. ¿No es así?

—¡Efectivamente!

Te detienes a pensar. La trama no es fácil.

—Pero has revelado el contenido el juego a unos participantes, ¿no?

—Eso no contraviene las reglas. Lo esencial del juego es que los participantes ignoren en todo momento la identidad del marqués apócrifo y mantener la vigencia de su libertinaje. En esta versión concreta del juego, y dada mi doble condición de participante y futuro marqués, te lo he revelado, más que nada atendiendo al desgraciado incidente de Magda. De todas formas, Anna y tú conocéis los entresijos del juego y no seréis invitados a la próxima partida.

—Y tú, como próximo marqués, ¿cómo descubres a los futuros jugadores quién es quién y a quién representan?

Gabo aplaude con socarronería.

—¡Bravo, Jericó, muy ocurrente! El clásico recurso de reproducir en el futuro las dudas del presente, para resolverlas. A eso, Anna —la mira por encima de las gafas retro—, se le llama «proyectar».

—¿Contestas a mi pregunta? —añades con un ademán de cansancio.

—Claro, amigo mío. Jugaré esta partida con vosotros, pero paralelamente tengo que ir pensando en el próximo juego y también en mi sucesor o propietario de la carta. Lo haré en cuanto acabe el que se está desarrollando ahora. Por eso también estoy inmerso en el que ha de empezar a continuación. Escogeré entre mis conocidos a los personajes que más encajan con los siete pecados capitales y posiblemente les haré llegar una invitación

—¿Al Donatien? —lo interrumpes.

—El Donatien no existe, es el envoltorio para recrear los hechos de Jeanne Testard e iniciar el juego.

—Pero si he estado, es un piso ambientado…

Gabo no te deja acabar.

—¡No existe, Jericó! Si ahora mismo fueras allí, no encontrarías nada, salvo la decadencia. Es un montaje del señor marqués.

Expresas tu desconcierto con un gesto.

—El juego impone la representación por parte de los protagonistas escogidos de dos escenificaciones voluptuosas incluidas en Las 120 jornadas de Sodoma, el escrito del famoso rollo de la Bastilla, o de dos episodios reales concupiscentes de su propia vida. Esto último podría parecer presuntuoso, pero el marqués estaba convencido de su genio e inmortalidad. Intuía que los ojos del mundo se detendrían en su desmesura exhibicionista más allá del tiempo. El mismo juego que instaura es una prueba de este convencimiento y voluntad perpetuadora. El actual marqués, por lo que sabemos de momento, ha escogido la humillación de Jeanne Testard, episodio real de la vida de Sade recientemente descubierto, y los hechos de Marsella que se difundieron en la época y por los cuales se lo acusó de administrar un afrodisíaco a unas prostitutas. En cuanto yo sustituya al actual marqués, también deberé escoger dos y pensar la manera de llevarlos a término. Te adelanto que mis preferencias van encaminadas al texto escrito en el rollo. Las 120 jornadas de Sodoma es una obra maestra de la filosofía libertina. En cualquier caso, el gran reto del director de escena, del marqués de turno, es conservar el espíritu exhibicionista e inmoral del divino marqués. En pocas palabras: mantenerlo vivo.

Debes reconocer que la trama es ingeniosa, porque el juego no se detiene nunca, siempre circula mientras la carta cambie de propietario, un libertino que difícilmente se negará. Para más inri, se añade la amenaza de una enigmática maldición.

—¡Muy grave debe de ser esta maldición para intimidar a su propietario!

—¡Lo es, créeme! —asegura gravemente.

—¿Puedes ser más explícito?

—No. Forma parte del contenido de la carta que solo debe conocer el propietario.

—Hay otro detalle que no acaba de cuadrar. Yo entré gracias a un camarero, Toni. Un personaje misterioso le entregó la tarjeta del Donatien para que me la diera. Desconozco la identidad de este personaje y tampoco sé cómo entrasteis vosotros. ¿Os conocíais?

Con un gesto, Gabo indica a Anna que se explique.

—Yo solo conocía a Gabriel y a Josep. Hace unos días me llegó una invitación en forma de tarjeta para asistir a un encuentro de swingers en un local habitual.

—Perdona —la interrumpes—, ¿swingers?

—Sí, claro, semental, olvidaba que eres un ignorante en estas cosas. Los swingers son parejas o personas que se encuentran con el propósito de mantener relaciones sexuales libres entre ellos. ¿Lo entiendes?

—Sí, orgías colectivas.

—Más o menos —apunta ella—. Bien, por dónde iba… ¡Ah, sí, la invitación! La tarjeta era similar a la del Donatien, pero esta vez con dirección y sin contraseñas. Conocía el lugar. Es un piso ubicado en la zona alta donde tienen lugar intercambios de parejas, fiestas de swingers, en fin, todo este tipo de cosas. Lo regenta el tipo que llevaba la peluca blanca empolvada, el que hacía de narrador en el relato de Jeanne Testard, Albert creo que se llama. Un poco arisco y muy reservado. Adecuado para la tarea que desempeña. Recuerdo que fue una semana antes del episodio del Donatien. Coincidimos Gabo, Jota, Víctor, Magda, Josep y yo. Con Josep ya había participado en otro encuentro erótico, justamente en ese mismo local, aunque no intercambiamos palabra durante la orgía, tan solo me demostró sus habilidades. Gabriel —aquí sonríe mirándolo picaronamente— conoce cada rincón de mi cuerpo mejor que nadie desde hace mucho tiempo. Albert nos acomodó, nos sirvió bebidas y nos solicitó que aguardáramos la llegada del anfitrión, la persona que nos había invitado. Al cabo de una hora de espera, de charlas y complicidades, sin sexo —aquí te ha mirado furtivamente—, apareció un hombre vestido elegantemente de época, cubierto con una máscara, y nos explicó que deseaba rememorar el espíritu del más libertino de todos los hombres: el marqués de Sade. Su cháchara nos divirtió. Nos explicó algunos episodios del marqués y, entre otros, nos aleccionó sobre los hechos de Jeanne Testard. Nos contó que estaba montando un juego, el juego de Sade, y que contaba con nosotros para una gran actuación en la cual se añadirían algunas personas más la semana siguiente en un local improvisado llamado Donatien, en honor a Sade. Finalmente, nos advirtió que fuéramos discretos al respecto. Acabamos la fiesta con una orgía. El marqués no participó, se marchó antes de que la cosa pasara a mayores. Al cabo de unos días, me llegó la invitación al Donatien; alguien deslizó la tarjeta con la contraseña por debajo de la puerta del piso y… El resto ya lo sabes.

—¡Pero el juego no se ha desarrollado correctamente! ¡Ni tú, Gabo, ni Shaina estabais en el Donatien!

Gabo se frota la rodilla por encima de los pantalones con las manos cruzadas.

—Sí que estaba, aunque tú no podías verme. Admito que cuando te vi entrar, el corazón me dio un vuelco. Yo estaba sentado en una silla en una habitación contigua y podía seguir el espectáculo gracias a un par de agujeros de la pared, disimulados por una especie de tela que después, al finalizar el espectáculo, descubrí que era un tapiz que representaba un retrato de Sade. Eran los dos ojos vacíos.

—¿Y cómo es que no coincidimos con nadie en la entrada?

—Nos citaron a diferentes horas para evitar que nos encontráramos. Ellos, los que habían coincidido en el local de swingers, habían entrado en el Donatien a las once, mientras que yo estaba citado a las once y media…

—Y yo a las doce —te apresuras a añadir—. ¡Muy hábiles! Pero ¿y Shaina?

Gabo carraspea al tiempo que examina los cristales de las gafas con el brazo estirado.

—Este es uno de los puntos oscuros de la noche del Donatien. Pero estoy convencido de que también participó. En un momento del relato de Jeanne Testard, poco antes de que el marqués sodomizara a la muchacha interpretada por Magda, una mujer envuelta en una capa negra de terciopelo y una máscara entró en la habitación donde estaba solo yo. No dijo nada, se llevó un dedo a los labios, extraordinariamente sensuales, para indicarme que guardara silencio, y se agachó delante de mí. Me bajó la cremallera y me hizo una felación mientras yo seguía la representación. Después de eyacular y cuando ella se levantó para marcharse, la detuve por el brazo, pero me repitió el gesto de silencio y cautela. «¿Quién eres?», le pregunté, sorprendido por la pericia exhibida. Entonces se abrió solo unos segundos la capa para exhibir su espléndido cuerpo, cubierto tan solo por lencería negra. Estoy seguro, Jericó, de que la dama de la capa negra era Shaina, tu mujer.