LLEVAS al menos media hora caminando, absorto en una bagatela florentina con dejes ascéticos. Tienes ganas de orinar y de comer algo. Notas el vacío en el estómago y la presión de la orina en la vejiga. Al azar, escoges un bar que presenta un aspecto exterior aceptable. Entras y está lleno de gente. El aire acondicionado te rinde una bienvenida contundente, con un par de ráfagas de éter gélido. Miras a tu alrededor cuando, de golpe, un camarero con facciones indígenas americanas muy marcadas te pregunta si cenarás algo. «Un bocadillo y una copa de vino», le has espetado. Te acompaña hasta una mesita que rechazas con amabilidad al descubrir la contundencia del aire acondicionado. Se lo explicas: «El aire acondicionado me castiga severamente las mucosas de las vías respiratorias. ¿Sería tan amable de ubicarme en un sitio más resguardado?» Sonríe con inocencia indígena y registra el local antes de guiarte hacia otra mesita, en el extremo opuesto de la primera. «¡Buena elección!» Allí no sientes la mordedura del frío artificial. El camarero te acomoda y te pregunta qué quieres beber. «Una copa de Montsant.» El chico se queda petrificado.
¡Jericó, Jericó! ¿Cómo quieres que un inmigrante, que vete a saber los días que oficia de camarero, conozca los Montsant? «No… un Rioja, mejor un Rioja», rectificas a tiempo. Ahora sí que le ha vuelto la sonrisa de satisfacción al rostro. Antes de que se marche, le preguntas dónde están los lavabos. «Los mingitorios están detrás de esa columna, señor, a mano derecha», se ha explicado, señalando hábilmente. «¡Joder, esa sí que es buena! ¡Los mingitorios!»
Hace muchos años que no oías esa palabra, por otra parte tan familiar para ti; una manera más de denominar los urinarios en castellano. La palabra era muy empleada por el mesías de los negocios con quien tropezaste, Gabriel Fonseca. Sonríes mientras te encaminas hacia ellos. «¡Mingitorios!» El histriónico Gabo. Gabo iba más allá de la excentricidad. Se definía como «un asfixiante ambigüista».
Recuerdas el día que te lo presentaron. Eras un promotor nuevo y acudiste —al primer toque— a la fiesta que había montado el señor Fonseca en su imponente mansión de la avenida Tibidabo para celebrar su sexagésimo aniversario. La mano derecha de Gabo, Arquímedes Abreu, se había fijado en el buen hacer de tu promotora para la subcontratación de unos proyectos millonarios en el Vallès. Habíais cenado juntos para hablar del proyecto, una semana antes de la fiesta, y al cabo de dos días te llamaron para invitarte en nombre de Gabriel Fonseca.
Te impactó la presencia de ready mades que ornamentaban la casa. Por entonces, tú aún ignorabas qué eran los ready mades, y qué significaban. No habías oído hablar de Marcel Duchamp, ni del urinario de R. Mutt. Por este motivo, te estremeciste al descubrir los dos urinarios de porcelana colgados de la pared del inmenso comedor, encima de un sofá de cuatro plazas. Después de dar una vuelta rápida por la casa, dedujiste que el propietario debía de ser muy acaudalado, pero también un excéntrico y un loco. Había que estarlo para colgar dos urinarios en la pared del salón.
¡Hay que ver, Jericó! Este recuerdo de hace veintitantos años te hace sentir bien. Rejuveneces. Te ves a ti mismo caminando por la casa, boquiabierto, admirando una decoración inédita: un ambiente diferente de todo lo que has visto en tu vida; un escenario donde conviven el mobiliario cotidiano con objetos estrafalarios como los urinarios de porcelana elevados a obra de arte. Hasta que, deambulando, te encaminas hacia el grupo de gente que, congregada en el mueble bar, va removiendo los vasos de tubo de bebidas multicolores mientras conversa. Te sientes incómodo a pesar de la calidez de la música new wave de fondo, a pesar de haber sido invitado por expreso deseo del gran Fonseca, el anfitrión. La causa de la incomodidad —esto lo puedes afirmar ahora, con la perspectiva que ofrece el tiempo— es que no tienes ni idea de qué va esa estética.
Te sumas tímidamente al grupo, esperando que alguien te introduzca en el coro de carcajadas y te entregue un vaso con algún cóctel. Arquímedes Abreu aparece detrás de ti, te da la bienvenida y te presenta públicamente. «¡Vaya sensación!» Te sientes desnudado por las miradas interrogativas y las dudas que flotan en el ambiente: «¿De dónde sale este?» «¿Conoces la promotora del tal Jericó?» «¡No lo había visto en mi vida!» El trance dura poco, es fugaz, directamente proporcional a la relevancia del recién llegado. En un santiamén, te incorporas al coro de carcajadas, saboreando un cóctel Wasabi Dream, que, como es de suponer, nunca antes habías probado.
No tardas en descubrir que en el grupo hay un maestro de ceremonias. Un tipo alto, esbelto y de cara afilada; pelo blanco; cejas espesas a juego; labios pálidos pero carnosos; ojos azules, enmarcados por unas gafas de pasta negra, estilo retro, redondas. Viste de alpaca beis. El acento argentino, muy acusado y melódico, se adecua de alguna forma al lenguaje corporal. Incluso se diría que se mueve al compás de la música new wave de fondo. La intuición te dice que es el anfitrión, el señor Gabriel Fonseca. Y no te equivocas, porque enseguida cruza el corro de gente hasta donde estás, te tiende la mano y se presenta. Es él, el gran Gabo, el propietario de los urinarios de porcelana elevados a obra de arte.
Exhibiendo una habilidad especial, el señor Fonseca te aleja del grupo y os detenéis delante de los dos urinarios que tanto te han impresionado. Ha cazado al vuelo el impacto que te han provocado. «¿Y si le dijera, Jericó, que estas dos réplicas del urinario de Duchamp valen más de un millón de dólares? Pero no crea que los tengo aquí por el precio. ¡Obsérvelos bien! ¿No cree que, liberados de los prejuicios de su finalidad, son unas verdaderas obras de arte, con estas formas suavemente redondeadas y la porcelana blanca celestial?»
Asientes, más para no contrariarlo que por el convencimiento artístico. Te pasa una mano por la espalda y va empujándote suavemente mientras se explaya. «Los mingitorios —la primera vez que oyes esta palabra— se han convertido en una obsesión artística para mí. Hace muy poco, pagué una fortuna por unos urinarios novecentistas diseñados por Rubió que pertenecían a la familia Sagalés, del textil catalán. ¡Por no mencionar lo que me costó el orinal de noche de madame Curie!»
Cuando te das cuenta, estáis en una especie de biblioteca con las paredes revestidas de maderas nobles. Los lomos de los libros de los estantes ya son suficiente ornamentación gracias al prolífico colorido y a los dorados relucientes de las letras.
Y ahí mismo empieza tu idilio con la riqueza, Jericó. Allí, sentado en la biblioteca de Gabo, te ofrecen el contrato de tu vida. Y para rematarlo, después del apretón de manos preludio de la firma del gran contrato, el anfitrión te guía entre los presentes, a la vez que saluda a todo el mundo con una cordialidad distante, hasta donde está Shaina. Te retiene dos metros antes de abordarla y te roza el lóbulo de la oreja con el labio: «¡Mírela, Jericó, es preciosa! No hay ningún varón en esta fiesta, ni ninguna bollera, que no estuviera dispuesto a pagar por acostarse con ella. Pero si me permite el consejo: ¡nunca se enamore de una mujer así, joven, más vale que se aficione a coleccionar mingitorios!» Y en ese punto llama a Shaina, le pide que se acerque, le dedica un par de piropos galantes y os presenta…