Es una mañana soleada y radiante, hasta el punto de que el exceso de luz te ofende. El cielo se ha librado de las nubes legañosas de ayer por la tarde y luce el manto azulado de las grandes ocasiones.
Lo miras desde la terraza del ático con el vaso de leche fría en la mano. Tan solo el bullicio humano de la calle importuna el espectáculo. De pie, en pijama, te dejas conquistar por la excelsa claridad.
El idilio con la naturaleza y la soledad dura muy poco, porque Shaina aparece detrás de ti, vestida con el albornoz blanco y una toalla alrededor de la cabeza.
—Qué día más bonito, ¿verdad, Jericó?
Hace un rato, cuando te has levantado, ella estaba bajo el chorro de la ducha. Te has llenado el vaso de leche del frigorífico y has salido a la terraza. Presagiabas un día radiante y querías saborearlo solo.
—Sí.
Se acerca a ti y apoya la mano sobre tu espalda.
—Esta mañana saldré a comprar. He pensado que podríamos encontrarnos para almorzar juntos en un japo.
Se refiere a un restaurante japonés. Le encanta el sushi.
—Tengo la mañana bastante ocupada. He de hacerme un análisis y quiero visitar a Niubó para aclarar algunos temas de la liquidación.
—¿Un análisis?
—El que me hago a menudo por el asunto de la anemia.
—Entonces, ¿no puedes venir a almorzar conmigo?
No te apetece ni poco ni mucho.
—No estoy seguro. Si acaso, ya te llamaré, ¿vale?
—De acuerdo.
Deja resbalar la mano sobre tu espalda y se retira.
Es angustiante tener que vivir mintiendo. Y aún más mentir bajo un cielo azul tan esplendoroso y puro. Pero no tienes por qué mortificarte. Ella también miente. Mentir a una mentirosa es un pecado venial.
Aturdido por el fulgor diurno, has llegado al baño y aquí la atmósfera de vapor de agua y la fragancia de los geles de gama alta que emplea Shaina te devuelven a la realidad. Cuando estás a punto de cerrar la mampara, oyes que suena el móvil. Sales desnudo y te apresuras para cogerlo. Un número privado.
—¿Sí?
—¡Buenos días, semental! ¿Ya estás despierto?
—¿Otra vez tú? ¿Quieres dejarme en paz?
—No te alteres. Iré rápido.
—¿Qué quieres?
—¿Está Shaina en casa?
—Oye, imbécil, ¿y a ti qué te importa?
—Venga, no seas grosero. ¿Así me pagas el buen rato que te hice pasar? Dime, ¿está tu mujer en casa o no?
—Sí. ¿Por qué quieres saberlo?
—Josep ha desaparecido, no hemos podido localizarlo. No responde al móvil, no ha dormido en su casa, no ha acudido a la tienda… En definitiva, ¡no sabemos dónde está!
—¿Y qué tiene que ver Shaina con todo eso?
Anna suelta una risa insolente.
—Nada. Ayer pasaron la tarde juntos, jugando a médicos y enfermeras, y quería asegurarme de que no se hubiera escabullido a alguna parte con la guarra de tu mujer.
—¡Oye, tú, un poco más de respeto!
—Muy bien, semental, de ahora en adelante la llamaré santa Shaina.
¡No la soportas! Anna es grosera, impúdica, desagradable…
—Shaina llegó a las diez y media y no se ha movido de aquí.
—¡Gracias, semental! Es todo lo que quería saber. ¡Hasta el martes que viene en la Rue Aubagne de Marsella!
No te ha dado tiempo de decirle que la empacharías de bombones de cantárida hasta que reventara. A pesar del habitual tono insolente y sarcástico, dirías que el timbre de voz de Anna transmitía un deje de preocupación. De hecho, a ti qué te importa que el maldito dependiente de ropa haya desaparecido.
Te cruzas con Shaina en el pasillo. Se ha vestido y lleva a Marilyn entre los pies.
—¿Quién era? —te pregunta, esbozando un gesto de extrañeza al reparar en tu desnudez.
—Era Niubó.
—Ah. Bueno, me marcho. Ya me llamarás si quieres almorzar conmigo, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo!
Vuelves al baño y te pones bajo el chorro decidido a purificarte el cuerpo con el agua clorada de la ciudad. Por unos instantes, te detienes a pensar en el alcance de la llamada de Anna. Si ha telefoneado, es porque le ha resultado del todo extraña la ausencia del guaperas y quería confirmar que el motivo no fuera una prórroga adicional con Shaina. Un puñado de ideas absurdas te sobrevuelan fugazmente: «¿No lo habrán asesinado igual que a Magda? ¿Y si él es el asesino —aún mantienes viva la imagen de los dos subiendo por la Rambla— y se ha dado a la fuga?» Se te escapa la pastilla de jabón de las manos al pensar en ello y procuras quitarte de la cabeza estas tonterías. No obstante, te acecha un presentimiento confuso imposible de sofocar.