¡Muy hábil, Gabo! Y no te falta razón en este punto. Soy soberbio y orgulloso. Estoy de mierda hasta el cuello y aún mantengo el ademán altivo. Por primera vez, desde nuestro encuentro, tengo que felicitarte.

Gabo parece satisfecho con tu comentario, que encaja con una risa mesurada.

—Ya te he mencionado que el marqués de Sade, en su carta, incluye a dos personajes más en el juego, un total de nueve. El noveno es su propia reencarnación, un libertino refinado, un preceptor inmoral de pedigrí y estatus acomodado.

—Supongo que este papel te va como anillo al dedo.

—¡Pues, has fallado, amigo mío! Te consideraba más perspicaz y observador. ¿No te diste cuenta en el Donatien de que el marqués era casi veinte centímetros más bajo que yo? No, Jericó, en esta partida del juego no soy el marqués.

No te cuesta recordar la escena en que el marqués apócrifo montaba por detrás a Magda y, en efecto, no coincide con la figura delgada y esbelta de Gabo.

—¿Y quién es?

—Por explícito designio del verdadero Sade, la identidad de su reencarnación será desconocida en el curso del juego.

—Pero ¿tú lo sabes?

—Aunque te pueda parecer kafkiano, ¡no!

—Venga, Gabo, eso no me lo trago.

Vuelve a levantarse. La sombra que proyecta su silueta sobre la mesa blanca de reuniones te estremece. Gabo regresa a la ventana y esta vez deja perder la mirada. Es como si saboreara el banquete inverosímil al que estás invitado. Sin volverse, explica:

—La carta de Sade circula desde hace mucho tiempo. Poco antes de que los revolucionarios franceses controlaran la Bastilla, prisión que era emblema del poder real francés, algunos prisioneros de cierto relieve fueron trasladados. Este es el caso de Sade, al que llevaron al manicomio de Charenton. Los quince volúmenes que el marqués había escrito durante el período de reclusión, así como el rollo de Las 120 jornadas de Sodoma, se vieron amenazados por la revuelta. De los quince volúmenes, se extraviaron tres cuartas partes, así como también el rollo. El marqués escribió que, al descubrir la pérdida de su obra, había vertido «lágrimas de sangre». Pero el caso es que el rollo no se perdió, alguien lo guardó en un agujero practicado en la pared de la celda. No se sabe si fue el mismo marqués o alguno de los primeros asaltantes, que tenía intención de rescatarlo en otro momento, o alguno de los guardias… Sea como fuere, el rollo se recuperó una vez acabada la efervescencia revolucionaria y fue a parar a manos de una familia aristocrática de París que durante tres generaciones lo custodió en secreto. Cuál no fue la sorpresa del primer noble que tuvo el rollo ante sus ojos cuando descubrió, al desplegarlo, que en el interior había una carta del marqués enrollada. La carta del «juego de Sade». El juego del divino marqués consiste en perpetuar la escenificación del libertinaje. Cuando alguien la adquiere, está obligado a seguir las instrucciones y organiza el juego, escogiendo a los participantes entre sus conocidos. Desde ese momento, él es el marqués, su reencarnación, y su misión es elegir a las ocho personas que lo acompañarán, iniciar el juego y después deshacerse de la carta con un imperativo: el escrito debe caer en manos de algún conocido de talante libertino y estatus acomodado.

—Por tanto, ¿no fuiste tú quien escogió nuestros papeles?

Se vuelve para responderte y lo hace chasqueando los dedos.

—¡Exacto! Lo ha ejecutado el actual marqués, el propietario anterior de la carta que, paradójicamente, ha querido que llegara hasta mí. Yo seré el marqués del juego que ha de seguir al que se está desarrollando ahora. Aunque en este caso, el actual marqués ha actuado de forma muy extraña, porque me ha otorgado un papel en el juego actual y me designa como su futuro sucesor.

—O sea, ¿que tú estás jugando actualmente?

—¡Claro! Soy el octavo personaje.

—¿Y quién eres?

—Los siete demonios de los siete tabernáculos son observados por otro súcubo, un demonio superior y mítico, Baphomet, que encarna a los siete pecados capitales simultáneamente. Y este, amigo mío, soy yo.

No dudabas de que era un chalado excéntrico hijo de mala madre. Pero te sorprende el refinamiento de la trama que ha urdido. No acabas de convencerte de la veracidad de la carta, del juego establecido por el verdadero Sade, aunque debes aceptar que, después de lo que has leído, una maquinación de este tipo sería propia de la mente delirante del divino marqués.

—Un invento estrafalario de los tuyos. ¡Bravo, Gabo! Me halaga saber que sigues siendo el maldito cabrón de siempre, que la monitora de gimnasio no te ha cambiado en absoluto.

—¡Te equivocas! Susanna es mi vínculo con la salvación y me he entregado a él en cuerpo y alma, pero la carta del juego de Sade lleva una maldición que recaerá sobre el propietario en caso de que no cumpla sus instrucciones. Y sabes que me tomo muy en serio este tipo de cosas.

Sientes el impulso de echarlos del despacho y enviar el maldito juego a hacer puñetas. Crispado y hundido, no puedes evitar una explosión de sinceridad:

—¡Basta! No lo soporto más. ¿Sabéis lo que os digo? ¡No me trago las maldiciones! Además, lo he perdido todo por mi soberbia. Desearía volver atrás para rectificar, pero sé que es imposible. Hay momentos en que llamo a la muerte y le ruego un golpe seco de su guadaña afilada, sin sufrimiento. Estoy acabado. ¡No puedo seguir jugando!

No te has dado cuenta, pero tienes los ojos arrasados en lágrimas.

—Ya es tarde, Jericó, estás metido en el juego desde que aceptaste la invitación al Donatien, desde que el marqués decidió que ibas a jugar. Y esto nada puede cambiarlo, ni siquiera tus lágrimas.