Hace más de una hora y media que conduces. Estás llegando a Falset. El paisaje te seduce. Alternancias entre la rocalla de pizarra y el verde cansado del pinar mediterráneo. Recónditos márgenes de piedra, testimonios de antiguos bancales de cultivos en alturas insospechadas con algún aladierno aferrado o los avellanos salvajes. El follaje verde plateado de solitarios olivos atempera los bancales encapotados…
Todo te hace recordar con añoranza aquella estancia de la época universitaria en la casa solariega de un amigo de facultad, Robert, de quien has perdido la pista, en el pueblo de Darmós, muy cerca de estos parajes. Era agosto, hacía un calor de narices y tu amigo, hijo de viticultores, os abrió las puertas de su casa durante una semana y se ofreció a mostraros lo que años después sería la zona geográfica de los Montsant. Erais cuatro amigos, de los cuales tan solo te has visto de vez en cuando con uno de ellos. Bajasteis a bodegas insospechadas envueltas en telarañas, catasteis caldos tan viejos y sabios como la misma tierra, homenajeasteis a Dioniso y a las thiasas… Una excursión magnífica durante la cual enseguida conectaste con el aroma dulzón de la uva y la belleza de los pámpanos.
No obstante, Jericó, cuando alcanzaste la riqueza, cuando sucumbiste al narcótico de los oropeles, te olvidaste de todo lo que te había hecho sentir bien, como el influjo de las viñas. Te resguardaste al abrigo de los mingitorios elevados a obra de arte, entregado a la extravagancia vanguardista. Invertiste en Dubái, entre otros lugares extraños, te casaste con una estudiante de modelo top fashion, etc., etc., etc. Ni rastro de las lecturas humanísticas y teosóficas. Ni rastro de Blanca o el ambiente del pub Zona, ni señal de las viñas… La soberbia que dormitaba en tu interior despertó como una fiera salvaje. De hecho, Jericó, te compraron el alma y no te diste cuenta hasta que te encontraste con la mierda al cuello, a punto de perderlo todo.
Te llaman al móvil. Conectas el manos libres.
—¿Sí?
—¡Hola, semental!
—¿Anna? ¿Eres tú?
—La misma.
—¿Qué quieres?
—Pues estoy solita en casa, aburrida, y me he preguntado si tú también estarías solito y aburrido.
Ha fingido una ridícula voz infantil.
—Estoy de viaje. Me he escapado de Barcelona. Necesitaba respirar aire puro.
—Claro. Comprendo que después de la noche en el Donatien, después de leer los hechos de Marsella, la testosterona te persiga y te escabullas de mí, ¿eh?
—¡No digas tonterías! Ahora mismo, estúpida ignorante, estoy rodeado de un paisaje maravilloso y tus chorradas quedan fuera de lugar.
—¡Caramba, «estúpida ignorante»! ¡Este piropo me lo pagarás, semental! Disfruta del aire puro y coge fuerzas para el martes que viene. La orgía de la Rue Aubagne nos espera.
—¿Dónde será el encuentro?
—No lo sé, tendrás que llamar al móvil de la tarjeta un par de horas antes.
—Venga, Anna, no me vengas con esas. No me trago que no sepas dónde es. ¡Seguro que has ayudado a Jota y a los demás a montar el escenario!
—¿De qué me hablas?
—Que seguramente habréis repetido el truco del Donatien. Habéis montado un decorado en cualquier antro vuestro y después lo desmontaréis a toda pastilla.
—Deduzco que has estado otra vez en el Donatien, ¿no?
—Querrás decir en el piso de Jota.
Imaginas su reacción de estupor. Lo interpretas así por la demora en responderte.
—¡Ya veo que has estado ocupado, semental! Resérvate las fuerzas, créeme, el martes las necesitarás. Y ya que ahora no puedes venir, tendré que buscarme un sustituto.
—Seguro que no te costará encontrar uno.
—Feliz descanso.
—¡Adiós, tarada!
Rodeado por la campiña, te sientes lejos de tu mundo, incluso del juego de Sade. No das la menor importancia a llamada de Anna. No te inquieta en absoluto pensar que, tal vez, lo que pretendía era tenerte localizado. Te envuelve una especie de paz después de muchos días de angustia.
Pasas de largo Falset y sigues por la carretera principal que conduce a Móra la Nova. Aminoras la velocidad, pues sabes que pronto encontrarás el desvío para dirigirte a Capçanes.
Lo distingues a veinte metros y pico. Pones el intermitente y enfilas una carretera estrecha, preludio de un destino respetado por los vaivenes de la modernidad.
Ya estás. Capçanes. Callejuelas estrechas. Viejas techumbres de teja cocida. Balcones de hierro forjado. Algunas paredes muestran con desvergüenza los despojos de piedra y argamasa. Un pueblo pequeño resistiendo el envite de los nuevos tiempos rodeado por las viñas.
Detienes el coche justo delante de una portalada grande en cuyo interior una pareja de abuelos está pelando unas almendras secas con unos cuchillos. Bajas del vehículo y te plantas en el umbral, sin atreverte a entrar, por prudencia.
—¡Buenos días, señores!
Te han respondido sin detener su frenética actividad.
—Estoy buscando a la señora Paula, casada con Eduard, un médico de Barcelona. Está en casa de su familia, reposando de una enfermedad. ¿Saben dónde puedo encontrarla?
La anciana mira a su esposo.
—Debe de referirse a la muchacha de los Magrinyà, ¿no?
Él, con cara de pocos amigos, le responde:
—¡Y yo qué sé! No sé cómo coño se llama la muchacha de los Magrinyà. ¡Nunca me he tratado con fascistas!
La anciana detiene las manos y lo interpela:
—Podrías mostrarte un poco más amable, ¿no? Estoy harta de tu mala leche revolucionaria.
Él blasfema en voz baja y escupe de lado.
La anciana te observa.
—¿Le importa esperar un momento? Enseguida vendrá Quimet, nuestro nieto, y lo acompañará hasta allí.
—No quisiera molestar.
—No es molestia. Es que, si no es así, no la encontrará. El camino que lleva a la casa de campo de los Magrinyà está del otro lado del pueblo y hay que cruzar la carretera.
—¡Gracias! Espero en el coche.
Te acomodas en el vehículo y, desde allí, sigues con curiosidad la operación de limpieza de almendras de la pareja de ancianos. El hombre se ha mostrado huraño. Las arrugas del rostro y las cejas subrayan su actitud. La llamada de la Black te reclama. En la pantalla, lees «Niubó».
—¿Sí?
—Buenos días, Jericó, soy Jaume Niubó. ¿Te molesto?
—No, ni mucho menos, Jaume. ¿Qué hay de nuevo?
—Buenas noticias, Jericó, por fin, buenas nuevas. Acabo de hablar con el señor Wilhelm Krause y ya te adelanto su interés en firme por adquirir Jericó Builts.
¡El cielo se ha abierto y un ángel con una trompeta dorada está tocando!
—¿Cómo dices? —le preguntas, agitado.
—Lo que oyes, Jericó, hemos avanzado mucho en las negociaciones y nos ahorraremos la liquidación de tu empresa. El grupo alemán Krause quiere comprártela haciéndose cargo de los activos y los pasivos. Por lo que parece, y esto lo sé por mis contactos en Baviera, además del maquillaje contable, Wilhelm ha cerrado un acuerdo de remodelación y restauración de patrimonios históricos en la Península y quiere aprovechar tu infraestructura legal.
Te quedas mudo. ¡Reacciona, Jericó! Es lo mejor que te podía suceder. Evitarás la lenta y dramática liquidación, los procesos de embargo, etc.
—¡Eh, Jericó! ¿Sigues ahí? —te pregunta Niubó.
—Sí, estoy aquí, con las piernas temblando de emoción.
—Pero seamos prudentes, aún hay que concretar detalles importantes, pero cuando Herr Wilhelm Krause se pone al teléfono es que la operación puede considerarse prácticamente cerrada. Si te parece bien, mañana pasas por el despacho a las diez y media y hablamos.
—¡De acuerdo!
—¡Buen domingo!
—¡Gracias, Jaume!
Bajas del coche y sueltas un grito de entusiasmo que ha llegado a los dos ancianos que pelan almendras. El hombre te ha mirado con desdén. La anciana, en cambio, ha sonreído.
—¿Es usted feliz, joven? —te grita desde lejos.
—¡Sí, señora, empiezo a serlo!
El grupo Krause, si todo va bien, acabará con tu angustia. Te sientes pletórico. Respiras hondo. El aire es limpio, embriagado de los perfumes de la naturaleza. Tu vida ha dado un vuelco. Bien, lo hará definitivamente en cuanto firmes el contrato de venta de las acciones de Jericó Builts. Es el primer paso hacia la segunda oportunidad que pedías a la vida. A la liberación de las deudas, seguirá el divorcio de Shaina, y entonces estarás limpio, Jericó, limpio para comenzar de cero, pero esta vez con una riqueza impagable: la experiencia.
De golpe, te entristeces. No los tenías en cuenta, ¿verdad? Pues sí, Jericó, y este es un detalle tan importante o más que el anuncio de Niubó. ¡Los análisis! ¿De qué te sirve ganar el mundo si has contraído el sida?
A pesar de todos los avances en el tratamiento de esta enfermedad, sientes que te fallan las piernas. Maldices el Donatien, el juego de Sade, Anna y todo lo demás…
La voz de la anciana te devuelve a la realidad. En el umbral de la puerta donde el matrimonio pela almendras hay un chaval esmirriado, con el cabello rapado, montado en una bicicleta de montaña. Trece años, como máximo, y una mirada de hurón, escrutadora.
—Este es Quimet, nuestro nieto mayor. Él lo guiará hasta la casa de los Magrinyà. Sígalo.
—Muchas gracias por su amabilidad. ¿Cómo puedo compensarles las molestias?
—Por favor, no es ninguna molestia, ¿verdad, Quimet?
El chaval ha negado con la cabeza, pero te ha dedicado un guiño pícaro que no sabes cómo interpretar.
Quimet se ha puesto en marcha y tú lo sigues. El muchacho pedalea con fuerza. Recorréis el pueblo pasando por callejuelas todas ellas similares y vais hacia otra carretera, esta vez una vía secundaria. El chaval te indica con un gesto del brazo que te detengas y da marcha atrás hasta que se coloca a tu lado. Bajas la ventanilla del coche.
—¿Ve aquel camino de tierra?
—Sí.
—Vaya por ahí todo recto y en un par de kilómetros ya habrá llegado. La casa de los Magrinyà es muy grande y tiene la fachada blanca.
—¡Muchas gracias, Quimet!
El chico te sonríe astutamente. Te llevas la mano a la cartera, la abres y sacas un billete azul de veinte euros. A Quimet se le iluminan los ojos. Cuando está a punto de agarrarlo de tu mano, le sujetas el brazo con la izquierda.
—¡Un momento! Este billete requiere un servicio adicio- nal.
El chico arquea las cejas, molesto.
—Si quieres que los veinte euros sean tuyos, tienes que contarme una cosa, presta atención, ¿de acuerdo?
Asiente sin mediar palabra.
—¿Conoces a la señora Paula, la dueña de la casa?
—Sí.
—Es una buena mujer, ¿verdad?
—Sí, para mí, sí. Un día la ayudé a cargar unas cajas de vino de la bodega cooperativa a su coche y me dio diez euros. Otro día coincidimos cerca del bar y me compró un Calippo…
—¿Y tus padres qué dicen de ella? —lo interrumpes para evitar la enumeración de los gestos que habría tenido Paula con él.
—No lo sé, lo único que recuerdo haber oído en casa es que había tenido mala suerte.
—¿Mala suerte?
—Sí —afirma el chaval con la mirada perdida, intentando recordar—. Me parece que fue la abuela quien lo dijo, que había tenido mala suerte con su marido.
—¿Su marido?
—Sí, un tipo que no saluda a casi nadie en el pueblo. La abuela contaba que ella no quería casarse, pero que el señor Magrinyà, su padre, la había obligado.
—¿Nada más?
—No —te contesta el chiquillo en un tono convencido y moviendo la cabeza.
—Una última pregunta: ¿está sola en la casa?
—No. Allí vive todo el año su hermana, Isabel, que es soltera, y Mingo y su familia, los aparceros de las viñas.
Le sueltas el brazo y el chico coge los veinte euros con diligencia y se los mete en un bolsillo de atrás de los pantalones.
Te da las gracias y se aleja visiblemente satisfecho a golpe de pedal.
«Así que en el pueblo se rumorea que Paula no tuvo suerte con Eduard. Vaya, vaya.» Y que se casó porque su padre la obligó, Jericó. Sorprendente, ¿no? La primera persona a la que interrogas al respecto, tan solo un chaval de trece años, te lo deja caer como si tal cosa.
Miras el camino de tierra del otro lado de la carretera. No es demasiado amplio y está flanqueado por márgenes de piedra de más de un metro de altura. Algo te augura que si tomas este camino, nada volverá a ser igual. La premonición es tan poderosa que te demoras unos instantes. ¿De qué tienes miedo, Jericó? ¿No quieres conocer la verdad de esta rocambolesca historia ligada a un juego miserable? ¿No habrás conducido durante dos horas para nada? ¡Adelante! Esto vir.
«¡Vaya! ¿Ahora me sales con uno de los latinajos bíblicos de mi padre? “¡Sé un hombre!”, la última instrucción del rey David moribundo a su hijo Salomón. ¿No querrás convertirme a estas alturas?» Ya sabes que no. Es una forma de provocarte. «¡Pues ya ves, lo has conseguido!»
Aceleras, cruzando la carretera y enfilando el angosto y misterioso camino que lleva a la casa de los Magrinyà.
El camino es un preludio de lo que vas a encontrar. Angosto y desigual, has podido recorrerlo gracias a la doble tracción del Cayenne. Más de un kilómetro enclaustrado por los márgenes de piedra a ambos lados hasta que llegas a una inmensa llanura de tierra cultivada de viñas. Entonces el camino se suaviza y serpentea entre las cepas hasta la era de una casa de fachada blanca, imponente, pero de aspecto lúgubre. Enseguida te ha venido a la cabeza el relato de Poe titulado La caída de la casa Usher.
Detienes el coche delante mismo del portalón, bajo una parra frondosa sostenida por una enorme pérgola de madera. Al apagar el motor, oyes los ladridos de unos perros que persiguen el coche. Son dos pastores alemanes bien alimentados y de pelaje reluciente. No te atreves a bajar. Los colmillos de los animales te intimidan. Esperas a que alguien repare en tu presencia.
La puerta claveteada de la casa se abre. Paula y otra mujer más joven llaman a los perros. La saludas sin salir del coche, pero a juzgar por su expresión, no te reconoce.
¡Venga, Jericó, no seas cobarde y baja! ¿No ves que ellas dominan a los perros?
Te decides a salir. Los perros ladran de nuevo, pero la voz autoritaria de la mujer más joven los hace callar.
—¡Paula, soy yo, Jericó! —exclamas mientras te acercas.
Te escruta con la mano derecha haciendo de visera. La reverberación la deslumbra.
—¡Jericó! ¿Eres Jericó?
—Sí, Paula, soy yo. ¿Cómo estás?
Ya te encuentras delante de ella. No puedes reprimir la emoción al besarla. La ves muy demacrada. La enfermedad la está devorando.
—¡Jericó, qué sorpresa! ¿Tú por aquí, por Capçanes?
Su voz es firme, tal vez lo único que la metástasis le ha respetado, porque cuanto más la miras, más te das cuenta de su desgracia.
Estás a punto de mentirle. Una mentira piadosa marca de la casa. Algo como «he venido a Falset para visitar a unos clientes; Eduard, tu marido, me comentó que estabas aquí y he decidido pasar». Pero no lo haces. Su figura te impresiona.
«¿Qué se ha hecho de aquella mujer atractiva, de anchas caderas y sonrisa de cuarto creciente?», te preguntas.
—Esta es mi hermana: Isabel.
La ha abrazado afectuosamente mientras te la presentaba. Isabel te tiende la mano y te saluda. No se parece a Paula. Es menos atractiva y más corpulenta.
Paula te invita a entrar y los perros te olisquean las piernas, como si buscaran algún olor conocido.
—No tengas miedo de Tom y Huck. Son inofensivos —te garantiza Paula mientras atravesáis la impresionante entrada, adornada con aperos antiguos.
—Admito que no acabo de fiarme de los perros. Siempre he preferido a los gatos.
—Pero tu esposa tenía un perro, ¿verdad?
—Sí, Marilyn, pero eso no es una perra ni nada. ¡Los tuyos sí que son perros, perros!
Tu comentario ha desconcertado a Isabel, que te ha mirado con cierto recelo.
Pasáis a una gran sala de estar, presidida por una chimenea de piedra donde cabrían tres personas de tu talla. La ornamentación es elegante. Sillerías tapizadas, un piano de pared con candelabros, marcos recargados que encuadran pinturas religiosas y paisajes, lámparas de pie, cómodas, vitrinas con vajillas y cristalería elegante… En definitiva, una ornamentación que refleja el pedigrí del linaje propietario. Pero de toda la sala, a primer golpe de vista, lo que más te ha impresionado es el lienzo que cuelga sobre la chimenea. Se trata del retrato de un matrimonio. El hombre está de pie, con bigote afilado y vestido elegantemente. La mujer aparece sentada en una silla con una Biblia en las manos. El hombre reposa la mano derecha sobre el hombro de la mujer. El pincel del artista se había detenido especialmente en ambas miradas. La de él, severa y cruel, casi. La de ella, nostálgica y atemorizada.
—Son mis padres, Armand Magrinyà y Paula Alerany —precisa Paula, que ha captado la impresión que ha causado en ti el retrato—. Siéntate aquí, en este sofá, estarás cómodo. ¿Quieres beber algo?
—Quizá sí, alguna bebida fresca.
—¿Una cerveza?
—¡Muy bien!
Isabel sale a buscar la cerveza y Paula toma asiento a tu izquierda. Tienes que volver levemente la cabeza para mirarla.
—¡Aún no me has contado a qué debemos tu visita!
Ahora ya no sientes la tentación de mentirle. Además, la mirada del tipo del retrato domina la sala y te provoca cierto desasosiego.
—¿No habrás venido a comprar vino? —bromea.
—No exactamente, Paula. He venido a buscar la verdad.
Su mirada tiene algo de la mujer del retrato. Un aire familiar. ¿Estás tonto, Jericó? Es su madre. ¿No lo has oído? Es normal que se parezca.
El caso es que Paula ha acentuado su pose nostálgica.
—¿La verdad? —Sonríe fugazmente—. La verdad es esquiva, Jericó. Y cuando se la busca, no se la encuentra. La verdad viene a buscarte cuando ella quiere.
La solemnidad y la dulzura que ha empleado para hablar de la verdad te han cohibido. Intentas estar a su altura…
—Supongo que ocurre como con el vino, que nunca miente y siempre es honesto.
No sé si has obrado bien al soltar el aforismo de Blanca en este contexto.
—Te equivocas, Jericó. El vino puede mentir. Detrás de un aroma embrujador se puede disfrazar un sabor deficiente.
¡Ahí es nada, Jericó! Acaban de echar por tierra una sentencia que suponías acertada al cien por cien.
—Pero dime: ¿cuál es la verdad que buscas? Me has intrigado.
Tienes los labios tensos. Ya no es únicamente el hecho de estar en presencia de una moribunda y tener la inquisidora mirada del retrato de su padre clavada en ti. Es la atmósfera que se respira en esta sala, en la casa, desde que has entrado. Una especie de secreto se oculta en cada rincón, en cada grano de polvo que flota en las estancias.
—Se trata de Eduard —apuntas con un carraspeo incómodo.
—Lo suponía. ¡Mi amado esposo! —te confirma con cierta socarronería—. Vaya, Jericó, así que has venido a charlar conmigo de tu amigo, ¿no es así?
—Pues sí.
—¿Y qué quieres saber?
No sabes por dónde comenzar. Sientes un nudo en la garganta.
—No tengas miedo, Jericó, soy casi un cadáver. ¡Quizá tengas suerte! Quizá no quiera llevarme más secretos a la tumba, ni dejarlos flotando en esta casa que hemos herido de muerte con nuestros dramáticos silencios.
Mientras termina de pronunciar la frase, te señala el techo, recorrido por una grieta en la que no te habías fijado antes.
En ese instante entra Isabel con una bandeja de bebidas. Los dos la miráis. Deja la bandeja sobre una mesa redonda de centro. Te sirve la cerveza en un vaso de cristal tallado, delicadísimo, y te lo entrega. No puedes evitar comentarlo en voz alta:
—¡Qué preciosidad!
—Es de la cristalería del ajuar de nuestra madre, de los Alerany. La A está tallada como un tulipán invertido —explica Paula.
—Modernismo, ¿no?
—Sí, los Alerany eran de Reus, una ciudad marcada por el modernismo.
Isabel sirve agua en un vaso idéntico de una jarra a juego y lo entrega a su hermana, que le agradece el gesto con una mirada que no te pasa desapercibida.
—Si me disculpáis, tengo que atender unos asuntos —se excusa Isabel.
Jurarías que ha sido Paula quien le ha indicado mediante algún gesto que os deje a solas. Ya no dudas del grado de compenetración que hay entre las hermanas.
Recibes la cerveza con gratitud. No has comido ni bebido nada desde que saliste de Barcelona. Paula te observa mientras se humedece los labios. Deja de nuevo el vaso en la bandeja, alargando el brazo delgado, y se seca la boca con un pañuelo de encaje.
—Eduardo es como el vino al que me refería antes. Puede embrujarte con el aroma, pero decepcionarte con el sabor. —Paula te sonríe y deja perder la mirada—. Lo has descubierto, ¿no es verdad?
Suspiras.
—Sí. Y sin darme cuenta, he llegado a donde nunca habría imaginado.
Paula mueve la cabeza.
—Cuando descubrí que abusaba de Alfred, ya era tarde. Tarde para Alfred, tarde para él, tarde para mí. El mal a Alfred ya estaba hecho. El dolor, a mí, ya no me lo podía quitar nadie. Y él…, él estaba perdido. De hecho, después de jurarme una y otra vez que no se repetiría, que no volvería a pegar a nuestro hijo, no tardó en reincidir. Esta vez con un paciente de la consulta, un niño que padecía un trastorno. ¡Un drama! La madre, Soledad, lo descubrió y amenazó con denunciarlo. Tuvo que pagar lo que no tenía para silenciar a aquella mala pécora. Incluso tuve que añadir los ahorros familiares.
—Perdona, Paula —la interrumpes con un carraspeo previo—, ¿Eduard se entendía con Soledad?
—Aquella chica era una perdida, Jericó, una fulana. Supongo que sí. Para serte sincera, desde que descubrí los abusos a nuestro hijo, dejó de importarme que me fuera infiel. Pero sí, es muy probable que me engañara con ella. El niño, el paciente de Eduard, Javier, era el hijo ilegítimo del señor de la casa donde la madre de Soledad hacía la limpieza.
¡Eh, reacciona, Jericó! Te has quedado petrificado. ¿Has oído bien? Jota es hijo de Gabriel Fonseca…
—¿El hijo de Soledad es hijo de Gabriel Fonseca? —le preguntas, atónito.
—¿Conoces a los Fonseca?
—Sí, claro. Fue Gabo, quiero decir Gabriel, quien me inició en el mundo del lujo.
—La esposa de Gabriel era paciente de Eduard, aterrizó en su consulta por consejo de un amigo común. Así se conocieron Gabriel y Eduard.
Se hace un silencio. De golpe, sientes el fétido aliento de la muerte muy cerca. Paula se está consumiendo y con ella, aquel caserón, todo un mundo que desconoces.
—¿Decepcionado? ¡Lo siento! Pero has venido a buscar la verdad, ¿no? —te pregunta.
—¿Qué motivo podría tener Eduard para querer hacer daño a Alfred?
La pregunta la perturba. Mueve las piernas y las manos le tiemblan.
—Si vuelve a ponerle sus sucias manos encima… —amenaza airada, pero débil.
Empieza a toser. Te preocupas por ella, parece que va a ahogarse. Incluso haces el gesto de levantarte, pero ella te indica mediante un ademán que no pasa nada.
Cuando se recupera toma un sorbo de agua. Repite la operación de secarse con el pañuelo de encaje y entonces, en un tono contundente, te interroga:
—¿Qué le ha hecho esta vez el cerdo de mi marido a mi hijo?
No puedes desembarazarte de la mirada del señor Magrinyà. La observas de reojo, como la grieta del techo, todo ello presagio de un instinto mórbido.
Le refieres, sin entrar en detalles escabrosos, el asesinato de Magda y cómo Eduard te habló de su propio hijo, de Alfred, pero evitas mencionar el juego de Sade.
—¿Crees en las maldiciones? —te pregunta, serena.
Te sorprende la placidez con que acepta tu relato. Tal vez ya lo sabía todo, Jericó. Por ese motivo no parece afectada.
—No. No en sentido estricto, pero sí en la suerte. Hay gente que la atrae.
—Mi familia es víctima de una maldición. Lo que le ha ocurrido a Alfred ya le sucedió a mi hermana Isabel. El viejo del retrato, este que no deja de observarnos, el honorable Armand Magrinyà —dice, pronunciando el nombre con un deje de ironía— abusó de mi hermana. Mi madre también lo descubrió demasiado tarde. Mi madre murió mientras dormía. Exhausto y cansado, su corazón sucumbió a tanto sufrimiento. Mi padre había fingido remordimiento, pero corren muchas leyendas por el pueblo de su afición enfermiza por los niños. Nunca más tocó a Isabel, pero ella lo evitó hasta el fin de sus días. No derramó una lágrima delante de su ataúd. Isabel morirá soltera con el dolor incubado, un dolor que solo templa el silencio dulzón de las viñas, a las cuales mima como a las hijas o hijos que nunca parirá.
Es una historia triste. Paula está como ausente. Contempla la grieta del techo y suspira. Acto seguido, prosigue:
—Esta casa, donde antes fluía el vino y la mistela, los bollos de azúcar y los bizcochos de miel, enfermó con el asunto de mi padre y mi hermana. La casa está enferma, Jericó. Por la noche, cuando todo está en silencio, se oyen crujidos como si fueran lamentos. La grieta crece…
La interrumpes.
—Sé lo que me digo, Paula, porque me he dedicado muchos años a la restauración. La grieta del techo proviene casi con seguridad de un movimiento de la viga maestra, de allí. —Le señalas una viga inmensa de donde parten otras más delgadas—. Deberías hablar con algún albañil o constructor para que le eche un vistazo.
Su sonrisa nerviosa te incomoda. Es una sonrisa sobrenatural.
—¡Incrédulo amigo! La casa está enferma, como yo, como todo nuestro linaje. Tú no lo entiendes. No puedes comprenderlo.
Paula empieza a toser de nuevo. Te quedas paralizado. No sabes cómo actuar. ¡Acércale el agua, Jericó! ¡Ayúdale a beber un sorbo! Lo haces. Te levantas, coges el vaso tallado y la ayudas.
Isabel acude al oír el revuelo. Diligente, te coge el vaso de las manos y se ocupa de su hermana. Te dedica un «no es nada» con la mirada y mientras te sientas de nuevo, aturdido, con cierto remordimiento por haberle causado el sobresalto, Isabel reincorpora con un cojín a Paula, que pronto respira mejor.
—¿Estás bien? —le pregunta.
—Sí, no es nada. Necesito descansar. ¿Por qué no le enseñas el viñedo a nuestro visitante?
Isabel le acaricia la frente y te indica que la sigas. Camina con vigor, delante de ti. Recorréis el pasillo hasta la entrada y salís a la era.
Los perros, que permanecían echados sobre la hierba, bajo el emparrado, se levantan y ladran. Isabel los manda callar.
—¿Entiende usted de vino, señor Jericó?
Es la primera vez que abre la boca desde que habéis salido de la casa.
—Tutéame, por favor.
—Le agradezco la confianza, pero tengo el hábito de tratar de usted a los desconocidos.
—Como quieras; yo, si no te molesta, te tutearé.
—Lo dejo a su criterio.
—Gracias. ¿Qué me decías?
—Le preguntaba si entiende de vino.
—Menos de lo que quisiera.
—El vino son las viñas —te manifiesta, abarcando con los brazos abiertos las miles de cepas que pueblan la llanura. El abuelo Magrinyà, el mejor enólogo de la saga, siempre me lo repetía: «El principal secreto, Isabeleta, radica en las vides, no en la uva, sino en las vides. Desde que nacen los primeros pulgares hasta que cae el último pámpano, las viñas viven para dormitar desnudas en los inviernos. Lo hacen todo en silencio, desde vestirse hasta desnudarse. En el silencio dulzón de las viñas está el secreto del buen vino. Si mimas las cepas, Isabel, te ofrecerán la mejor uva; pero, si no la cuidas, si perturbas su paz cíclica, entonces la uva estará incompleta y por más que te esfuerces en la bodega, no conseguirás un buen vino. El secreto, no te olvides nunca, Isabeleta, está en las vides, en su silencio dulzón.»
La sigues mientras camina en dirección a una especie de terracita elevada. Subís los tres peldaños de terracota y desde allí observáis el vasto viñedo de los Magrinyà. Isabel te invita a sentarte en uno de los bancos de madera y ella hace lo propio.
—Paula se está apagando. Lo cierto es que se apaga desde hace muchos años, desde que descubrió por mi madre que mi padre había abusado de mí y después que su esposo había hecho lo mismo con Alfred.
Te sorprende la franqueza con que reconoce que fue víctima de un abuso.
—Lo más gracioso es que si se casó con el imbécil de Eduard fue por mi padre. Mi padre era un tarambana presumido, un libertino sin escrúpulos, un rentista a quien nunca vi trabajar. El padre de Eduard, el señor Jacint Borrell, de Reus, era de buena familia, como nosotros. Mi padre se había hecho muy amigo suyo, según contaban, en casas de mala nota de la ciudad. El hijo del señor Borrell era un estudiante muy brillante, coleccionaba títulos académicos. Esto fascinó a mi padre, como también la disoluta camaradería con su progenitor. Eduard tenía el encanto de los seductores. Era guapo y exhibía una inteligencia sorprendente, pero si conquistó a mi hermana fue por la insistencia de nuestros padres. Paula quería a un joven del pueblo con el que se veía a escondidas entre las viñas. No quería saber nada de Eduard. Pero la obstinación de mi padre fue decisiva y aquel imbécil acabó conquistando el corazón de mi hermana.
Se detiene y se llena de aire los pulmones.
—Respire hondo, señor Jericó, déjese impregnar por el aroma de las cepas.
La obedeces. Lo haces cerrando los ojos, imitándola. Debes reconocer que hay algo mágico en el campo cultivado de vides. Te sientes bien a pesar de la sórdida y terrible historia de los Magrinyà.
—Paula está convencida de que una maldición pesa sobre vuestro linaje —comentas—. Está obsesionada con la grieta del techo del comedor.
Isabel te mira con severidad.
—No es ninguna obsesión. Nuestro padre condenó a nuestra familia.
—Entiendo perfectamente que lo que hizo no tiene ninguna clase de excusa, pero ¿su comportamiento irresponsable e imperdonable es la causa de que la historia se repitiera con Alfred?
—Al acusarlo de condenar a nuestro linaje no me refería a los abusos, sino al hecho de que no siguiera las instrucciones de la maldita carta del marqués de Sade.
No me digas que estás atribulado. Desde que viste el camino flanqueado por muros de piedra que conducía hasta aquí, intuiste que si te adentrabas por él nada volvería a ser como antes. Has venido a buscar respuestas, ¿no? ¿Querías conocer la verdad? Pues, ya la tienes. Paula primero y ahora Isabel te la están sirviendo en bandeja de plata.
—¿La carta del marqués de Sade? —le preguntas de inmediato.
—Sí, una carta que supuestamente había escrito aquel infecto personaje en su cautiverio y que establece un juego de libertinaje. Por lo que parece, si te llega la carta y no sigues las instrucciones del marqués de Sade, entonces eres víctima de una maldición.
—Eso es una especie de leyenda, ¿no? —finges, consternado por el descubrimiento. Porque, ¿te das cuenta? Hasta aquí, a Capçanes, entre el silencio dulzón de las viñas, ha llegado la depravación libertina del divino marqués.
—Nuestro padre, en su lecho de muerte, se lo explicó a Paula. Era un hombre indeciso e inestable, a pesar de su patricia apariencia. Quizá por este motivo hizo caso omiso de la carta del juego, o acaso fue porque se veía incapaz de llevar a cabo cualquier tarea de una cierta relevancia. En cualquier caso, lo que más me dolió fue su cobardía. No pidió perdón por lo que me había hecho, pero el muy cerdo le confesó que seríamos víctimas de todo tipo de desventuras por su negativa a colaborar en el juego de Sade. La carta le había llegado de manos de un amigo, la leyó, pero no quiso entregarse al juego perverso que instituía, a pesar de la amenaza de la maldición.
¡Hay que ver, Jericó! El juego de Sade no se ha detenido nunca y ha llegado hasta lugares insospechados. ¿Quién sabe hasta dónde? Solo se necesita que haya libertinos dispuestos a difundirlo y el mundo, tú lo sabes perfectamente, no anda escaso de este tipo de gente.
—Al principio —continúa Isabel—, me tomé el asunto de la carta como un delirio del viejo. Había leído muchas obras del marqués de Sade y era tan depravado que pensé que solo era un desvarío senil antes de expirar, acrecentado por las tisanas de amapola que le preparaba Mundeta, la madre de Mingo, nuestro aparcero. Las amapolas son opiáceas y en estas comarcas vienen empleándose desde tiempos inmemoriales para calmar los dolores. Pero los acontecimientos que han acechado a la familia: mi abuso infantil; el asunto de Alfred; las dos tremendas granizadas que, después de la muerte del viejo, arrasaron la cosecha; las grietas de la casa; el cáncer de Paula… Lo cierto es que desde entonces hemos sufrido un cúmulo de desgracias.
Isabel se recoge la cabellera hacia atrás y esboza un gesto de pesar por la desventura que los persigue.
—Disculpa, no sé si he entendido bien, pero ¿tu padre leía al marqués de Sade?
—En los estantes de su despacho aún están sus obras. Se trata de ediciones en francés que le proporcionaba monsieur Pierre Lardin, que se abastecía en nuestra bodega. El viejo hablaba francés porque los principales clientes eran casas francesas, interesadas sobre todo en la mistela y los aguardientes. Los grabados y las ilustraciones que hay en esos libros son de una inmoralidad ofensiva. Nos habría ido mucho mejor si en vez de perder el tiempo con estas porquerías literarias hubiera dedicado más atención a las cepas, como en tiempos del abuelo Magrinyà.
Te asalta la tentación de preguntarle si podrías echar un vistazo a esas ediciones, pero te contienes. Ya has abusado bastante de la confianza de estas dos mujeres que se marchitan al amparo del silencio de las viñas. Es curioso, Jericó, pero hace solo una hora y pico que estás aquí y también puedes captar ese sigilo dulzón de las viñas. Isabel rompe el placentero armisticio:
—¿Por qué ha venido, señor Jericó?
—Porque necesitaba respuestas.
—¿Las ha encontrado?
—Sí, creo que sí, pero lo grave del caso es que hay un cadáver en todo este asunto y, a pesar de lo que he descubierto, aún no estoy seguro de quién es el asesino.
—¿Quién es la víctima?
—Magda, la compañera de su sobrino, Alfred.
—¿La actriz? —te pregunta, sorprendida.
—Sí. ¿La conoces?
—Vinieron todos una vez al principio del noviazgo de los jóvenes; Eduard, Paula, Alfred y ella. Era a mediados de septiembre, estábamos en plena vendimia y pasaron aquí el día.
Isabel te sonríe sin disimular.
—¿De qué te ríes? —te extrañas.
—La chica, que llevaba unos zapatos de tacón de aguja, quiso coger un racimo de uvas. El suelo arcilloso estaba mojado por las últimas lluvias y la chica se hundió hasta las rodillas. El zapato izquierdo quedó enterrado medio metro debajo del fango. Mingo lo recuperó con la azada. Fue gracioso.
—Según he oído, se entendía con Eduard —le dejas caer.
—No me sorprende. Hablo muy poco y observo mucho. Se dedicaban guiños de complicidad y se tocaban disimuladamente como dos adolescentes.
—¿Hacían eso?
—Sí, mientras Alfred, el pobre, paseaba con el tractor acompañado por Mingo, completamente ajeno a todo. No insinué nada a nadie, pero lo vi claro enseguida, sobre todo después de la comida. Magda se había tumbado en un sofá porque le dolía el estómago. Mi cuñado la exploró y le recomendó que se echara un rato, que eran gases. Los otros salimos a charlar un rato bajo el emparrado. Eduard no tardó en excusarse y entró para comprobar cómo se encontraba la chica. Sentí curiosidad y lo seguí con el pretexto de ir a la cocina. Los espié a través de la puerta. Se besaron un par de veces y él le echó el cabello sedoso hacia delante, cubriéndole la cara, mientras ella continuaba tumbada. Mi cuñado le dijo con voz temblorosa: «Me excitan las cabelleras sedosas como la tuya cubriendo un hermoso rostro.»
Te estremeces. Un escalofrío te recorre el cuerpo entero. El cadáver de Magda estaba dispuesto siguiendo esta escenografía, aparte de los objetos que aludían a la desdichada Jeanne Testard. La cabellera sedosa le cubría el rostro, como si el asesino lo hubiera querido ocultar. ¿Simple casualidad?
Una coincidencia de esta magnitud y a estas alturas es altamente improbable, Jericó. Eduard se entendía con la muerta, es el marqués apócrifo del juego, la sodomizó públicamente en el Donatien, te ha manipulado para hacerte creer que su propio hijo es un depravado cuando él posee un historial tenebroso, etc., etc., etc. Y ahora descubres que había ensayado con Magda viva lo que luego escenificó con su cadáver: la cabellera velándole el rostro. ¿Necesitas algo más?
—¿Se encuentra bien, señor? Está pálido.
La voz de Isabel te llega cavernosa. No puedes desembarazarte de las imágenes de Eduard disfrazado de marqués de Sade en el Donatien y la del cadáver de Magda.
—Estoy bien, gracias. Solo un poco confuso. Perdona el atrevimiento, pero, ¿crees capaz a Eduard de cometer un crimen horrible como el de Magda?
—Sí.
Isabel no lo ha dudado ni un momento. No se ha molestado en matizarlo o ampliarlo.
—Ahora sí que he llegado a un punto en que no sé qué hacer. Para serte sincero, creo que dispongo de información más que suficiente para sospechar que Eduard mató a Magda, pero no tengo pruebas fehacientes para denunciarlo, pruebas irrefutables en una acusación.
—No se preocupe. Todo forma parte de la maldición. Alfred será el último Magrinyà y con él se acabará la desventura de nuestro linaje. Tan solo le pido al espíritu de mi abuelo que vele por nuestras cepas, para que continúen manteniendo en su silencio dulzón la esencia de lo que hemos sido.
El aire se vuelve pesado y denso, a pesar de la lozanía de los pámpanos y del paisaje. Una ráfaga invisible de tristeza recorre las viñas.
—Quizás Alfred tendrá descendencia y vendrá aquí para cultivar estos preciosos campos.
Isabel te sonríe abiertamente.
—Alfred no está hecho para la paternidad. Además, está marcado a fuego, como yo, como todos los que hemos sufrido abusos siendo niños.
¡Es curioso, Jericó! Ivanka te dijo lo mismo, pero con otras palabras.
—¿Le queda mucho a Paula? —le preguntas con el corazón compungido.
—No cuento con ello. Empeora día a día. De hecho, los oncólogos le pronosticaron dos meses de vida y ya casi los ha cumplido.
—Ya sé que no viene a cuento —le apuntas con un deje de timidez—, pero vivo un matrimonio frustrado y siempre he visto a Paula como un modelo de esposa.
—No me extraña. Lleva la belleza de las viñas en el corazón y en el cuerpo.
Os habéis quedado un rato en silencio contemplando el mar de pámpanos hasta que ella se levanta y te comenta que quiere ver a Paula, por si necesita algo.
Estabas a gusto escuchando el silencio de las viñas, te sentías cómodo, pero ha llegado la hora de partir.
Volvéis a la casa y os encontráis a los dos pastores alemanes custodiando la entrada. Se muestran recelosos contigo, pero menos que a la llegada. Isabel te explica que ella es la responsable de los nombres, Tom y Huck, en honor a los personajes de Mark Twain, su escritor favorito.
Un vaho invisible sale de esa gran boca que es el portón. Entráis y os encamináis hacia la inmensa sala. Paula está sentada, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos fijos en la grieta que atraviesa el techo. Os acercáis por detrás.
—¿Necesitas algo? ¿Estás bien? —le pregunta Isabel, poniéndole la mano en la frente y acariciándole el cabello hacia atrás.
—No necesito nada, Isabel, gracias. ¿Se ha marchado Jericó?
—No, Paula, estoy aquí —le respondes, situándote delante de ella.
—¿Ya has encontrado lo que buscabas?
—Incluso más, Paula. Me vuelvo a Barcelona con la placidez del silencio dulzón de las viñas.
Te sonríe levemente.
—Buen viaje, Jericó, nos vemos al otro lado de la vida.
—Hasta pronto, Paula, que te mejores —te despides, estrechándole una mano seca y fría.
Isabel ejerce de anfitriona y te acompaña. Antes de salir de la sala, no puedes evitar responder a la mirada del viejo Magrinyà del retrato observándolo con oprobio, y también a la grieta que amenaza el techo.
Isabel espera a que subas al coche. Ha sido parca en palabras y gestos de despedida. Te mira desde el emparrado mientras te vas alejando.