¿NO buscabas emociones fuertes, Jericó? Et voilà! Mira por dónde, tienes al alcance al tipo de la foto que se entiende con Shaina. El detective descubrió que se llama Josep Espadaler y trabaja en una tienda de ropa masculina de segundas marcas en la ciudad.
—¿Qué le parece tan gracioso, joven? —lo interpelas. No has podido reprimir un cierto tono de desafío.
Se echa a un costado el tupé, con los dedos abiertos de la mano derecha a modo de peine, y te responde:
—Deberías tutearnos. En nuestro juego, solo hay un señor, el divino marqués. El resto somos todos «tú». Para empezar, ¿cómo te llamas?
¡Fantástico, Jericó! ¿En qué lío acabas de meterte? ¡No se te ocurra dar tu verdadero nombre! ¿O acaso crees que hay muchos Jericós en la ciudad? Podría descubrir, a la primera de cambio, que eres el esposo cornudo.
—Miquel.
Has dejado caer el primer nombre que se te ha ocurrido.
—Buenas noches, Miquel, yo soy Josep. Ella es Anna —añade, señalando a la chica rubia que te ha provocado y que aún está casi encima de ti, y seguidamente hace lo mismo con el resto—, Víctor, Jota y Magda.
Cada uno ha esbozado un gesto de bienvenida distinto. Anna, la rubia de facciones angulosas, ha reptado marcha atrás hacia su lugar. Buscas a Magda y te topas con la blancura dentífrica de su boca y con el carmín del pintalabios que le realza los labios carnosos.
¿Así que te llamas Miquel, Jericó? ¡Nunca habría esperado esto de ti! ¡Cambiarte el nombre! Una tontería adolescente.
«¿Y qué quieres? ¡No puedo revelar mi maldito nombre! Me interesa saber qué hace aquí el guaperas que se tira a mi mujer. No puedo despertar sospechas.»
Quizá seas el único que ha mentido. Sabes, ciertamente, que el tipo que se tira a Shaina se llama Josep, y también puedes poner la mano en el fuego en cuanto a Magda. Deduces, pues, que los otros nombres deben de ser auténticos. Magda se arrima a ti.
—¿Sorprendido?
—¿Sorprendido? ¿De qué?
—De la impostura —afirma, señalando al urinario.
La palabra le ha brotado de forma evanescente.
—¿Y por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué la impostura?
Vacila a la hora de responder.
—Por diversión.
No te extraña mucho la pose perversa con que ha expresado su sentencia; seguramente se trata de una fórmula ensayada de seducción. Estás convencido de que la verdadera impostura no necesita escenarios ni se sirve de fingimientos. Los urinarios elevados a arte son un ejemplo de la artificiosidad de la impostura. Lo dices en voz alta. Ella no tarda en responderte:
—No estoy de acuerdo. El urinario de Duchamp refleja el cansancio de una generación sometida a los cánones artísticos. El urinario como objeto de culto artístico escenifica la relatividad del arte. ¡Una impostura! Y sin escenario no hay impostura —replica, cruzando las piernas, desplegando un repertorio de movimientos de mantis seductora.
Bebes un sorbo de Jeanne Testard. Estridente, como todo lo demás.
—Si tú lo dices…
No encaja bien tu rendición. Arquea las cejas y esboza un mohín. Aún no sabes casi nada de Magda y ya intuyes el peligro que esconde la frialdad de sus ojos. El sexto sentido —aguzado por el abandono al cual te ha relegado tu situación extrema— así te lo indica.
—¿Crees en el arte? —insiste con un deje malicioso.
—Claro. Y también en lo que no lo es.
—¿Y quién dice qué es arte y qué no lo es?
—¿Básicamente? Pues ¡yo!
—¿Tú?
—Sí, yo. Si me eleva el espíritu, lo considero arte. Si no… pues ¡sencillamente, no!
Una nueva voz, en un tono agresivo, se hace escuchar. Pertenece a un chico delgado pero fibrado. Crees recordar que se llamaba Jota. Llaman la atención los tatuajes que le escalan el cogote y sobrepasan los límites del cuello de la camisa.
—¡Fantástico, hoy nos acompaña un puto pichafloja conservador!
Lo miras con aire desafiante. No puedes reprimirte:
—No soy conservador y mucho menos aún un pichafloja. ¡Pero no entiendo el progresismo de urinario! Sí, claro, lo conozco sobradamente… ¡Si yo te contara! Hacemos de un urinario el Santo Grial de la transgresión y ridiculizamos el ingenio y el esfuerzo de los verdaderos artistas. En cuanto a mí: ¡nada más que impotencia creativa!
Has provocado una avalancha de comentarios, pero el único que te llega, nítido, es el de la rubia de cara angulosa:
—Me gusta, chicos, me gusta este semental del arte primitivo.
Turno de carcajadas por el comentario.
Nunca habrías imaginado que acabarías tratando con esta clase de gente. Estás en el Donatien, un piso penumbroso y decadente, con un poco afortunado cóctel de menta en la mano, sentado cerca de un urinario gigante y un crucifico sujeto con una disciplina, como si se tratara de una pastilla de alcanfor. ¿No buscabas nuevas sensaciones, Jericó?
—¿Quieres saber qué es una obra de arte, Miquel?
La pregunta de Anna sigue teniendo un tono provocativo. La chica ha palpado sin ninguna impudicia los genitales del tipo que se lo hace con Shaina y ha estallado en carcajadas:
—¡La polla de este tío, eso sí que es una verdadera obra de arte!