A pesar del paso por el pub cafetería, llegas temprano a la visita concertada y Eduard aún no está. De hecho, cuando llamas al timbre del portero automático, nadie te responde. Decides esperarlo sentado en un banco de la calle de Muntaner, junto a su consulta, esforzándote por aclarar la identidad del misterioso «hombre».
Luce un solecito tímido y amoroso. Con el bienestar, te entra sueño, echarías una cabezadita, pero no puedes dormir como un vagabundo en medio de la calle.
¿No puedes, dices? ¿Por qué? Ahora ya no eres el gran promotor ilustrado que tenía el mundo a sus pies. ¿Ves a aquel viejo desharrapado que sube con un carrito de la compra a reventar de indigencia? ¡Podrías acabar así, Jericó, o sea que no me vengas con prejuicios fariseos, que ya has perdido la casta!
Has seguido con una mezcla de horror y perplejidad el lento avance del viejo indigente, que se detiene en todas las papeleras para escrutar en su interior, hasta que la figura ufana de Eduard —en claro contraste con la del pobre anciano— ha desviado tu atención.
Eduard está buscando en el manojo de llaves la que abre la puerta de la portería. Te apresuras, antes de que entre y la cierre. Lo llamas por su nombre. No te oye. Lo intentas de nuevo. Ahora, sí. Se vuelve y te ve llegar a paso ligero. Os estrecháis la mano.
—¡Jericó! ¿Hace mucho que esperas?
—No. ¿Cómo estás?
—¡Resistiendo! Venga, subamos, que aquí hace calor.
Él entra primero. La espalda de Eduard es amplia; el torso, atlético. A pesar de los cincuenta y tantos, se mantiene en forma gracias al tenis y al golf. Sujeta la puerta con las manos y con un gesto te invita a entrar. Viste impecablemente. Lleva un traje de Armani beis y unos zapatos de cordones color burdeos. Desprende una fragancia de colonia Tabac que forma parte de la marca de la casa. Desde que lo conoces, presume de ser fiel a ese perfume.
—¡Jericó, estoy realmente intrigado por saber qué necesitas de mí con tanta urgencia! —confiesa, mientras pulsa el botón de llamada del ascensor.
—Estoy preocupado por un asunto y necesito un amigo médico.
Te dirige una mirada escrutadora.
—No tienes mal aspecto, quizá los ojos delatan cierta falta de sueño. ¿Has dormido poco?
—Mejor te lo cuento todo en tu despacho —dices, entrando en el holgado espacio del ascensor.
Durante el brevísimo trayecto, repasas lo que le puedes contar y lo que no. Mentirás, como de costumbre, y silenciarás que te encontraste con Alfred, su hijo, para eludir la complicidad de Magda en el asunto del Donatien.
—¡Ya estamos! Por cierto, ¿cómo está Shaina? ¿Tan guapa como siempre?
Disimulas el malestar que te ocasiona la pregunta.
—Sí.
Sonríe, poniendo de manifiesto una ortodoncia de manual, y abre la puerta de la consulta. Todo está en penumbra, porque las persianas de librillo están cerradas, pero lo sigues con pasos decididos hacia su despacho.
Eduard le da al interruptor que enciende los ojos de buey de la estancia y te indica que tomes asiento en una de las dos butacas de visita mientras abre las lamas de las persianas.
—Cerramos para evitar que la consulta se caliente demasiado. Este piso es un horno, le da el sol todo el día.
Te has sentado unas cuantas veces en esta misma butaca, aunque muy pocas lo has hecho para consultarle algún problema de salud. Han transcurrido cinco años, desde la última visita. Acudiste después de la diagnosis de una anemia en un análisis rutinario que Eduard solucionó con unos complejos vitamínicos y una dieta especial.
—¡Bien, te escucho, Jericó! —declara desde su asiento, que percibes que es un poco más alto que el del visitante, quizá para manifestar una especie de autoridad.
—Ayer por la noche salí a cenar con unos posibles compradores de la promotora. Después de la comida, fuimos a tomar unas copas. Bebí más de la cuenta y conocí a una chica rubia en un pub. No sé bien cómo, fui a su casa y mantuvimos relaciones sexuales. Lo jodido del caso es que no usé preservativo. Y como imagino que la chica es promiscua, quisiera averiguar la posibilidad de haber contraído una enfermedad venérea o el sida. Más que nada, para no contagiar a Shaina.
¡Bravo, Jericó! Conciso, sintético, mentiroso y cínico. Tal como están las cosas entre vosotros, el contagio de Shaina es lo de menos, pero te ha quedado muy bien, exquisitamente fariseo delante de tu amigo médico, hombre de sanas costumbres. ¿Nunca aprenderás a sincerarte de verdad? ¡Si se te pone dura cuando lo piensas, cuando revives el momento en que esa zorra era tuya! El sexo es así: instintivo, primitivo e indeliberado. Sexo es sexo. Ni amor, ni ternura, ni puñetas. Lo has leído en los fragmentos de La filosofía en el tocador que has encontrado por Internet. Este era el leitmotiv del marqués de Sade: escenificar el triunfo del instinto remoto, amortajado por el andrajoso sudario de una conciencia artificiosa.