68

Rafael abrió la puerta interior del lado derecho con cuidado para no hacer ruido y entró despacio con paso silencioso. Cerró la puerta tras él y se encaminó rápidamente hacia la nave lateral. Observó la inmensa nave central y no vio ni escuchó el menor movimiento. La iluminación era escasa, lo que favorecía a ambas partes.

Pasó por la capilla de San Cristóbal y siguió hacia la de San José. Utilizaba las columnas y los nichos como escudo. Miró al otro lado, a la nave lateral izquierda, y vio que Aris y Barry avanzaban con mucha cautela frente a la capilla del Sagrado Corazón de Jesús.

Siguió adelante y fue cuando empezó a oír voces. Al principio, imperceptibles, inconexas, un leve murmullo, y después reconoció palabras, frases enteras, una carcajada desconocida, la voz de Tarcisio implorando que dejasen aquella locura y la de William amenazando con que se iban a arrepentir de aquello. Nueva carcajada masculina.

—¿Nos va a castigar Dios, prefecto? —preguntó la misma voz que se había reído—. Y, sin embargo, fueron ustedes quienes requirieron los servicios del criminal que mató a un sumo pontífice. Sinceramente, no sé quién merecerá mayor castigo.

Rafael se acercó un poco más para establecer contacto visual. Se puso al acecho tumbado detrás de una columna. Tarcisio y William estaban sentados en sillas, mirando al altar del lado derecho del transepto, dedicado a san Aloisyus Gonzaga, un jesuita muerto en la flor de la vida de peste bubónica. Los agresores eran cuatro, uno con sotana, más joven que los cardenales, y tres hombres más jóvenes de traje. No se podía confiar en un hombre de traje… ni de sotana.

Más allá del altar de San Aloysius Gonzaga, al lado del altar mayor, se distinguía el monumento funerario de Gregorio XV y del cardenal Ludovico Ludovisi.

—¿Qué puede hacernos a nosotros el asesino de un papa? —siguió el sacerdote.

Tarcisio y William sudaban abundantemente de nervios.

—No lo van a conseguir, Hans. El papa no cederá nunca —afirmó el secretario.

—El papa no tiene escolta —se oyó decir a una voz procedente del altar.

Desde el lugar donde se hallaba, Rafael no pudo verle, pero reconoció la voz del superior general, Adolfo, que se acercaba al grupo con pasos firmes y decididos, un líder de hombres y de creyentes.

—El papa es el pontífice máximo, el pastor de los pastores. ¡No puedes hacer nada contra él! —gritó William, harto de aquella conversación arrogante y absurda.

—En teoría tienes razón. Pero eso va a cambiar esta noche —declaró el superior general con una sonrisa sarcástica.

Los tres secuestradores callaron y bajaron la cabeza en señal de respeto. Tarcisio sintió un escalofrío por la espalda.

—¡Hereje! —vociferó William con desprecio, como si Adolfo fuera un ser repugnante.

—¡Infiel! —contestó este en el mismo tono—. Quiero que vuestro papa firme un acuerdo con nosotros. Ya que es algo a lo que están muy acostumbrados… —añadió.

—No puedo negociar en su nombre y, teniendo en cuenta cómo estáis tratando a altos dignatarios de la Iglesia, no me parece…

—Hay una cosa que he aprendido en esta vida, Tarcisio —interrumpió Adolfo—. Cuanto haya que olvidar para preservar un bien mayor, olvídese.

El secretario abrió los brazos en un gesto teatral.

—Esto no puede olvidarse.

Adolfo esbozó una sonrisa sarcástica.

—Esto no ha sucedido, lo sabes muy bien. No figurará jamás en un libro de Historia.

—¿Qué quieres? —preguntó el piamontés acorralado.

—Que Ratzinger firme un acuerdo sobre el nombramiento de un jesuita para sucederle cuando Dios le llame junto a Él, evidentemente.

—¿Estás mal de la cabeza? —le reprochó William—. Su santidad nunca estará de acuerdo con eso.

—Es una pena —lamentó el superior general—. Y, sin embargo, nosotros guardamos lealmente vuestros mayores secretos —añadió con ironía.

—Vamos, Adolfo —terció el secretario—, sois los fieles depositarios de un fraude. Huesos de Cristo, pergaminos que deben de haberse escrito en el siglo XVI.

—¿Cómo te atreves a rechazar nuestro trabajo, que san Ignacio…?

—Si vas a sacar a colación a san Ignacio, voy a partirme de risa, Adolfo —le provocó Tarcisio—. Lo que trajo de Jerusalén no fueron los huesos de Cristo, sino los de cualquier persona. —Hablaba como si estuviera en posesión de una verdad superior—. Tenéis muy buena opinión de vosotros mismos —insistió—. ¿Crees que si fueran los huesos de Cristo la Iglesia los dejaría en vuestras manos? A vosotros se os utiliza para que llevéis el nombre del Señor donde el papa ordene. Nada más.

El rostro del superior general se contrajo de indignación. Consultó el reloj.

—Las diez. Se acabó el tiempo.

En ese preciso momento se oyó el sonido estridente de un móvil. Era el de Adolfo, que atendió la llamada y escuchó sin decir palabra. Apagó y sonrió.

—Parece que su santidad ha aceptado. Al final, el secretario y el prefecto tienen algún valor para él. —Tarcisio y William le miraron perplejos. A Rafael todo aquello le pareció muy extraño—. No fue lo que convinimos, pero los pergaminos se entregarán aquí —informó el superior general.

—¿Cómo saben ellos que estamos aquí? —preguntó Schmidt sorprendido.

—¿Qué importa, Aloysius? —atajó Adolfo—. Lo que importa es que los pergaminos estarán en nuestro poder. Y si Ratzinger cede en los pergaminos, cederá en el resto. —Tenía razones para sonreír—. Di a los hombres que dejen entrar a los enviados del Vaticano, Nicolas.

Este se llevó la radio a los labios.

—Giovanni, attenzione.

Rafael se levantó sin hacer ruido. La situación se iba a poner tensa cuando el interpelado no contestara.

—Giovanni, attenzione —insistió Nicolas.

Ninguna respuesta.

—Ve a ver qué sucede —ordenó Schmidt, o Aloysius.

Nicolas sacó un arma del interior de la chaqueta y se dirigió a la puerta.

—Los ojos bien abiertos —dijo a los otros dos que estaban en su misma situación.

Rafael no iba a tener otra oportunidad de actuar. Tenía que ser en ese momento, aunque la llamada telefónica que había recibido Adolfo le había confundido un poco. Debía ser rápido. Primero los agentes, después el sacerdote, si fuera necesario. Esperó a que Nicolas se encaminara hacia la entrada por la nave central.

Un disparo. Dos. Directos a la cabeza para que no hubiera dudas. Schmidt no se inmutó, se limitó a mirar los cuerpos caídos de los agentes, incrédulo.

Tarcisio se santiguó. William se cayó de la silla. Rafael apuntó a Schmidt con el arma y se acercó a él.

—Quieto. Échese al suelo. —Miró a Adolfo—. Usted también. Túmbese de una vez.

Adolfo no obedeció la orden de Rafael y le escrutó con severidad.

—¿Sabe usted quién soy yo?

—No, ni lo quiero saber —le espetó Barry, aproximándose a su vez—. Haz lo que te dice, viejo, antes de que Dios te llame para que le laves los pies —ordenó en tono ofensivo.

El superior general se tumbó a regañadientes, con expresión de cólera.

—Comprueba si están armados —pidió Barry a Aris, que cacheó a Adolfo y a Schmidt, al que le quitó un arma y una radio.

A todos les subió la adrenalina.

—¿Qué historia era esa de que el papa iba a ceder? —preguntó Barry.

—No tengo ni idea —respondió Rafael, desviando la mirada a los cardenales, que tampoco sabían lo que estaba pasando—. Vamos a esperar a ver.

—Llame a su hombre —ordenó Barry a Adolfo.

El superior general, con la cabeza apoyada en el suelo, asintió con un gesto en dirección a Schmidt. Aris le devolvió la radio.

—Nicolas, ¿cuál es tu situación?

La respuesta no tardó.

—Estoy en la entrada. Tengo compañía. Hay guardias suizos en el exterior. Dígales que no se metan o le salto a ella la tapa de los sesos —amenazó—. No estoy bromeando.

Para Rafael fue como si le hubieran disparado. Nicolas había dicho «ella». El corazón se le salía por la boca, sintió que se alteraba aunque no lo exteriorizó. ¿Se referiría a Sarah? En caso afirmativo, ¿qué demonios estaba haciendo ella allí?

—Voy a avanzar —dijo la voz de Nicolas por el altavoz de la radio—. No tengo miedo de morir ni de matar —recalcó para que se dieran cuenta de que no estaba bromeando.

Rafael observó la entrada de la nave y quedó desolado cuando los vio acceder por la puerta lateral interior. Sarah, Jacopo y, tras ellos, el tal Nicolas, con sendas armas en las manos apuntándoles a la cabeza. Avanzaban tan despacio que tardaron una eternidad en llegar junto a ellos.

Rafael no podía creer que aquello le estuviera sucediendo. Le habría gustado pellizcarse y despertar, pero sabía que no se trataba de un sueño.

—¿Qué están haciendo ellos aquí? —preguntó Barry.

—No tengo ni idea —respondió Rafael.

—¿Y ahora?

Rafael suspiró.

—Tendremos que hacerlo con mucho cuidado.

—Sería una pena desperdiciar a una mujer tan bonita —declaró el norteamericano.

—No quiero precipitaciones —advirtió Rafael. «No quiero que le suceda nada. No puede sucederle nada malo». No se lo perdonaría nunca.

Finalmente, los tres llegaron a la capilla de San Aloysius Gonzaga.

—Dejen levantarse al superior general y al padre Aloysius —ordenó Nicolas.

Rafael lo autorizó. Ya había demasiados Aloysius en aquella historia. Aris y Barry se habían colocado estratégicamente tras ellos y les apuntaban con sus armas. Había que mantener el juego equilibrado.

Adolfo se levantó y su altanería pareció haberse duplicado.

—¿Traen los pergaminos? —preguntó el jesuita.

Jacopo se aferraba de nuevo al cilindro de cuero que Nicolas acabó por arrebatarle.

—Debe de ser esto —informó.

—No tienen ustedes escapatoria —advirtió Rafael—. Ahí fuera está lleno de agentes.

—Cállese —espetó Nicolas—. Esto acabará cuando lo digamos nosotros.

—¡Malditos sean los fanáticos! —exclamó Rafael.

—Pásame el cilindro —pidió Adolfo.

Nicolas obedeció de inmediato.

—¿Y ahora? ¿Nos vamos a quedar aquí mirándonos unos a otros? —preguntó Rafael.

La expresión abatida de Sarah le partía el corazón. Aquello no entraba en sus planes. Quiso evitarlo a toda costa.

—Vamos a mantener la calma —pidió Tarcisio—. No tiene que sufrir nadie más.

—Yo ya tengo lo que quería —dijo Adolfo aferrándose al cilindro.

Lo abrió y, con cuidado, sacó su contenido, mimándolo como si se tratara de un bien muy valioso Echó una ojeada a los documentos y su gesto de solemnidad se transformó en cólera.

—¿Qué juego es este? —chilló al tiempo que tiraba los papeles al aire sin ninguna preocupación por su preservación—. ¿Están jugando conmigo? ¿Creían que me iban a engañar?

Nadie lo entendía, pero aquellos papeles no parecían ciertamente una rareza antigua.

—Es lo que me dieron —dijo Sarah.

—¿Creen que he nacido ayer? —gritó Adolfo—. Aquí dentro solo están los acuerdos de la Santa Sede con Ben Isaac. No jueguen conmigo. —Estaba fuera de sí.

—Mantengamos la calma —pidió Rafael.

No podía dejar que la situación quedara fuera de control, ya de por sí precario.

Sarah no podía entenderlo. Jean Paul había ido a la caja fuerte. Ella le había visto hacerlo. Le había entregado el cilindro y desde entonces nadie lo había abierto. ¿Cómo podía…?

En ese momento volvió a sonar el móvil del superior general. Atendió la llamada. Alguien dijo algo y él colgó de inmediato y lo guardó.

—¿Cómo lo vamos a resolver? —preguntó Rafael.

Aquello podía desembocar en un baño de sangre.

Empezó a sonar otro móvil. Enseguida vieron que la música era el himno de Estados Unidos del aparato de Barry.

—Barry —dijo este al atender la llamada. Escuchó unos segundos y después se retiró el móvil del oído e hizo clic en una tecla—. OK. Está puesto el altavoz.

—Buenas noches, señores —se oyó decir a una voz.

Sarah esbozó una media sonrisa, dadas las circunstancias, al reconocer la voz de JC.

—¿Quién es usted? —preguntó Adolfo de malos modos.

—Adolfo es un grosero. Colgar el teléfono sin escuchar lo que tengo que decir… —contestó.

El superior general no parecía preocupado.

—¿Quién es usted?

—La última persona que me colgó el teléfono ya no está entre nosotros. Tengo un temperamento muy sensible a la falta de educación.

—Cuelgue eso —dijo Schmidt con arrogancia.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Qué impaciencia, reverendo padre Hans Matthaus Schmidt. ¿O prefiere que le llame por su nombre de jesuita? ¿Eh, Aloysius? —La voz estaba incomodando a Adolfo y Schmidt—. Mi nombre no importa. Pueden llamarme JC.

—El asesino del papa Luciani —susurró Schmidt a Adolfo.

—Los hombres son el animal más previsible que existe —siguió JC a través del móvil de Barry—. No se entienden, no comparten, no les gusta perder. Y no lo digo por los demás, yo también me incluyo.

—¿A qué viene esta conversación? —preguntó Adolfo.

—He decidido que ninguna de las partes se quede con los pergaminos. Yo seré su fiel depositario.

—Eso no es lo pactado —objetó William visiblemente abatido.

—Pactamos que recuperaría los pergaminos, nunca dije que fuera a dárselos.

—Se daba por supuesto —objetó el prefecto.

—Soy duro de mollera —ironizó JC.

Adolfo dirigió una mirada colérica a Tarcisio.

—¿Ves lo que se consigue tratando con facinerosos? El asesino del papa, por el amor de Dios. ¿Dónde tenías la cabeza?

—Con respecto a eso, yo diría «el presunto» —corrigió JC—. Para concluir quiero que bajen las armas y se vuelvan todos por donde han venido.

Nicolas se echo a reír, al igual que Schmidt.

—¡No creerá que nos vamos a ir solo porque nos lo pida!

—Usted, reverendo padre, está disculpado porque nunca había oído hablar de mí. No volveré a repetir que bajen las armas —declaró.

Siguieron unos instantes de tensión. Nicolas apuntaba con sus armas a las cabezas de Sarah y Jacopo; Aris controlaba a Schmidt y Adolfo, Rafael y Barry mantenían sus armas en la mano, pero ya bajadas.

—Mátalos —ordenó Adolfo a Nicolas.

—Calma. —Rafael apuntó en dirección a Sarah para ver si podía acertarle a Nicolas, pero estaba parapetado detrás de los otros dos. Era un tiro difícil.

La periodista cerró los ojos de pánico.

—¡Dios mío! —balbució Jacopo aterrado.

—Mátalos —repitió Adolfo sin pizca de emoción.

Dos tiros, casi simultáneos, resonaron en el amplio espacio de la iglesia. Nicolas salió proyectado hacia delante, soltando las armas y empujando con el cuerpo a Sarah y a Jacopo debido al impacto. Le habían alcanzado en ambos hombros.

Adolfo miró a todos lados, pero no vio a nadie. Los hombres de la CIA y Rafael hicieron lo mismo. Nada. Nadie.

Se oyó una carcajada por el altavoz del móvil de Barry.

—Si vuelve a desobedecerme, el próximo será en su cabeza, Adolfo —sentenció JC.

El superior general estaba lívido. Schmidt sudaba a mares. Rafael sonreía por dentro. Sarah también estaba pálida como la cera, echada sobre el frío suelo de la casa del Señor. Jacopo huyó por la nave en dirección a la salida.

Se abrieron las puertas para dejar entrar a diez agentes a las órdenes de Daniel, que accedió tras ellos. Jacopo pasó por medio del grupo sin detenerse. Nadie se preocupó del cojo del traje de Armani que salió tras el historiador.

—Ambas partes defienden una mentira —dijo JC—. Están todos muy lejos de la verdad. Si la conocieran, señores…, si la conocieran… Otro día se matan si quieren. Hoy no y menos habiendo gente mía de por medio. Acuérdense de una cosa: yo lo veo todo y lo oigo todo. —Y colgó.

Adolfo salió disparado a la sacristía, echando juramentos inaudibles y medias blasfemias con Schmidt pisándole los talones. Nicolas se arrastró penosamente, con gran sufrimiento, sangrando de ambos hombros.

Rafael se acercó a Sarah y la abrazó.

—¿Estás bien?

—Creo que sí —murmuró ella.

Enseguida llegó Daniel.

—¿Cómo están?

—Asunto resuelto —afirmó Rafael—. Hay que limpiar esto —dijo señalando los cuerpos que yacían en el suelo.

—Me ocuparé de eso —repuso acercándose a Tarcisio y William y disponiendo un cordón de agentes de seguridad en torno a ellos. Después se postró ante el secretario llorando—. Perdone mi error, eminencia.

Tarcisio puso una mano sobre la cabeza del comandante.

—No ha sido culpa tuya en absoluto. No podías hacer nada, Daniel. Los designios de Dios son insondables. Levántate, hijo.

Barry tendió la mano a Rafael y frunció el ceño.

—El viejo está tocado.

El italiano estrechó la mano del americano.

—Gracias, Barry.

Este consultó el reloj.

—Tal vez nos dé tiempo de ir a cenar a Memmo.

—OK —aceptó el sacerdote—. Déjame ver si… —Miró en dirección a Sarah, pero ya no estaba donde la había dejado.

La buscó y la vio en mitad de la nave contemplando el trampantojo que simulaba una cúpula inexistente, habilidosa obra de Andrea Pozzo. Corrió hacia ella.

—¡Usted lo arregla todo! —gritaba hacia lo alto llena de ira—. ¡Todo! —Rafael nunca la había visto de aquella manera, fuera de sí—. ¡Podía haber muerto, JC.! ¡Está usted jugando con mi vida! —seguía chillando furiosa a nadie en concreto.

Un acceso de tos le hizo agachar la cabeza. Se puso la mano delante de la boca para amortiguar la tos. Rafael acudió en su ayuda.

—¿Te encuentras bien, Sarah? —Estaba preocupado. Ella siguió tosiendo un poco más y se calmó—. ¿Te encuentras mejor?

—Ya ha pasado, gracias. Ha sido algo que me ha entrado en la garganta.

Pero Rafael seguía mirando la mano de Sarah con preocupación.

Ella siguió su mirada y vio que tenía la mano llena de sangre.

La mentira sagrada
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