14
La historia tiende a escribirse a golpes profundos de cincel que acaban por difuminar el tiempo pasado, el cual se deshace en los corrosivos minutos, en días de lluvia ácida del olvido. Las gentes insignificantes jamás tendrán derecho al descubrimiento de una placa donde figure su nacimiento, el lugar donde vivieron, hechos relevantes para la historia de la comunidad; quedan en la memoria de quienes vivieron con ellos hasta que a su vez estos también se vayan y acaben en una olvidada placa de cementerio sobre una losa de mármol con la fecha de llegada y de partida.
Nadie se acordaría de las obras de Yaman Zafer, no porque no las hubiera realizado, sino porque siempre trató de ocultarlas lo mejor que pudo. Las últimas horas de vida le demostraron que aquel «lo mejor que pudo» no había sido suficiente.
Rafael se agachó en aquel suelo asqueroso, grasiento, repleto de manchas oscuras. Permaneció escrutando en silencio, como a la espera de que el lugar hablara por sí mismo. Le dolía. Conocía a Zafer y a sus hijos desde hacía más de veinte años. No podía decirse que los hubiera visto a menudo, en realidad pasaban años sin verse, meses sin cruzar una palabra, pero se sentían próximos en todo momento. Eso se había acabado.
—Todavía no entiendo lo que esperas encontrar aquí —rezongó Jacopo de pie, observando al sacerdote.
—Y yo todavía no entiendo lo que estás haciendo aquí —le replicó él.
—Sabes perfectamente lo que hago aquí.
Habían llegado a París casi a media noche. El vuelo había transcurrido sin contratiempos, recorriendo millas en plena oscuridad. Jacopo aprovechó para explayarse sobre su teoría de la falta de pruebas de las historias escritas en la Biblia. Rafael escuchaba sin prestar atención.
—Hasta finales del siglo XIX la veracidad de la Biblia nunca se había cuestionado. Se trata de evangelios divinos o inspirados por Dios. La verdad es que en cuanto pudo, la Iglesia impidió que sus fieles leyeran el libro sagrado en su lengua materna. Era un crimen. Castigado con la pena de muerte, lo sabes muy bien. —Sus gestos teatrales no impresionaban a Rafael—. Fue el papa Pablo V, en el siglo XVII, el que dijo: «¿No sabéis que leer mucho la Biblia perjudica a la Iglesia católica?» —citó con sarcasmo—. Ahora piensa un poco. ¿Qué Iglesia, y para colmo de las llamadas religiones del Libro, cuyos dogmas se basan en el Libro, prohíbe a los creyentes leer el Libro sagrado que da crédito a todo lo que predica? —Hizo un silencio teatral—. En el siglo XIX comenzó una fiebre arqueológica que tenía por objetivo obtener pruebas de los «hechos» —no dejó de dibujar unas comillas en el aire al decir esta palabra— narrados en la Biblia. Excavaron en todos los yacimientos. En Palestina, en Egipto, en Mesopotamia, en numerosos lugares de Oriente Próximo y Oriente Medio. Querían encontrar el Templo erigido por Salomón, los vestigios del Arca de Noé, cualquier cosa que probase un solo hecho de la Biblia. Paul Émile Botta, cónsul francés en Mosul, inició aquella carrera, el siguiente sería Austen Henry Layard, diplomático inglés; luego otro inglés, también de nombre Henry, se embarcó en la búsqueda.
Rafael lo miró por primera vez. Impartía la asignatura de Historia. Conocía el tema desde hacía décadas.
—¿Te pagan por enseñar eso? —le provocó despectivo Rafael.
—Tras décadas de excavaciones, alegrías, ilusiones, ansiedades, ¿qué encontraron? —Dejó la pregunta en el aire, ignorando la ironía de Rafael. Marcó un círculo con el índice y el pulgar—. Cero —proclamó triunfante—. Nada.
—¿Nada? —le cuestionó Rafael.
—Nada de nada —reiteró Jacopo—. No encontraron ab-so-lu-ta-men-te nada que probase un solo hecho narrado en el Antiguo o el Nuevo Testamento. Y llegaron a otra conclusión: aparecen nombres de personajes y lugares en la Biblia de los que ni los griegos ni los romanos habían oído hablar nunca. Solo están mencionados en ese libro y en ningún otro lado.
—Cuatro de enero de 2003 —dijo Rafael—. Se descubre un bloque de piedra calcárea con inscripciones en fenicio antiguo y un plano pormenorizado para la reconstrucción del primer templo judío, el del rey Salomón. Fue encontrado en el Monte del Templo, en la ciudad vieja de Jerusalén.
—O Haram al Sharif, como lo llaman los musulmanes —asintió Jacopo visiblemente complacido.
—El fragmento databa de la época del rey bíblico Joás, que reinó hace más de 2.500 años. Si eres tan versado en la Biblia, entonces debes acordarte del capítulo 12, versículos 4, 5 y 6, más concretamente del Segundo Libro de los Reyes, donde se relata que Joás, rey de Judá, ordenó que reuniesen todo el dinero recogido en el templo para ser utilizado en su reconstrucción.
—¡Supuestamente! —exclamó Jacopo con una sonrisa—. Nunca me dejaron ver tal descubrimiento. Ni he vuelto a tener noticias.
—Año 1961 —prosiguió Rafael—. La excavación de un anfiteatro antiguo, mandado erigir por Herodes el Grande en Cesarea, en el año 30 antes de Nuestro Señor Jesucristo, saca a la luz un bloque calcáreo aceptado como auténtico. Contenía parte de una inscripción.
Jacopo y Rafael citaron al mismo tiempo:
DIS AUGUSTIS TIBERIEUM
PONTIUS PILATUS
PRAEFECTUS IUDAEAE
FECIT DEDICAVIT.
Jacopo aplaude sonriendo.
—La Piedra de Pilatos. Un aplauso para el señor. Solo prueba la existencia de Tiberio y Pilatos, lo que nunca estuvo en duda, y confirma que el puesto de Poncio Pilatos era el de prefecto, o sea, gobernador y no procurador —argumentó Jacopo—. ¿Algo más?
—Es un trabajo en evolución. No olvides que estamos hablando de milenios de historia sobre la historia actual. Pero no se sabe cuándo pueden aparecer nuevos elementos y tú mejor que nadie sabes lo que es un trabajo lento.
Jacopo levantó los brazos y abrió las manos.
—Que vuelvan los sofistas. Están perdonados.
En cuanto pusieron el pie en el exterior de la terminal, una lluvia menuda los sorprendió mojándoles la cara y pegándoseles a la ropa.
—Qué lata de tiempo —protestó Jacopo.
La Sûreté les envió un coche para llevarles al punto donde Zafer había sido encontrado por un drogadicto que buscaba un rincón apartado desde donde subir a los cielos. En su lugar había encontrado a un viejo tendido en el suelo, inerte, boca abajo y sin vida.
El almacén quedaba al norte, lejos del bullicio turístico de las luces que le daban el epíteto a la ciudad. Una serie de proyectores, alimentados por un generador que hacía un ruido descomunal, iluminaba el exterior e interior del almacén. Habían levantado el cadáver por la tarde. Los peritos habían recogido todas las pruebas que pudiesen revelar más sobre el criminal, ya que el resto estaba bastante claro. Zafer había llegado allí por voluntad propia, había recibido una paliza y al final una inyección de prusiato había acabado con su sufrimiento.
Unas personas vestidas de civil rondaban por el lugar atareadas en quehaceres incomprensibles para gentes ajenas. Otros discutían del juego de la selección gala, anticipando el final de un largo día de trabajo.
—¿Rafael Santini? —llamó un hombre de gabardina beis y cigarrillo en la boca.
Rafael salió del mundo de probabilidades y especulaciones donde se hallaba y se levantó.
—Servidor. ¿Es usted el inspector Gavache?
—En efecto —dijo tendiéndole la mano y dándose a conocer.
—Jacopo Sebastiani —se entrometió el otro.
—¿Cuál es su cometido? —contestó Gavache a Jacopo mientras lo saludaba con desconfianza.
—Somos amigos de la víctima —se adelantó Rafael antes de que Jacopo respondiese.
Gavache miró a ambos con displicencia. No quería ocultar que los estaba evaluando.
—Dígame —le dijo por fin a Rafael, ya que obviamente llevaba la voz cantante—, ¿quién es Yaman Zafer? —Se llevó el cigarrillo a la boca y dio otra calada. Las noches eran lo peor de la jornada.
—El Vaticano no tiene nada que ver. Hemos venido por una cuestión personal, como amigos del fallecido.
Gavache volvió a mirarlos fijamente. Primero a uno, luego al otro, ciñéndose a su función de inspector.
—Desde luego —acabó diciendo. El humo del cigarrillo formaba una nube sobre los tres hombres—. La amistad es algo muy bonito. ¿Lo conocían desde hace mucho tiempo?
—Veinte años. Era un arqueólogo muy reputado en la Universidad de Londres. Tal vez conozca algunas de sus publicaciones —le explicó Rafael. Tenía que ofrecerle algo. Gavache no era idiota.
—No me gusta leer —respondió el inspector francés desabrido—. La vida ya es un libro lo suficientemente grande como para perder el tiempo. ¿Había arqueologado algo para el Vaticano?
—Hizo varios trabajos bajo el patrocinio del santo padre, sí —confirmó Rafael—. Algunas excavaciones en Roma y Orvieto. —No podía contarlo todo—. ¿Podemos ayudar en algo? —se ofreció. Sentía que el asunto se le escapaba.
—No, si quiere que le diga la verdad, en estos casos los amigos no hacen más que estorbar —confesó con desdén—. ¡Jean Paul! —gritó a alguien que llegó corriendo a menos de un metro de él. Enjuto y alto, con las venas del cuello marcadas. Cualquiera que no le conociera hubiera dicho que pasaba hambre.
—Aquí estoy, inspector.
—Escolta a estos señores a la ciudad. No los necesito. Merci beaucoup. —Y se volvió de espaldas, llevándose de nuevo el cigarrillo a la boca.
—Síganme, s’il vous plait —rogó el tal Jean Paul.
En aquel momento Rafael vio que Gavache agitaba unas fotografías que algún técnico le había entregado en mano.
—¿Este era tu plan? —se quejó Jacopo metiéndose las manos en los bolsillos para protegerse del frío—. Qué pérdida de tiempo.
—Los pormenores los dicta el demonio —se limitó a decir Rafael, mientras seguía observando a Gavache.
Entretanto salieron al exterior, en dirección al vehículo de Jean Paul.
—¿Ya tiene los resultados de la autopsia, inspector? —preguntó Rafael. Necesitaba información.
—Sí y no. Sí, los tenemos, y no, no soy inspector. A su amigo le dieron una paliza enorme y luego le inyectaron prusiato. Muerte rápida. Instantánea.
Bajaron unas escaleras de hierro. El peso de los zapatos la hacía tintinear a cada paso.
—¿Algún sospechoso?
—No, ninguno. Todo limpio. Ni un triste cabello. Quiero decir que aquello está lleno de mierda. Quien lo hizo escogió bien el lugar.
—No encontrarán nada —dijo Rafael.
—Padre Rafael —se oyó llamar a una voz. Era una mujer a la puerta del almacén. Este miró.
—El inspector Gavache quiere preguntarle algo, si no le importa.
Rafael subió de tres en tres los escalones y entró en lo que antaño debía de haber sido la oficina del almacén.
Gavache estaba enfrascado en una discusión con dos de sus hombres. Su voz gangosa sobresalía sobre todas las demás. Reparó en el italiano.
—Ah, señor padre. ¿Le importa si le trato así?
—No, en absoluto.
Le pasó unas fotografías.
—¿Los conoce? —preguntó el francés con tono inquisitivo.
Rafael miró las instantáneas. Eran tres. En todas, un cuerpo masculino tirado en un suelo que no era aquel. Era más oscuro, sucio también. Una silla de madera caída a su lado. No lograba ver el rostro.
—Este no es Zafer —afirmó con seguridad.
—Hasta ahí estamos de acuerdo.
Le dio otra foto. Esta vez el cuerpo se encontraba ya en la camilla, dentro del saco mortuorio. Al ver el rostro, Rafael lo reconoció.
—No tenía relación alguna con este. ¿Qué nombre le ponemos? —inquirió Gavache expectante.
Rafael ignoraba de qué modo el francés había relacionado ambos crímenes, pero no se lo iba a callar. Lo necesitaba para tener acceso al caso…, a los casos.
—Sigfried Hammal. Profesor de Teología. ¿Esto cuándo ha sido?
—Hoy.
—¿Aquí en París?
Gavache negó con la cabeza.
—En Marsella. —Miró a sus subordinados. No necesitó decir una palabra para que todos salieran y les dejaran solos. El francés dirigió la vista al italiano con ojos escrutadores—. ¿Qué está pasando aquí? —preguntó terminante—. Un arqueólogo, un teólogo. Dos personas relacionadas con la Iglesia muertas de la misma manera, en el mismo país.
—No tengo ni idea —respondió Rafael. No podía bajar la mirada, en caso contrario denotaría debilidad.
—Tonterías. También era amigo del alemán.
—Lo había visto solo una vez.
—¿Por qué motivo?
—Ya no recuerdo. Fue hace mucho tiempo.
—¿Hace cuánto?
—Puede que veinte años.
—¿Y el arqueólogo era inglés?
—Turco, pero había vivido en Londres casi desde su nacimiento.
—¿No le parece curioso que usted los conociera a los dos?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Dos muertes seguidas de dos personas que conocía.
—¿Me está diciendo que soy sospechoso?
—Claro. Todos lo somos. Ellos son los únicos —señaló las fotos— que no son sospechosos absolutamente de nada.
La muerte libraba de toda culpa y sufrimiento. Era la verdadera salvación.
—¿Cree en la vida después de la muerte? —preguntó el francés.
—¿Perdone? —Qué demonios de pregunta era aquella.
—Mera curiosidad —respondió.
Le dejó sin palabras. Lo mejor sería responder con cuidado para no ser malinterpretado.
—Creo que hay una vida más allá de la muerte donde todos estaremos en comunión con Dios y…
—¿En el cielo?
—Sí.
—¿Y en el infierno?
—Para los condenados —explicó Rafael. No comprendía adónde quería ir a parar.
—¿Cree que el turco y el alemán han ido al cielo o al infierno?
Gavache tenía el don de dejarle sin palabras.
—Pues… diría que al cielo. —Pensó que aquel hombre era muy extraño.
—Entonces, ¿cree que han llevado una vida digna que les habrá abierto las puertas del cielo? —insistió Gavache.
—Sin duda.
—Entonces, a su juicio, ¿qué han podido hacer para que alguien haya planeado tan meticulosamente sus muertes? ¿Qué han podido hacer o… qué sabían? —Gavache dejó la pregunta en el aire. Rafael comprendió adónde pretendía llegar el inspector. No cabía duda de por qué ocupaba aquel puesto. Era perspicaz—. Y hay una cosa más —prosiguió Gavache. Rafael esperó—. Me dijo que había venido por razones personales y no en nombre del papa, ¿lo sostiene?
—En efecto —afirmó Rafael con recelo.
—Sin embargo, estos crímenes no se han hecho públicos, señor padre. Ningún periodista tiene conocimiento de ellos. Informamos a la Santa Sede por razones muy especiales, lo que hace su presencia aquí muy extraña, ¿no está de acuerdo? —Gavache no esperó la respuesta. Lo miró fijamente—. Comprendo que sea amigo de una de las víctimas, pero tendrá que responderme por qué razón cogió el último avión del día para venir, a título personal, a ayudar en la investigación de un crimen que nadie sabe que ha sucedido. El cuerpo de su amigo aún está caliente. —Tras la pregunta y la observación le dio la espalda. Debía de ser lo habitual—. Tómese su tiempo para pensar la respuesta.
«Maldita sea —fue el primer pensamiento que le vino a la mente. Y el segundo y el tercero. El cuarto consistió en una variación menos ofensiva—. Mierda».
Jacopo se acercó a él en aquel momento, como si no pasase nada.
—¿Y bien? ¿Qué quería el amigo?
Rafael le agarró por las solapas y lo levantó unos centímetros en el aire a falta de una pared donde colgarlo.
—Pedazo de cabrón —renegó.
Jacopo aferraba las manos de Rafael en su ansia por liberarse de ellas, pero eran como poderosas garras clavadas.
—¿Qué pasa? —logró preguntar.
—¿Quién te informó de la muerte de Zafer? —Todavía no conseguía relacionar aquel nombre con el de los otros muertos. Parecía irreal—. ¿Quién?
—La Secretaría de Estado —respondió a duras penas Jacopo.
Rafael le dejó en el suelo. Desde el principio lo había enfocado mal. No era lo que se esperaba de él. Tenía los ojos inyectados en sangre. Estaba furioso consigo mismo.
—Tú dijiste que había sido Irene.
—Ella me informó de que había cogido un avión a París para ver un pergamino. No dije que Irene me diera la noticia —explicó Jacopo—. ¿Qué está pasando? —quiso saber, recomponiéndose.
—¿Quién te ordenó darme la información? —Estaba pensando vuelto de espaldas.
—Trevor, a petición del secretario —explicó Jacopo—. Las órdenes eran que nos viniéramos a París en el primer vuelo. ¿No viniste por eso? —Rafael no respondió—. Esto es una insensatez —le recriminó Jacopo—. Yo no quiero estar aquí. He venido porque me pagan por ello. Estaba muy bien en Roma disfrutando con mi mujer. —Rafael permaneció callado, inmóvil—. También viniste por amistad, ¿no es cierto? ¿Pensaste que te había avisado porque Irene me había pedido que vinieras a ver lo que pasaba? —Hacía años que no estaban juntos—. ¿Pensaste que yo quería gozar de tu compañía?
Rafael volvió a mirar las fotografías del cuerpo de Sigfried. Gavache llegó en ese precioso momento.
—¿Hemos llegado a alguna conclusión? —preguntó con voz gangosa.
—El inspector ha dicho que informó al Vaticano por razones muy especiales. ¿Cuáles son?
—Ahora nos entendemos, padre Rafael —ironizó Gavache con una media sonrisa. Abrió una pitillera de color plata y cogió otro cigarrillo. Se lo puso en la boca y buscó el mechero para encenderse el vicio. Se palpó los bolsillos—. ¡Jean Paul! —gritó.
—Aquí estoy, señor inspector —contestó el asistente al tiempo que extendía la mano y prendía con el mechero el extremo del cigarrillo.
Después Gavache entregó un móvil a Rafael.
—Cójalo —se limitó a decir.
El padre se puso al teléfono y escuchó en silencio; después volvió la mirada al inspector con una expresión inquisitiva. Este habló:
—Su amigo tuvo una gran presencia de ánimo, desde luego. Consiguió encender el contestador del móvil y grabar una parte de lo que ocurrió. Puede que porque el aparato tiene un botón expresamente para ello. Su amigo lo usaba de vez en cuando para grabar ideas y pensamientos. La parte que nos interesa no se entiende muy bien, pero el laboratorio ya está trabajando en la grabación. De cualquier forma, lo que hay es bastante explícito. —Le quitó a Rafael el aparato de las manos y buscó la grabación en cuestión.
El sonido llenó la estancia.
—¿Cuál es el código que (interferencia) te dio? —preguntaba una voz—. Sé que el Vaticano mandó dar los códigos.
—HT —respondió alguien en quien Rafael reconoció a su amigo.
—¿En qué orden?
—No tengo ni idea. —Zafer parecía estar sufriendo mucho.
—Se acabó. Ha sido de gran ayuda, Yaman Zafer. Que el Señor tenga piedad de ti. El papa rezará por tu alma —dijo el otro.
El resto eran sonidos inconexos que podían ser de cualquier cosa, pero Rafael sabía que eran de Zafer muriendo. Sentía el estertor de la muerte ocurrida en aquel mismo lugar. Por fin, silencio. Se oyeron unos pasos y una frase de despedida: Ad maiorem Dei gloriam.
Gavache colgó el aparato y se encaró con Rafael.
—¿Esta mierda le dice algo?
El padre miró con frialdad y una expresión de muerte. El demonio está en los detalles.
—El asesino es un jesuita.