19
El helicóptero se bamboleaba empujado por el viento lateral, que insistía en apartarlo de su rumbo. El piloto estaba acostumbrado a aquellas circunstancias, de ahí que optara por una ruta más al norte que no le obligara a luchar contra el viento. La llamada provenía de un crucero que navegaba bordeando la costa entre el mar Tirreno y Córcega, el Voyager of the Seas.
A veces sucedía. Alguien que enfermaba más gravemente de lo que podían atender a bordo o delitos que debían ser resueltos por la policía. En este caso se trataba de un matrimonio que necesitaba ir a Ciampino con urgencia. Estaban alarmados, pero hablaban en una lengua que él desconocía. Parecía árabe, pero no lo podía identificar. El hebreo no es fácil para nadie. No le habían contado cuál era la urgencia, ni tenían por qué hacerlo. Presumiblemente, un millonario al que le urgía cerrar un negocio y que estropeaba las vacaciones a la mujer o la amante, que parecía más joven que él.
Ben Isaac se sujetaba lo mejor que podía. Myriam sostenía el aparato electrónico y no podía apartar la vista del monitor. Ningún padre debería ver algo así. Su hijo, Ben Junior, atado, ensangrentado, con un esparadrapo en la boca y los ojos vendados. Mostraba una tarjeta blanca con caracteres hebreos escritos en negro:
El Statu quo ha caducado.
Aguarde instrucciones.
Pero Myriam no quería saber de tarjetas ni de lo que decían. Solo podía pensar en que el hijo que ella había parido estaba sufriendo, desamparado, solo, desprotegido, sin su madre. Tenía el rostro bañado de lágrimas de preocupación y no podía apartar la mirada de la imagen de su hijo.
—¿Qué es lo que quieren, Ben?
—No sé, Myr —respondió Ben Isaac con voz ahogada.
—Es dinero. Págales. Págales lo que te pidan.
—Ya lo sé, Myr —le dijo abrazándola—. Les daré todo lo que quieran.
A lo lejos empezaban a verse las luces de las poblaciones costeras. Se aproximaban a la península.
Ben Isaac miró por la ventanilla; una lluvia débil empezaba a golpear el cristal. Ni en las más insospechadas pesadillas habría podido imaginar una situación como aquella. ¿Habían secuestrado al pequeño Ben para chantajearle? Sabía perfectamente lo que querían, pero ¿quienes serían? ¿Cómo habían conseguido aquella información? No podía deberse más que a un chivatazo y la cuestión era bastante sencilla, habida cuenta de que los implicados eran muy pocos. Muchas preguntas y aquella angustia en el corazón que le atenazaba la mente y el pecho. Había fallado en lo más importante de su existencia: proteger a su familia ante cualquier eventualidad. Del mismo modo que había fallado con Magda en la otra vida, muy lejos, en los confines de un pasado olvidado.
El piloto anunció su posición a la torre de control y siguió instrucciones para el aterrizaje. Unos minutos después se posaban en el lugar indicado. Una furgoneta aguardaba a los pasajeros para transportarlos al avión que Ben Isaac había solicitado desde el buque.
En cuanto se hubieron instalado en la furgoneta sonó el móvil. Aparecía el número de su hijo. Ben miró con ansiedad y volvió la pantalla hacia su mujer, quien se lo arrebató de sopetón y respondió.
—¿Ben? ¿Ben? —llamó desesperada, llorando amargamente. Escuchó unos momentos y cerró los ojos. Instantes después tendió el teléfono a Ben Isaac—. Es para ti.
Su marido tomó el aparato y se lo llevó al oído con mucho temor.
—Ben Isaac —se presentó. No dijo nada más. Se limitó a escuchar. Probablemente se lo habían ordenado de ese modo.
Myriam le miraba en suspense. No había reacción alguna, ni ninguna exclamación. Nada. Mutismo absoluto. La conversación, unilateral, duró pocos segundos. Ben Isaac colgó y Myriam, en vez de acosarlo a preguntas, le hizo una única petición:
—No me escondas nada, Ben.
La furgoneta paró junto al Learjet 60XR que les esperaba. En las escaleras aguardaba una azafata, quien ayudó al matrimonio a subir al avión.
—Bienvenidos —los saludó con una sonrisa de esmalte brillante.
El interior era de un lujo al que ya estaban acostumbrados, pero de no haberlo estado les habría dado igual. Se quedaron de piedra al ver al cardenal y a la mujer joven que lo acompañaba sentados confortablemente en los asientos tapizados.
—Es usted un hombre difícil de encontrar, Ben Isaac —observó el cardenal.
—Yo no me escondo.
—Siéntense —les invitó William señalando con la mano los asientos—. Pónganse cómodos.