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Tarcisio no daba crédito a lo que habían visto sus ojos. Habría preferido que un puñal la desangrara el corazón hasta quitarle la vida que Dios le había dado. Nadie debía ser forzado a pasar por la inmensa perfidia de hacer que un creyente descreyera de sí mismo y de la esperanza inherente a su fe.
En medio de la calle apareció un hombre apuntándoles con un arma. La primera reacción del conductor del coche fue acelerar, pues estaba blindado y el arma con que les apuntaba no constituía una amenaza, pero entonces sucedió algo a primera vista imposible. Schmidt y el guardia que iba junto al conductor le pusieron sendas pistolas en la cabeza.
—Detenga el coche, inmediatamente —ordenó el austriaco.
—¿Qué…, qué estás haciendo, Hans? —preguntó temeroso Tarcisio.
—Cállate —respondió el otro con frialdad. Su mirada era glacial, cavernosa, una mirada que el piamontés nunca había visto y que le hizo sentir escalofríos.
William contemplaba la escena estupefacto, sin entender todavía lo que estaba sucediendo.
—Baje el arma, Hugo —ordenó Tarcisio al agente que estaba apuntando a su colega.
Schmidt le dio un bofetón en la cara.
—Ya te he dicho que no hables más que cuando te lo digan.
Por la radio se oyó la voz de Daniel: «Attenzione, Adrian. Detente y espera. Estamos retenidos detrás del autobús».
Schmidt presionó todavía más al conductor en la nuca con el cañón del arma.
—¿Lo ves? Tu propio jefe te está pidiendo que te detengas. No querrás que el secretario vea tus sesos desparramados por el parabrisas, ¿verdad?
El conductor no cedió. Estaba entrenado para morir por el papa o en su nombre, si esa era la voluntad de Dios.
—Detén el coche, hijo —ordenó el secretario—. No vale la pena que te arriesgues por mí.
Adrian obedeció la orden del cardenal y frenó. Estaba encendido por ver a un colega apuntándole a la cabeza con un arma, pero trató de contenerse. La verdad era que nadie conocía a nadie.
—Buen chico —dijo el Austrian Eis con desdén.
El hombre que estaba fuera del coche se acercó por el lado del conductor, abrió la puerta y le inyectó en el cuello todo el líquido de una jeringuilla. El conductor tardó cinco segundos en perder el conocimiento; acto seguido lo metieron en el maletero del Mercedes y lo sustituyeron por otro.
—Dichosos los ojos, Nicolas —le saludó Schmidt.
—Buenas tardes, profesor Aloysius —saludó Nicolas al tiempo que reanudaba la marcha.
«¿Aloysius? ¿Se llama Aloysius? ¿Es con el que le habían dicho que debía negociar en nombre de Adolfo?», se preguntó Tarcisio. De hecho, aquel Schmidt que desvió el arma hacia los dos prelados con una falsa sonrisa era un perfecto desconocido.
—Están por todas partes —balbuceó Tarcisio a William, que seguía contemplando los acontecimientos sin poder articular palabra ni reaccionar.
Schmidt exhibía una sonrisa cínica.
—¿Acaso creían que podían engañar a la Compañía?
—¿Cómo has podido hacer una cosa así? —preguntó el secretario consternado. Se acordó de Ursino… y de Trevor. Dios mío, cómo había sido tan ciego—. ¿Fuiste tú quien mató a Ursino y a Trevor? —La emoción de la voz dejaba traslucir toda su frustración.
—Soy culpable de lo de Trevor. Ursino tenía querencia por hombres más jóvenes, como Nicolas. —El austriaco estaba disfrutando—. ¿No es así, Jonás? —bromeó con el conductor.
—¿Cómo has podido? ¡Después de todo lo que defiendes! —intervino Tarcisio.
—Explicaciones, explicaciones… No vamos a hablar del pasado. No sirve de nada, no puede modificarse. Llueve sobre mojado. Sabes que soy un hombre de presente y el presente son los pergaminos que tiene tu gente… y que queremos nosotros.
—¿Y creen que los van a conseguir secuestrando al secretario de Estado y al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe? —interrumpió William, que había logrado recuperar el autocontrol.
—Eso creemos.
En ese momento volvió a oírse la voz de Daniel: «Attenzione. No le he dado orden de ponerse en marcha. Attenzione, Adrian. Comunique su posición».
—Apáguelo —ordenó Schmidt, también conocido como Aloysius.
—Ni aunque raptaran a su santidad los conseguirían —dijo William irritado.
—Tengo dudas al respecto.
El coche rechinó al frenar, de tal forma que Tarcisio y William casi salieron despedidos hacia delante.
—Hemos llegado —anunció Nicolas.
El secretario intentó averiguar dónde estaban, pero era una calle igual a otras muchas.
Abrieron las puertas del coche y empujaron a los ancianos prelados al interior de una furgoneta sin ventanillas que se había detenido junto a ellos.
—Vamos —ordenó Schmidt—. Adentro.
Siguieron su camino, sin prisas. Seiscientos metros después vieron que uno de los Volvos de la Santa Sede estaba a punto de ser embestido por un autobús procedente de Termini cuando irrumpía desde Largo Brancaccio para bajar a toda velocidad por Via Giovanni Lanza en dirección al Mercedes.
Nicolas y Schmidt sonrieron.
—Hay gente limitada —ironizó el austriaco.
—¿Adónde vamos? ¿Adónde nos llevan? —preguntó Tarcisio, incómodamente sentado en el suelo de la parte de atrás de la furgoneta.
Schmidt mostró la misma sonrisa cínica con que les había obsequiado desde el principio de aquel viaje.
—Vamos a dar un paseo, chicos. Pórtense bien. —Desvió la mirada a Nicolas y adoptó una expresión seria—. Es hora de pedir el rescate.