16
La Historia nunca miente. Los libros que la registran pueden contar lo que ellos entienden, verdades, mentiras, medias verdades que equivalen a completas mentiras, especulación, lisonja, hechos heroicos que nunca existieron pero que perduran como gestas gloriosas porque alguien tuvo dinero para encomendarlas. No existe mejor ejemplo que Roma, Ciudad Eterna, máxima gloria de Dios en la tierra, la que Él mismo elegiría como morada en caso de decidir establecerse aquí, no quepa la menor duda.
Roma es una ciudad con un palazzo en cada esquina.
Entraron en uno de los miles de palazzi existentes en la ciudad de Rómulo y Remo y que en ese caso concreto había pertenecido a la acaudalada familia de los Médici. Los dos primeros notables que lo habitaron antes de mudarse a otros palacios más suntuosos fueron Giovanni y Giuliano, que se convertirían en León X y Clemente VII respectivamente, los hombres más poderosos del mundo en su época, o así lo creyeron ellos. También acogió a la célebre Catalina, sobrina de Clemente, antes de casarse con Enrique, hijo del rey Francisco I de Francia. Curiosamente, ninguno de ellos dejó su nombre en el palazzo, ni siquiera el de la familia, lo que no dejaba de ser noticia en una época en la que quienes podían, entiéndase como tales el sumo pontífice o un cardenal influyente, cincelaba su nombre en todo cuanto mandaba erigir, reconstruir o poner la mano, para la posteridad. Así, fue madama Margarita de Austria quien bautizó el palazzo, hasta hoy llamado Palazzo Madama en honor a ella. Los Médici hace mucho que se extinguieron, Margarita también, por lo que dicho palazzo alberga ahora el Senado de la República Italiana.
El Mercedes entró por una puerta lateral y dio la vuelta al inmenso edificio hasta la parte posterior. Allí se detuvo. El sacerdote negro que había ido a buscar a Sarah a la habitación del hotel fue el primero en salir del asiento del copiloto. Abrió la puerta trasera a su señor, el cardenal, y seguidamente iba a hacer lo mismo con la de Sarah, pero esta ya la había abierto motu proprio.
Se habían saludado educadamente durante el rápido viaje, en el que habían mantenido una conversación de circunstancias. «¿Está siendo de su agrado la estancia? El tiempo magnífico a estas alturas del año. El famoso y cálido otoño romano». Observaciones sin importancia cuya única finalidad era llenar un silencio que seguramente habría resultado violento. No obstante, el cardenal, como el buen orador en que por su oficio había debido convertirse desde los lejanos tiempos del seminario, no consintió que un solo segundo de vacilación se instalase en el asiento posterior, donde iban sentados cómodamente. Curiosamente, o puede que no, Sarah estaba muy tranquila. La situación requería que se mantuviera alerta y no se confiara, al fin y al cabo se hallaba en el coche de un cardenal de la Iglesia católica romana, absolutamente a merced de su voluntad, fuese cual fuese, cuando su historial con la Iglesia a la que representaba no era muy conocido, pero eso a ella ahora no le preocupaba.
La invitaron a entrar en el palacio por lo que debía de ser el vestíbulo trasero, un espacio muy amplio con una escalera monumental que llevaba a los pisos superiores. No había duda, los romanos del Renacimiento sabían construir palacios, este era una prueba de ello. Subieron al segundo piso.
—No sabía que este palacio perteneciera a la Santa Sede —comentó Sarah por no permanecer callada. Lo dijo jadeando. En eso se notaba su falta de gimnasio.
—Es que no le pertenece —respondió el cardenal amablemente—. En la actualidad es del Senado italiano. En un futuro, se verá.
—Entonces ¿por qué estamos aquí?
Al llegar al segundo piso se encontraron con un vestíbulo de grandes dimensiones y una enorme puerta de madera de doble batiente, cerrada.
—¿Qué mejor lugar para una conversación que una exposición privada? —le reveló el religioso. Abrió las puertas y estas retrocedieron silenciosamente ante ellos, dando acceso al interior de una sala—. Por favor —indicó el cardenal cediendo el paso a Sarah. Esta aceptó y entró con paso decidido—. Antaño esta era la biblioteca del palacio.
Se trataba de una sala de grandes dimensiones, como todo en aquel palacio. Sarah pudo imaginársela abarrotada de muebles labrados hasta el alto techo y llenos de libros, recubriendo las paredes. Ahora estas se encontraban abarrotadas de cuadros de autores que ella desconocía con los más variados motivos, religiosos, paganos, eróticos, al gusto de quien los mirara, ya que quien los había realizado había guardado las razones para sí. Junto a dos paredes se podían ver dos bustos vueltos el uno hacia el otro. Eran dos hombres, dos Médici, los papas León y Clemente. En la pared del fondo dominaba el retrato de una mujer sin nombre, con una mirada resuelta, decidida. No resultaba difícil adivinar de quién se trataba.
El toque de modernidad lo ponían, por su parte, unos expositores móviles diseminados por la sala que albergaban pinturas, pergaminos y fotografías que debían de formar parte de la exposición.
Sarah se tomó su tiempo para ambientarse en el espacio y luego miró al cardenal.
—¿De qué quiere el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe hablar conmigo?
—¿Me ha reconocido? Me siento halagado —bromeó el príncipe de la Iglesia.
Caminaban uno junto al otro. El cardenal miró al sacerdote que lo asistía. Este asintió con la cabeza en señal de haber entendido, retrocedió sin darles la espalda en ningún momento y cerró las puertas. La exposición privada se convertía asimismo en conversación privada.
Sarah miró al prefecto cardenal con una expresión inquisitiva. Todavía aguardaba la respuesta.
—¿Fue bien la rueda de prensa? —preguntó el cardenal desviando el asunto. Una sonrisa burlona le bailaba en los labios.
—Usted dirá, su eminencia —le apremió Sarah.
—Llámeme William.
Si hubiese estado vestido como un hombre normal, traje, camisa, tal vez corbata a juego con la camisa, habría podido acceder a su petición, pero no en aquellas circunstancias. No con un hombre con sotana negra y un llamativo fajín escarlata en la cintura, una cruz de oro chillón colgada del cuello y un solideo en lo alto de la cabeza como símbolo de santidad espiritual.
—Que yo sepa, no es normal que tan destacado hombre de la Iglesia vaya a un hotel en busca de una mujer, la suba a un coche y se la lleve a un palacio. En algún momento deberíamos hablar de ello, cardenal William. —Sarah se decidió por la vía intermedia.
El prefecto miró a Sarah y sonrió. Después se acercó al primer expositor, que mostraba un cartel con una imagen común de Jesucristo, reconocida en todo el mundo por cualquiera, independientemente del credo. Debajo se mostraba el título de la exposición, en letra descomunal. A Sarah le pareció curioso: Las caras de Cristo.
Y como subtítulo: «Las representaciones artísticas de Cristo a lo largo de los siglos».
Al lado del cartel informativo figuraba un grabado del siglo I d. C. Un boceto de la imagen del Nazareno algo pobre, aunque fiel a la idea que se tiene de él.
«Curioso», se le ocurrió pensar a Sarah.
—Interesante, ¿no le parece? —le preguntó William.
—Mucho —asintió ella, mientras seguía mirando las diferentes representaciones.
—Tenemos una imagen tan grabada de él que ni nos damos cuenta de que todo surgió de la mente de un artista y luego de otro y así sucesivamente a lo largo de los siglos —explicó el cardenal—. Mire esta. —Señaló un cuadro del tercer expositor en el que figuraba un hombre poderoso de barba rala con la mano sobre la cabeza de otro que se arrodillaba.
—¿Es él? —preguntó Sarah curiosa—. No se parece en nada.
—Sin embargo, lo es. La visión de un artista.
Lo último que la periodista se hubiera esperado era una velada así, deambulando de un lado a otro por la sala de un palacio al lado de uno de los cardenales más influyentes.
—¿Por qué me ha traído aquí? —insistió. Una variación sobre la pregunta que había hecho anteriormente, como el artista que crea algo diferente partiendo de un mismo supuesto.
William señaló las diversas imágenes de los expositores.
—Por Él.
Sarah miró las distintas reproducciones, confusa. Quizá el cardenal no se había explicado bien.
—¿Por él? ¿Quién?
—Por Yeshua Ben Joseph —proclamó—. Jesús, hijo de José.
La respuesta la ilustró, pero seguía sin entender. Al final, estaba allí para hacer ¿qué? Esperó a que William prosiguiera.
—Usted, Sarah, tiene un don especial. Raro en los periodistas, podría decirse. La discreción —la elogió. Ella optó por permanecer callada. No sabía qué responder a aquella observación—. No es solo en el periodismo donde hace falta discreción. Se necesita en muchos otros campos, y seriedad también.
—¿La Iglesia es discreta y seria? —cuestionó Sarah.
—Hubo tiempos en que no lo fue, lo confieso. Otras épocas que no nos gusta rememorar, pero hoy me enorgullezco de pertenecer a una institución en la que destacan estas dos cualidades. —La periodista no dudaba de que William creía lo que decía, pero cuestionaba la pretendida probidad que él defendía—. Según el santo padre, en usted, Sarah, también destacan esas cualidades.
¿El papa había hablado de sus cualidades? Aquella afirmación le hizo sentirse perpleja en su interior, aunque externamente continuaba impasible. Había aprendido a no manifestar sus sentimientos con Rafael… «Oh, olvídalo».
—¿El santo padre? —sonrió—. Seguro que tiene otras cosas de qué preocuparse antes que de mis cualidades y defectos.
—Le preocupa todo, Sarah. El papa Benedicto es un hombre que se preocupa por todas las ovejas de su rebaño.
—Por favor, cardenal William. Lo lamento, pero no soy una oveja del rebaño del papa.
—Tiene dos libros que lo prueban. Que demuestran que quiere conocer sus problemas, que quiere que se resuelvan, que se preocupa —argumentó el prefecto.
—Dos libros que, probablemente, la Congregación que preside censuraría si pudiese, si aún existiese el Index Librorum Prohibitorum, la Inquisición —objetó la periodista. Nunca había pensado en hablarle de igual a igual a un cardenal.
—La santísima Inquisición continúa existiendo, querida mía. Y es importantísimo que así sea. Pero respecto a sus reparos, déjeme que le diga que en ningún momento la Iglesia católica apostólica romana se ha alzado en contra de sus libros. No ha habido crítica alguna desfavorable, ni sermón alguno airado o encolerizado. Nunca.
Sarah no acababa de creérselo.
—A veces el silencio es el mejor remedio. La Iglesia es maestra en dejar que el tiempo mate lo que no le conviene recordar.
—No voy siquiera a recordarle que está viva a causa de esa Iglesia que reprueba y ese papa al que critica.
Sarah aceptó la observación. Era verdad. Doblemente verdad. Le había convenido a la Iglesia interceder a su favor, era cierto, pero lo había hecho.
—¿Ha llegado el momento de cobrárselo? —inquirió Sarah con el ceño fruncido. «¿Era eso?».
William no respondió. Decidió seguir paseando y admirando las caras de Cristo. Algunas eran casi idénticas, otras aportaban algo más, una actitud atlética, un detalle físico, el cabello diferente, unas veces rubio, otras castaño, más corto, más largo, a veces aspecto descarnado, otras bondadoso, sonriendo, sufriendo, contemplativo, milagrero, enigmático, colérico, amedrentado. Eran innumerables representaciones de una misma persona, todas ellas diferentes y sin embargo todas iguales, si aquello era posible.
—La Iglesia necesita de usted, Sarah —acabó diciendo el cardenal—. Estamos en guerra y sufriendo un duro ataque. No se trata de cobrar nada, sino que es una urgencia.
Sarah se sintió aún más confundida. ¿Qué utilidad podía tener ella para la Iglesia para que un cardenal en persona fuese a buscarla al hotel? ¿Había llegado finalmente el momento de saber?
—En 1947, un beduino de nombre Muhammed ed-Dhib encontró por azar unos pergaminos en el interior de unas vasijas cuando buscaba una oveja perdida —comenzó William.
—Qumrán. Los pergaminos del mar Muerto. Conozco la historia —le interrumpió la periodista.
—Ya, pues esa historia es absolutamente falsa. —Aquello sí que era una novedad—. Quien estaba detrás de aquella expedición era un israelí llamado Ben Isaac. ¿Ha oído hablar de él?
Sarah rebuscó aquel nombre en su memoria, pero no encontró nada que se le pareciera.
—No creo.
—Vive en su ciudad desde hace más años de los que tiene usted —dijo con una sonrisa triste. No era un episodio que le gustara contar—. Tramó toda la historia del beduino para poder investigar con más detenimiento lo que su equipo había descubierto. Fue ingenioso, lo reconozco. Y, en último término, resultó providencial. Comenzó la caza de los pergaminos. Se vendían en el mercado negro pergaminos enteros o parciales por millones de dólares. Un auténtico negocio en la mayoría de los casos.
William prosiguió con su detallado relato. Tenían sus propios agentes infiltrados en todos los mercados de Oriente Próximo y Oriente Medio en busca de documentos que pudieran resultar relevantes para la Iglesia o para la historia de Occidente. Sarah imaginó a Rafael como uno de aquellos infiltrados, con turbante y daga, o sable, y túnica blanca, negociando en las ardientes arenas de Damasco, Amán, Jerusalén. Claro, que no tenía edad para eso, ni siquiera había nacido.
De vez en cuando empezaban los rumores, primero a nivel privado. Secretos velados solo para interesados sobre algún fragmento aparecido, o supuestamente aparecido, en algún lugar, y que se hallaba en posesión de fulanito, menganito o zutanito. Comenzaban a llover ofertas de todos lados, siempre bajo cuerda, nunca salían a la luz, de modo que la Iglesia consiguió adquirir algunos de aquellos fragmentos de la Historia a cambio de cierta cantidad de dinero. Se traducían, se autenticaban y algunos llegaron a legitimarse. Los pergaminos del mar Muerto existían de facto. Durante algún tiempo no volvió a aparecer ninguno; más tarde surgirían dos o tres al mismo tiempo. Ben Isaac soltaba aquellos que consideraba suficientemente provocadores, aunque potencialmente inocuos.
—¿Y cómo descubrieron su plan?
—Fue Dios.
»Podía no haberse descubierto nunca. Ben Isaac era y es un hombre inteligente, con una mente aguda y discreta. Uno de los arqueólogos que formaba parte del equipo del israelí se enfrentó con el supervisor y decidió abandonar el proyecto. A pesar del pacto de confidencialidad, envió una denuncia anónima a la Secretaría de Estado. Era en el pontificado del buen papa Juan, quien trató de verificar si aquella información era verdadera. Se confirmó.
William guardó silencio durante unos instantes para que Sarah, que escuchaba atentamente, pudiera asimilarlo todo.
—Pero la historia del beduino es la que ha prevalecido hasta hoy —señaló ella.
—En un principio optamos por no denunciar públicamente la patraña, por llamarla de algún modo, hasta ver qué pasaba. Resultó ser acertado. Fue beneficioso para ambas partes.
—¿Para ambas partes?
—Para la Iglesia y para Ben Isaac.
—¿Él les entregó lo que había descubierto? —La periodista estaba entusiasmada.
—Una parte. En el fondo defendíamos los mismos propósitos y teníamos los mismos objetivos.
—¿Cuáles?
—Preservar la Historia —afirmó el prefecto.
Sarah no estaba de acuerdo con aquella perspectiva. Veía a la Iglesia como una institución que había preservado la historia que más le convenía y no toda la Historia.
—Entonces ¿cuál era el plan de Ben Isaac?
—Quería mantener los descubrimientos en secreto a toda costa. No solo para la Iglesia, sino para todo el mundo.
—¿No buscaba la gloria como todos los aventureros?
—No. Él había nacido en una cuna de oro. Estudió en Londres, se enamoró, se casó y trabajó mucho. Después acometió la empresa de buscar vestigios relacionados con la Biblia. Otros lo habían hecho antes que él sin éxito. El lugar donde se encontraron los pergaminos era la ruta de paso de los judíos. Hasta Jesús pudo haber pasado por allí. Él sabía lo que estaba haciendo y se rodeó de historiadores y arqueólogos muy competentes. El dinero no era un problema, de ahí que todo se estableciera para que el resultado fuera positivo.
—Sí, pero que yo sepa habían encontrado los Evangelios de Felipe y Magdalena, que la Iglesia considera apócrifos, inverosímiles y completamente irrelevantes. Es lo que yo he leído y oído en todas partes.
—Está bien informada. Fue lo único que se hizo público —vaciló antes de decidirse a proseguir—. El resto está protegido por un acuerdo.
«Interesante —pensó Sarah—. La Iglesia y sus secretos».
—Un acuerdo entre… —dijo ella.
—Entre la Santa Sede y Ben Isaac. Se llama Statu quo.
Sarah sonrió al acordarse del grupo de música con el mismo nombre.
—Significa el estado actual de algo. Fue firmado por Juan XXIII y Ben Isaac y posteriormente por Juan Pablo II y Ben Isaac, y su equipo de historiadores y arqueólogos y teólogos, obviamente. Era importante mantener absoluta confidencialidad.
—Debía de ser joven cuando firmó el primer acuerdo —observó Sarah.
—Tenía poco más de treinta años.
—Y sigue vigente —dijo ella con admiración.
—De facto —asintió William.
—¡Todavía no entiendo qué hago aquí!
Cada vez era mayor su curiosidad respecto de aquel asunto.
—Ahora llegamos, Sarah. Tenga un poco de paciencia.
En aquel momento se abrió una de las puertas dando paso al resuelto asistente de William, quien le musitó algo al oído.
—Iremos enseguida —murmuró este.
Después de que el sacerdote hubo salido, el cardenal se mostró de nuevo solícito. Había llegado el momento de la pregunta que un buen periodista hubiera debido hacer de haber sido aquello una entrevista.
—¿Y qué documentos están incluidos en el acuerdo?
William no respondió enseguida. Se acercó a Sarah, dejó de mirar las caras de Cristo y se concentró en la suya. No la había mirado en toda la noche tan intensamente como en aquel momento. Se sintió incómoda, incluso se ruborizó.
—Dos documentos del siglo I —la informó por fin.
—¿Importantes? —preguntó Sarah indecisa.
—Mucho. Uno de ellos es el Evangelio de Jesús.