56
En todo el globo terrestre solo había un despacho semejante en tamaño y suntuosidad al de Tarcisio y distaba poco del suyo: se hallaba en los aposentos pontificios. Ni el despacho oval de la Casa Blanca, residencia oficial del presidente de Estados Unidos de América, podía igualarse en esplendor.
El secretario ocupaba su puesto en un sillón que parecía un trono, tras el sólido y centenario escritorio.
Adolfo se hallaba sentado al otro lado, en una silla más pequeña y menos lujosa, si bien más cómoda. La diferencia de tamaño no era del todo inocente: servía para mostrar a quien se sentara donde estaba sentado Adolfo la superioridad, en jerarquía y poder, de quien tenía enfrente, por si le quedaba alguna duda. El secretario de Estado era el hombre más poderoso del mundo después del papa, o antes en determinados casos. Responsable de un imperio de valor incalculable, influyente en todo el mundo civilizado y en lugares menos civilizados, según las pautas definidas por el mundo civilizado. Una cosa era cierta y sabida: todo el poder que ostentaba lo ejercía sin armas y sin ejército, algo extraordinario en un mundo en el que la única forma de imponer la ley era el miedo causado por quienes cuentan con mejor armamento. Tarcisio no se cansaba de repetir que el papa Pacelli, durante la Segunda Guerra Mundial, había ordenado que toda su guardia estuviera desarmada para que no fueran responsables de algún disparo accidental que provocara un incidente internacional con los alemanes. Y la Historia certifica que ni Hitler, capaz de las masacres más execrables, señor del mundo, o al menos eso pretendía, con todo su aparato bélico, ni un solo soldado alemán, ni tan siquiera uno, tuvieron el valor de ordenar pisar o traspasar la desprotegida y frágil frontera del Vaticano en la plaza de San Pedro. Capturar al sumo pontífice y hacerse con el Estado vaticano no habría costado ni media hora, pero como decía Pío XII: «Mis ejércitos no son de este mundo». Y Hitler nunca tuvo valor para poner en tela de juicio tal afirmación.
Adolfo esbozó una sonrisa cínica. Se ajustó las gafas y esperó a que el secretario diese comienzo a la reunión, según su costumbre. La lluvia seguía cayendo fuera en un torrente constante, el cielo ennegrecido por nubes cargadas de agua, un viento que hacía retemblar las ventanas con un soplo demoniaco. Adolfo y su sonrisa cínica…
—Me pregunto si tienes algo que decirme antes de que demos comienzo a la reunión —empezó Tarcisio con aire serio, dueño de los intereses superiores de la Iglesia.
Adolfo adoptó la postura altiva de quien se halla ante alguien que no merece los galones que exhibe.
—En principio, no.
El piamontés se quitó las gafas y se puso a limpiarlas con un paño de gamuza.
—Déjate de tretas. Lo sabemos todo.
—¿Qué es todo, eminencia? —preguntó sin traslucir ninguna emoción.
—Ernesto Aragonés, Yaman Zafer, Sigfried Hamal, Ursino. ¿Quién es el siguiente? ¿Joseph Ratzinger? —Estaba visiblemente irritado.
—¿Debo conocer esos nombres, eminencia? —inquirió Adolfo con la misma sonrisa dibujada en los labios.
—Si quieres seguir fingiendo, es cosa tuya, Adolfo. Lo único que te digo es que lo sabemos todo.
Dio por concluida la limpieza de las gafas y se las volvió a poner en su sitio.
Nadie dijo nada a continuación. Segundos, minutos, un silencio incómodo.
—Siempre hemos sido el brazo derecho de la Iglesia —acabó por decir el superior general con amargura—. Nunca se han puesto en cuestión nuestros métodos.
—Así es, pero cuando interfieren con materias de la Iglesia y matan a inocentes y servidores devotos, incluso dentro de nuestros muros, tenemos que empezar a cuestionarlos, ¿no te parece? —objetó Tarcisio.
—Cuando se trata de traidores, no. —Alzó la voz y abandonó su postura altiva. Empezaba a revelarse el verdadero Adolfo bajo el cinismo.
—Voy a tener que ordenar que dejes inmediatamente lo que estás haciendo, sea en nombre de quien fuere —dijo Tarcisio, que recibió una carcajada ronca por respuesta.
—Nosotros somos los guardianes de la Iglesia —respondió Adolfo sin dejar de reír—. Tú no nos das órdenes.
El secretario se levantó de repente y apoyó las manos en el escritorio.
—No me desafíes, Adolfo. ¿Guardianes de qué? ¿De unos huesos que pueden ser de cualquiera y de unos documentos que, por lo que a nosotros respecta, pueden ser reliquias falsificadas que Loyola encontró en alguna parte? —insinuó.
—Eso no te lo consiento —advirtió Adolfo—. Todo ha sido analizado científicamente. Está todo probado.
—Ah, ¿sí? Entonces tienes hasta mañana para presentarme esos resultados.
—Ya te he dicho que no me das órdenes —repitió Adolfo.
—¿Quieres saber lo que pienso? —Tarcisio no esperó la respuesta—. Creo que todo fue un fraude. No creo que Loyola hubiera traído los huesos de Cristo.
—Pero sí crees en el Evangelio de Jesús —arguyó el otro.
—Porque existe de hecho, su autenticidad está comprobada. Está datado científicamente, y puedo mostrarte los resultados. Nunca sabremos si es el Evangelio de Jesús o no. Para mí murió en la cruz y todo lo demás es ficción.
—De todas maneras, no puedes hacer nada. Este intento no puede frustrarse. El Evangelio estará en nuestro poder esta noche —informó Adolfo con el mismo cinismo.
—Te equivocas.
—Puedes ocupar un sillón más grande, pero eso no te hace ver más. Esta noche los documentos estarán en poder de la Compañía de Jesús y luego te comunicaré nuestras exigencias —dijo el otro con sarcasmo y menosprecio.
—¿Por qué luego y no ahora? —preguntó el secretario.
—¿No me he hecho entender? —Adolfo estaba irritado.
—Todo lo contrario. Te he entendido. Pero vamos a hacer las cosas de otra manera.
Pulsó un botón del teléfono que estaba sobre el escritorio y, antes de que le diera tiempo a decir nada, se abrieron de repente las puertas del despacho y dejaron paso al cardenal William, que venía hablando por teléfono, y a dos guardias suizos uniformados, que se quedaron a la entrada.
—¿Qué significa esto? —preguntó Adolfo admirado.
—Sí, sí —respondió William al interlocutor con quien hablaba—. Un momento, le paso.
El prefecto pulsó un botón y alargó el aparato a Tarcisio.
—¿Tiene puesto el altavoz? —preguntó el secretario. William asintió con la cabeza—. Buenas tardes —saludó Tarcisio.
—Buenas tardes, eminencia. —Era la voz de Jacopo.
—Dígame qué novedades tiene para mí.
—Todo ha salido según lo planeado. Los documentos de Ben Isaac están en poder de la Iglesia.
—¿Te importa repetirlo? Tengo aquí a una persona que no lo ha oído bien —pidió el piamontés mirando a los ojos al incrédulo Adolfo.
—Los documentos de Ben Isaac están en poder de la Iglesia —repitió el historiador.
—Gracias, hablamos más tarde —se despidió, y colgó sin dejar de mirar al superior general de la Compañía de Jesús. Le apetecía soltar una enorme carcajada en la cara de Adolfo, pero el momento exigía solemnidad. Por primera vez en mucho tiempo, Tarcisio se sentía bien—. Te has quedado pasmado, Adolfo. Luego pondré en tu conocimiento mis exigencias. Ahora sal de mi vista.