28

Los querubines le conferían solemnidad a la sala. Los había para todos los gustos, probablemente encomendados por el mismo escultor, aunque tallados por diferentes pupilos. Los elegantes, llenos de detalles y adornos, con un brillo radiante; los antipáticos, que ni siquiera trataban de disimular su aversión u, observados con mayor detenimiento, su irritación por alguien; los neutros, puestos allí como habrían podido estarlo en cualquier otro lugar, les habría dado igual. Algunos que no se sabía muy bien hacia dónde miraban, otros que se encaraban con cualquiera que les mirase con expresión severa, y el que Hans Schmidt había considerado que era el más agraciado, dado el contexto en que se insertaba. Un querubín pequeño que flotaba justo sobre el sillón del prefecto, guiñando un ojo y con el dedo en los labios pidiendo silencio o, como Schmidt prefería pensar, recomendándole a él que no dijese nada que lo inculpara. Tomó nota mentalmente para enterarse de quién era el autor de aquella valerosa acción.

Hans Schmidt estaba tranquilo, a pesar del poco descanso de la noche debido a los acontecimientos que atormentaban a Tarcisio, que es lo mismo que decir a la Iglesia, a los que no se aludiría en aquella audiencia. Allí el asunto era otro, delicado también, pero de una esfera más privada, entre la Iglesia católica apostólica romana y el padre Hans Schmidt, aunque no de tanta conmoción como para poner el futuro del mundo católico en jaque frente a crédulos y no crédulos al punto de hacer desmoronar el pequeño Estado como un castillo de naipes. No. Allí el único que podía salir perjudicado, si así lo consideraban, sería el Austrian Eis, a pesar de que él lo único que aparentaba era impasibilidad.

Schmidt se levantó cuando el prefecto de la Congregación, en la persona del cardenal William, entró en la sala de audiencias acompañado por su propia corte de jueces, aunque nunca utilizaran tal apelativo. Le seguían el secretario Ladaria y cinco consejeros más, que era el término preferido por ellos, como Schmidt sabía. Todos traían consigo carpetas con una ingente cantidad de papeles. El austriaco sabía muy bien que aquellos hombres sesudos y circunspectos habían leído sus escritos línea por línea y analizado cada palabra de sus libros exhaustiva y profundamente, de modo que nada pudiera escapárseles. La Congregación se empeñaba en ello con una enorme determinación.

En cuanto el prefecto de la Congregación se hubo sentado, los demás siguieron su ejemplo, al igual que Schmidt, quien, antes de hacerlo, echó una última mirada cómplice al ángel suspendido sobre el sillón de William.

—Vamos a dar comienzo a la audiencia de esclarecimiento requerida por el prefecto de esta Congregación, en nombre del santo padre, Benedicto XVI, al reverendo padre Hans Matthaus Schmidt, estando en cuestión dos publicaciones de su autoría tituladas Jesús es vida y El hombre que nunca existió —proclamó el secretario Ladaria, también cardenal, con una solemnidad a la que faltaba firmeza.

—Es importante poner en su conocimiento que se trata solamente de una audiencia. Hasta el momento no se ha establecido acusación alguna —aclaró William—. La Congregación tiene dudas sobre algunos de sus escritos y su único deseo es aclararlas, ¿comprende?

—Perfectamente, reverendísimo prefecto.

—Le ruego que, gentilmente, responda a nuestras preguntas como mejor pudiere. Tras la audiencia la Congregación decidirá si es o no materia injuriosa para la Iglesia.

Entendidas las reglas y los supuestos, tomó la palabra monseñor Scicluna, un hombre cuyo rostro, arrugado por el tiempo, aparentaba casi un siglo de existencia. Obviamente debía de tener al menos veinte años menos, dado que en aquellos lugares consagrados por su santidad el límite de edad eran los setenta y cinco años, momento en que, sin perder los honores y privilegios, se jubilaban. La vejez y senilidad, entre otros males, también afectaban a los hombres de Dios Padre Todopoderoso. Todos eran iguales a Sus ojos, sin excepción, gracias a Dios. En cuanto a la explicación de por qué algunos aparentaban más edad de la que realmente tenían mientras que para otros hubiera parecido que el tiempo no pasara por ellos, también era materia que solo Él podía explicar… Por ahora.

—Reverendo padre Hans Matthaus Schmidt —comenzó monseñor Scicluna con un hilo de voz—. He leído atentamente sus obras. Confieso que en principio me detuve en los títulos, ciertamente peculiares. La primera se titula Jesús es vida, afirmación con la que debo decir que coincido plenamente, si bien he de pedirle que me explique ciertas nociones que en este libro defiende; al segundo lo titula El hombre que nunca existió, siendo así que, en uno y otro, hablamos de la misma persona. —Bebió un poco de agua para amansar la aspereza de su castigada garganta—. Sin embargo, mi primera pregunta habría de ser, obviamente, ¿cómo es que Jesús es vida si, por otro lado, y cito sus palabras, nunca existió?

Schmidt había adivinado que aquella sería la primera cuestión. Y no por ensayar respuestas a hipotéticas preguntas, sino porque resultaba algo lógico. Si los papeles se hubieran invertido él habría hecho la misma pregunta.

Enderezó la espalda en la silla, pero no tanto como para manifestar nerviosismo o inquietud, simplemente porque quería estar cómodo; luego se llevó su tiempo en abrir la botella de agua de plástico colocada frente a él en el escritorio y se echó un poco en el vaso. Se humedeció la boca, dejó el vaso y sonrió.

—Buenos días, reverendísimo prefecto, señor secretario y demás consejeros. Comprendo perfectamente su duda, mi querido monseñor Scicluna. Por un lado, Jesús es vida, por otro no existió. Qué idea más estrafalaria…, a simple vista. —Su voz reverberaba en la sala. Todos le escuchaban con mucha atención y el querubín había cerrado los ojos como si no quisiera oír—. El mensaje que pretendo transmitir en ambos libros es que se puede vivir de dos formas. No hay un modo correcto con Jesús y otro equivocado sin Él, o, si quieren, con otra divinidad cualquiera. —Schmidt reparó en un cierto enrojecimiento y en cómo iba creciendo una profunda irritación en el rostro de monseñor Scicluna, que había formulado la pregunta. Él no estaba allí para ser simpático. Había acudido con mucha fuerza—. Lo que se pretende con Jesús es vida es proveer de enseñanzas para vivir el día a día en Jesús, cómo es posible sacar la esencia de Su palabra. Por otro lado, en El hombre que nunca existió se promueve exactamente lo mismo sin Jesús, porque es posible vivir en Jesús o sin Él, en Dios o sin él. Cualquier dios, entiéndase bien.

—¿Qué dice? —Se revolvió monseñor Scicluna, levantándose y apoyando las manos en el gran escritorio frente al que la comisión se sentaba.

—He llegado a la conclusión de que todas las formas son verdaderas. La Biblia judía es verdadera, la católica también y todas las demás. La Torah es verdadera, así como el Talmud y el Corán. Somos seres neurodivinos. —Un murmullo recorrió a los consejeros, el prefecto y el secretario—. Todas las formas de fe son verdaderas, también quien no cree en nada está en lo cierto —concluyó Schmidt con el mismo tono juicioso.

—Eso es una herejía —denunció monseñor Scicluna, a quien le temblaban las venas del cuello de furia.

—Y, sin embargo —respondió Schmidt—, lo que en esta sala es una herejía también lo será en cualquier sinagoga o mezquita, aunque no para lo que verdaderamente importa… Para mí.

William se cubrió el rostro con las manos. Schmidt era un mentecato. Sabía muy bien lo que podía o no decir en aquella sala. Había escogido la segunda vía… La más difícil.

—¿Está diciendo que la Palabra y el Misterio son secundarios y poco importantes? —insistió monseñor.

Schmidt negó con la cabeza.

—No. En absoluto. Estoy diciendo que la Palabra y el Misterio tienen la importancia que el fiel les quiera dar. —Dejó que la idea calara—. Mucha importancia. —Hizo una pausa teatral—. O ninguna.

—Su señoría se está colocando en una posición extremadamente delicada —advirtió monseñor Scicluna con voz gélida y seca.

Schmidt se levantó y miró a todos los presentes con una actitud que algunos considerarían irrespetuosa.

—Y, sin embargo, todos los presentes saben que tengo razón, ¿o no es cierto?

La mentira sagrada
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