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La vida es un puzle con muchas piezas. Nadie se ha atrevido nunca a contarlas, pueden tener forma de quimeras, logros, criaturas de las más diversas clases, condiciones y hechuras. Este inmenso puzle tiene dos cualidades infalibles: la primera es que permanecerá inacabado hasta la eternidad y la segunda, que cada una de las piezas encaja siempre con otras de su alrededor. Pero no todo lo que parece un encaje perfecto lo es en realidad. Hay deformidades que de entrada pueden no distinguirse a simple vista y solo se descubren con el tiempo. Luego están las piezas que se van perdiendo, unas sin que se echen en falta, otras sin que se noten en tan titánica maraña y aquellas cuya presencia tan descolorida, apagada e incluso invisible destaca de manera indeleble como una ausencia. Esto pensaba Tarcisio mientras viajaba en el asiento trasero de un lujoso Mercedes, una desaparición tan insustituible como la pérdida de un familiar. Trevor había sido un asistente abnegado, idóneo, consciente, a quien el piamontés no correspondió ni con la tercera parte de la atención que el joven escocés le dedicaba. Un hombre tan piadoso como el secretario de Estado no debía permitirse tener remordimientos ni nada por el estilo. Se suponía que todos sus actos estaban inspirados por el sentido de lo correcto, lo casto, llenos de amor, sencillez y compasión. Pero todavía se sentía muy culpable por haber visto al malogrado Trevor como a un siervo, un lacayo, un don nadie al que había tratado siempre con distancia, sin una palabra amable de estímulo o reconocimiento. Tarcisio sentía ahora que debía haberse mostrado como un modelo del padre que Trevor no tenía o tenía lejos, ni siquiera lo sabía, si es que sabía algún pormenor de la vida del muchacho a excepción de su patria. Nunca lo hizo. Siempre abstraído en sus problemas, que eran los de la Iglesia. Jamás le llamó para charlar al final de la jornada y conocer sus aspiraciones de futuro, cómo estaba su familia…, si necesitaba algo. Trevor nunca faltó al trabajo, jamás se excusó con una enfermedad ni faltó al respeto a nadie en absoluto. La Iglesia y la Secretaría de Estado fueron las prioridades de su corta vida, solo había tenido ojos y oídos para los deseos y órdenes de Tarcisio. Había perecido en circunstancias funestas, sin una mano amiga que lo socorriera. Remordimientos. Eso era lo que sentía el secretario, aunque su posición no se lo permitiera.

Sus ojos ya no disimulaban el dolor y la culpa. Tarcisio sufría interiormente y de no ser por la presencia del cardenal William y el padre Schmidt, con quienes viajaba en el Mercedes, habría abierto las compuertas del llanto para aliviar un poco el fardo que le oprimía.

Los pontífices solían caminar encorvados a los pocos meses de asumir el pontificado, se decía que cargaban con el peso de las ofensas del mundo al buen Dios. Tarcisio no era papa, todavía, solo Él sabía si algún día lo sería, pero andaba encorvado por el peso de sus faltas; a fin de cuentas, el papa y el secretario de Estado eran hombres antes que cualquier otra cosa.

Tarcisio no había tenido valor para ver el cuerpo del pobre Trevor tendido en el pasillo de la Domus Sanctae Marthae. Era una imagen que no quería recordar. William le ahorró ese padecimiento y se ofreció a ir en su lugar. Trevor no era su asistente. Lo veía a menudo y siempre le había considerado un buen muchacho, pero no sentía ningún afecto especial fuera del lógico impacto de ver perderse de aquella manera una vida en la flor de la edad.

—Esto no me parece prudente —desaprobó William con cierta vehemencia mientras se acomodaba en el asiento del coche—. Va contra todas las normas de seguridad.

—Ya lo has dicho —observó Tarcisio impaciente, con voz todavía llorosa—. Ha quedado registrado.

El secretario recordó la vehemente reprobación de Daniel, el comandante de la Guardia Suiza, cuando conoció sus intenciones estando todavía en su despacho, en la Santa Sede.

—Hay protocolos de seguridad que cumplir —había alegado con firmeza—. Con todo respeto, un secretario de Estado no puede salir del Vaticano como un ciudadano normal, ni siquiera como un cardenal normal. Vuestra eminencia sabe que no es un cardenal como los demás, sin ánimo de ofender. —El matiz iba dirigido a William, que no se ofendió porque estaba de acuerdo con él.

—No sería la primera vez —terció el piamontés.

—Es la primera vez en estas circunstancias. Dos homicidios en un solo día. Sufrimos un ataque, vuestra eminencia está de acuerdo en este punto. El secretario de Estado es el más importante príncipe de la Iglesia.

—No venga usted a descubrir el Mediterráneo, Daniel —había rezongado Tarcisio.

—Perdóneme, vuestra eminencia. No puedo dejarle salir sin seguridad.

—Daniel tiene razón, Tarcisio —insistió William.

—¡Soy el cardenal secretario de Estado de la Santa Sede! —bramó ruborizado; se había encolerizado—. Su santidad es el rostro de la Iglesia, pero yo soy quien expone el pecho a las balas. Lo que ha ocurrido aquí hoy y en los últimos días no volverá a ocurrir. La Compañía de Jesús quiere negociar; me parece que, dados los últimos acontecimientos, está en condiciones de hacerlo. —Y añadió con la voz quebrada por la emoción—: No quiero pertenecer a una Iglesia que no defiende a los suyos.

Daniel respiró después de haber escuchado las razones del secretario. Qué situación.

—Muy bien, eminencia. Le preparo un coche con matrícula italiana para no levantar sospechas. Llevará a un hombre mío como chófer y nosotros iremos detrás.

—Me ofrezco para acompañar a vuestra eminencia y protegerle en la medida en que me sea posible —intervino el padre Hans Schmidt.

Tarcisio puso una mano agradecida en el hombro del austriaco.

—Te lo agradezco, amigo mío. Pero hoy has pasado por mucho y quiero que vayas a descansar. Ya resuelvo yo esto.

—No descansaré hasta que no vuelvas. Si me lo permites, iré contigo.

Tarcisio tardó unos segundos en responder. Se acercó a la ventanilla y miró el sol, que huía más allá de los edificios.

—Sea —accedió al fin.

—Yo también iré —decidió William.

Daniel plantó una Beretta en la cara de Schmidt.

—¿Sabe usar una de estas?

El austriaco se ruborizó y sonrió nervioso.

—Claro que no.

—Se lo explico en un momento.

El Mercedes salió veinte minutos después con chófer y acompañante, dos guardias suizos jóvenes, como todos, pero no por eso menos competentes; y dos Volvos detrás de ellos.

—¿Ha sido Adolfo el que ha llamado? —quiso saber William.

—No. Ha sido Aloysius.

—¿Qué esperas obtener de esto?

—No tengo ni idea, Will. No tengo la menor idea.

—Pero…

—Ha amenazado con matar a más personas, Will —confesó de repente Tarcisio—. Ha dicho que mataría a… —vaciló— su santidad, si fuera preciso. Después de lo que le ha pasado a Trevor, no creo que me encuentre en posición de negociar —añadió derrotado.

—Canalla —masculló el prefecto.

—No atendemos a su juego. Solo miramos el nuestro —dijo el secretario airado.

La vida no es solamente un puzle de muchas piezas, sino también un tablero de ajedrez. Por importante que sea tener una estrategia en la partida, es fundamental estar siempre atento al juego del adversario y efectuar las adaptaciones necesarias sobre la marcha; de lo contrario, la supervivencia correrá peligro.

—¿Y no se puede hacer nada? —preguntó Schmidt.

Ambos cardenales negaron con la cabeza.

—La persona que nos ha ayudado en esta trágica operación ha cumplido con lo que se le pidió. Lo que nos interesaba eran, única y exclusivamente, los pergaminos. Están en nuestro poder —explicó Tarcisio.

William no aprobaba que el piamontés revelara tantos pormenores a un desconocido. Podían ser amigos, pero eso no le daba ningún derecho.

—¿Y a quién confiaron esa tarea, si se puede saber? —insistió sin manifestar ninguna vergüenza ni temor por meterse donde nadie le llamaba.

Tarcisio miró las calles de Roma que desfilaban por la ventanilla antes de responder:

—Al asesino del papa.

La mentira sagrada
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