53

El ruido era ensordecedor. Vehículos de formas diferentes circulaban por la pista en un caos ordenado que recordaba una gran ciudad en hora punta. El reactor esperaba a Sarah en su estacionamiento, listo para despegar.

Seguían a un todoterreno negro con las ventanillas tintadas y conducido por uno de los agentes de Garvis. Este iba en el asiento de atrás con Sarah y Jean Paul.

La periodista llevaba un sencillo tubo cilíndrico de cuero, que movía nerviosa entre las manos. En su interior iba el pergamino más importante de la cristiandad y Sarah tenía un miedo terrible a perderlo, de ahí que sus dedos apretaran el cilindro. Los nervios hacían que le faltara el aire. Se sentía irritada e incómoda. Las náuseas amenazaban con volver. No debería haber aceptado hacer aquel trabajo. ¿Quién se creía que era? ¿La Madre Teresa de Calcuta, siempre dispuesta a resolver los líos en que se metía la Iglesia o cualquier agradable matrimonio como los Isaac? Anhelaba una vida normal, no tener acceso a secretos, ya fueran milenarios o recientes, ni exponerse a la crueldad humana que imperaba en el mundo, especialmente en las altas esferas. Se decía que Dios había creado al Hombre a su imagen, pero ella sabía que era mentira y, peor aún, conocía la terrible verdad que contradecía tal afirmación. La culpa era del Hombre. Era él quien había creado a Dios a imagen suya. Cruel, intolerante, caprichoso, vengativo, codicioso, obstinado. ¿Cómo podían creer miles de millones de personas en un ser omnipotente, omnipresente y depositario de la moral con tantos defectos y tan mal carácter?

—Una vez más, le agradezco su buena disposición, Sarah —dijo Garvis con su voz de barítono, que le iba como un guante a su acento del West Country.

Sarah no había reparado antes en su voz. No dejaba de ser curioso cómo la concentración en un asunto en particular hacía desaparecer todo lo demás. No sería buena detective. Aunque como periodista fuera esencial un cierto olfato, no resultaba vital, pues a veces se le escapaba lo evidente.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó la inglesa sofocada.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Jean Paul, preocupado.

—Sí. Estoy bien. Un poco mareada —alegó como disculpa. No quería admitir que estaba nerviosa, por evidente que pudiera ser.

—A bordo podrá comer algo. No le dé vergüenza, Sarah —la instruyó Garvis—. No permita que le dé vergüenza, Jean Paul.

El coche seguía a un objeto terrestre no identificado, una especie de tractor bajo y largo con un gancho en la parte delantera. En la pista vio otros vehículos idénticos en plena faena. Su función era trasladar las aeronaves desde sus estacionamientos o puertas de embarque hasta el taxiway, preparadas para entrar en la pista principal. Los aviones no tenían marcha atrás.

Se detuvieron en una especie de cruce, aunque nada lo identificara como tal, o al menos eso pensó Sarah, lega en aquellas materias. Más allá del cruce vio un grupo de cuatro aviones privados estacionados. Uno de ellos la llevaría a su destino y después… lo desconocido. En ese momento tuvo la sensación de que no sobreviviría y un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿No viene con nosotros, inspector Garvis? —inquirió para disimular su desaliento.

—No, Sarah. Tranquilícese. Está en muy buenas manos. El equipo del inspector Gavache es de cinco estrellas. Además, demasiada gente es un estorbo.

No preguntó nada más. Ellos sabían mejor que ella los protocolos internacionales que deben seguirse en estos casos.

Finalmente, una vez pasado el supuesto cruce, cruzado a su vez por montones de vehículos de toda forma y condición, el coche recorrió otros doscientos cincuenta metros hasta el Cessna que les aguardaba. Garvis fue el primero en abrir la puerta, que sostuvo para dejar salir a Sarah y Jean Paul. Un estrépito ensordecedor lo invadía todo.

—¿Todo listo? —gritó a un funcionario provisto de un chaleco fluorescente e impermeable y cascos protectores en los oídos.

—Todo, sir —respondió con respeto, unos decibelios por encima para hacerse oír y con el pulgar hacia arriba para que no hubiera lugar a dudas.

A continuación Garvis estrechó la mano de un hombre encorbatado.

—Garvis, Metropolitan Police —se presentó—. ¿Es usted a quien tengo que agradecer el avión?

—A mí no, al pueblo americano —dijo el otro manteniendo el apretón de manos firme y cortés—. David Barry, FBI —mintió.

—Sarah, una vez más, gracias por todo lo que está haciendo —agradeció otra vez Garvis gritando a la periodista—. Y no se preocupe. La defenderán con su vida, si fuera necesario.

La periodista entendió lo esencial de aquellos gritos. Había mucho ruido. Acababa de despegar un avión en una pista próxima, elevándose al cielo en medio de un rugido enorme. Hizo un saludo cordial con la cabeza, pero Garvis no dudó en llevar los labios cálidos al dorso de la mano helada de ella. Un caballero. Acto seguido, un firme apretón de manos al francés.

—Buen viaje.

Merci.

Sarah sujetó firmemente el tubo y siguió con Jean Paul hasta la escalerilla del avión.

—¡Ah, Sarah! —llamó Garvis segundos antes de que despegara otro avión.

Ella lo miró desde la puerta.

—Salúdele de mi parte —pidió Garvis.

—¿A quién? —quiso saber la inglesa.

—Ya sabe usted a quién —se limitó a decir el policía, esbozando una leve sonrisa al montar en el asiento delantero del coche, que después se alejó y se mezcló con la maraña de vehículos que circulaban por la pista. Jean Paul la escoltó hasta el interior del avión; su teléfono móvil empezó a sonar. El norteamericano fue el último en entrar.

Una guapa azafata y un sobrecargo arrogante saludaron a los pasajeros.

Jean Paul intercambió algunas palabras en francés de las que Sarah entendió la mitad, no las suficientes para captar el sentido de la conversación.

—Era el inspector Gavache. Venía de camino al aeropuerto pero ha tenido que hacer un pequeño desvío. Tenemos que esperar unos minutos.

—Está bien. Tenemos tiempo —dijo Barry.

A Sarah le era indiferente. Ella allí no tenía ninguna autoridad. Su función se limitaba a entregar los documentos y esperar que todo fuera bien. Qué estúpida idea quererse hacer la santa. Qué idiota.

Jean Paul la llevó a su lugar junto a la cabina. Los asientos eran muy cómodos, pero ella ya estaba habituada a los lujos que el dinero, privado o público, podía comprar.

—Buenas tardes —saludó un hombre mayor que Sarah creyó que sería un agente francés, sentado en uno de los asientos con un periódico abierto—. Usted debe de ser Sarah Monteiro —dijo mientras le tomaba la mano para besársela—. Encantado. —Le quitó sin miramientos el cilindro con los pergaminos—. Déjeme librarla de ese peso.

Si las circunstancias hubieran sido otras, aquel galanteo le habría gustado, pero, desgraciadamente, no lo eran.

—¿Usted es…? —preguntó Sarah desconfiada.

—Jacopo Sebastiani —dijo bajando la cabeza servilmente—. A su servicio.

La mentira sagrada
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