31

—Absoluta concentración, no les quiten los ojos de encima —rogó David Barry, fijando la mirada en un gran monitor que mostraba diferentes imágenes del interior de la estación de St. Pancras International, algunas incluso dentro del convoy.

No había mejor ciudad que Londres para este tipo de vigilancia. Los millares de cámaras diseminadas por toda la ciudad proporcionaban una amplia visión de todo y de todos en prácticamente cualquier local público, y con la proliferación de webcams caseras y móviles no había lugar que no pudiese ser vigilado. Y, por supuesto, la guinda del pastel: las cámaras de alta definición de los satélites furtivos que vigilaban la Tierra a seiscientos kilómetros de altura y que eran capaces de captar la colilla de un cigarrillo con mayor precisión que una cámara convencional a un metro.

Barry parecía el comandante de la Enterprise en plena batalla contra los klingon. Estaba en el centro de la sala, atento a todos los movimientos, dispuesto a dictar las órdenes a medida que fueran desarrollándose los acontecimientos.

—Quiero ver y oír, gente.

—El tren se ha detenido. It’s showtime —alertó Staughton maniobrando el joystick que controlaba las cámaras de alta definición del satélite.

—¿Algo de Sugar Grove? —preguntó Barry.

—Interceptamos dos comunicaciones de la policía francesa —le comunicó Aris—. Ya tenemos los nombres de las víctimas. Son cuatro. Tres en París y una en Marsella. —Extendió unos papeles a Barry para que pudiera leer los nombres.

—OK. Quiero saber quién era esta gente. Todos sus vicios y virtudes, con quién iban, qué vida llevaban, secretos, mentiras, hazañas, desde el número que calzaban hasta el último detalle.

—Para ya —afirmó Samantha quitándole los papeles de la mano.

—Para ayer —replicó Barry medio en broma, medio en serio.

Las imágenes mostraban diferentes ángulos de los viajeros a la salida del Eurostar, gente apresurada, absorta en sus vidas, totalmente ajena a aquella invasiva intrusión en su intimidad, en nombre de la ley, que es la raíz de toda equidad.

—Están en el andén —avisó Staughton.

—OK. Mucha atención. No podemos perderlos. ¿Quién tiene las cámaras de la estación?

—Davis —respondió el técnico que respondía a aquel nombre.

—Ojos de lince, Davis.

—Descuide —le aseguró—. No van a ningún lado sin llevarme con ellos —añadió con seguridad.

En la imagen apareció Rafael, seguido de otro hombre; se encaminaban hacia la salida de la amplia estación.

—¿Quién es el que va con él? —preguntó Barry—. Quiero saber quién lo acompaña, equipo. Nombre, estado civil, número de contribuyente, a quién vota —ordenó con voz firme y resuelta. Era una manera florida de decir que quería saberlo todo sobre el sujeto que acompañaba a Rafael.

—Los agentes del vestíbulo de la estación están en su puesto —afirmó Aris.

Barry miró a Aris muy serio.

—¿Qué agentes?

—Tenemos un equipo sobre el terreno.

Barry apuntó al monitor.

—Tenemos cámaras. Ellas son nuestros agentes sobre el terreno. Quítame a esa gente de allí antes de que él la descubra —ordenó irritado.

—Pero… —iba a contestar Aris.

—Pero nada. Es una orden. Tú no conoces a Rafael. Los descubre en un segundo. —Se acercó a Aris y le habló con parsimonia—. Quítame al equipo de allí inmediatamente.

Stand-by, Travis —dijo Aris a través de un auricular, visiblemente molesto. Travis dijo algo a través de la línea—. Abortar operación. Repito: abortar operación.

Roger. Operación abortada —confirmó Travis.

Varias cámaras continuaban siguiendo a un Rafael serio y decidido. Un puñado de técnicos controlaba diferentes áreas para no dejar nada fuera de alcance. Los dos hombres se encontraban en la fila de la aduana donde tenían que presentar el pasaporte para poder entrar en suelo británico.

—¿Quién tiene las cámaras del exterior de la estación? —quiso saber Barry, siempre un paso por delante de los hechos.

—Davis —volvió a decir el mismo técnico.

—¿Hacia dónde pueden ir? ¿Salidas?

—La estación tiene cinco salidas. Una al metro, dos a St. Pancras Road y dos a Midland Road. Ya en la calle pueden optar por el autobús, un taxi o alquilar un coche. En última instancia, pueden ir a pie —informó Staughton.

—O coger otro tren hacia otro destino nacional —terció Aris.

Barry hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Lo que quiera que hayan venido a hacer lo harán en Londres —dijo elevando la voz—. Atención a todas las salidas de la estación. Estamos lidiando con un profesional que nos lleva ventaja a todos.

Algunos técnicos miraron al director asombrados. ¿Sería cierto? Enseguida volvieron a concentrarse en las imágenes. De ningún modo podían perder el objetivo.

—El sospechoso está en el vestíbulo —informó Staughton—. Se dirige a la salida norte por Midland Road. Es donde se encuentra la parada de taxis.

Barry no perdía detalle de lo que pasaba. Rafael. ¿Cuánto tiempo hacía que no lo veía? Quizá algunas canas más, pero, por su aspecto general, parecía estar en forma, como siempre. Ojos fríos, calculadores, que evaluaban la situación. Había considerado todas las salidas posibles, pero su plan solo él lo conocía. Por mucho que se hicieran películas sobre el particular, la CIA aún no había conseguido leer las mentes.

—Se confirma la salida por Midland Road —comunicó Staughton—. La parada de taxis queda cerca de First Capital Connect.

—Controla la salida, Davis —pidió Barry.

Vieron a Rafael salir con el sujeto aún no identificado y esperar en la fila de taxis. El sacerdote se llevó la mano al bolsillo y sacó el móvil. Alguien le estaba llamando.

—Quiero oír la llamada, equipo —ordenó el director—. Necesito oír esa llamada —insistió.

—En directo desde Sugar Grove… —dijo Staughton.

La voz de Rafael se oyó por toda la sala. Hablaba en italiano. «Acabamos de llegar. Seguimos directamente hacia el lugar según lo acordado. Estamos esperando un taxi».

«Que Dios te proteja», dijo su interlocutor y luego colgó.

A continuación se vio la imagen de Rafael guardando el móvil en el bolsillo.

—¿Quién ha hablado con él? —preguntó Barry alterado.

—Un segundo nada más —dijo una voz.

—No tenemos un segundo.

—Alguien del Vaticano —respondió Staughton.

—Mierda —blasfemó Barry—. Mierda, mierda, mierda.

—¿Por qué? —preguntó Aris.

—No conseguiremos saber quién le ha llamado —explicó el director.

—Cuando son llamadas desde o al Vaticano es prácticamente lo único que conseguimos saber —aclaró Staughton.

—Pero ¿por qué? —insistió Aris.

—Es el Estado con más teléfonos per cápita —aclaró el técnico.

—Hay más teléfonos que personas —añadió Barry. Aris sonrió—. No es broma —le aseguró con los ojos fijos en el enorme monitor. Rafael y su acompañante eran los siguientes de la fila. Solo faltaba que llegara el taxi, que a todo esto todavía no estaba. Era natural que, debido al aumento en el flujo de gente, los taxis escasearan unos minutos.

—OK, ahí llega el taxi —dijo Staughton.

Vieron en la imagen que uno de los famosos vehículos londinenses entraba en el acceso de pasajeros.

—Atentos a la dirección —previno Barry—. Aguzad los oídos.

«Great Russell Street», se oyó que le decía Rafael decía al taxista.

—Great Russell Street. ¿Qué hay en Great Russell Street? —Barry controlaba enérgicamente toda la operación—. Rápido, gente.

—Ah… —Staughton introducía la información en el ordenador a toda pastilla—. Ya me parecía… El British Museum.

—El British Museum —dijo irritado—. ¿Y por qué no se limitó a decir British Museum? ¿Tenemos acceso a las cámaras del British Museum?

—Entrada principal, vestíbulo principal y algunas salas de la planta baja. No todas tienen cámara —contestó Davis, el negro que controlaba las cámaras de tierra.

—OK. Quiero un plano del lugar y colócame agentes vigilando —ordenó el director.

—OK —obedeció Aris, y transmitió a su vez las órdenes por radio.

—¿Hay cámaras en el taxi?

—No —respondió Davis de inmediato—. Ya lo he verificado, señor director.

—Llámame David, Davis.

En la imagen se veía al acompañante entrar en el vehículo seguido de Rafael, quien antes de hacerlo miró unos segundos hacia arriba, al cielo.

—¿Qué es lo que hace? —preguntó Barry con curiosidad.

—Mirar a alguien. ¿Hay edificios alrededor? —inquirió Aris.

—Mira hacia arriba, Aris —le contradijo Staughton—. ¿No estará rezando? —sugirió.

Entretanto Rafael entró en el taxi y este se puso en marcha hacia su destino.

Barry suspiró y se llevó la mano al mentón.

—Atento al taxi, Davis. —Se volvió hacia Staughton—. Recupera la imagen y acércala.

El aludido escribió algo en el teclado y un segundo después había recuperado la imagen de Rafael mirando hacia arriba. Al aproximarse parecía que los ojos miraran directamente a la cámara del satélite.

—Sabandija —maldijo Barry.

—¿Qué está mirando? —preguntó Aris, concentrado en la imagen.

El director esbozó una sonrisa maliciosa.

—A nosotros.

La mentira sagrada
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