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Qué es la vida sino un plato de sopa caliente cuya única certeza es que, si no se toma en los primeros minutos después de sacarla del puchero, acabará por quedarse tibia, fría, insípida hasta convertirse en un caldo estropeado intragable. Y es precisamente en el momento en que se vuelve un comistrajo intragable cuando se desea ardientemente, otra vez, el puchero borboteante, el tazón humeante, como si a partir de ese momento la sopa adquiriera un sentido completamente nuevo. Francesco estaba pasando por uno de esos trances. La sopa se había enfriado y deseaba algo que le calentara el cuerpo y el espíritu, una esperanza, una sonrisa.

JC era un hombre intrigante. Tal vez si le hubiera conocido en otra situación su opinión sería distinta…, o quizá no.

Desde lo alto del hotel Rey David se contemplaba toda la Ciudad Vieja de Jerusalén, llena de vida a primeras horas de la tarde. Fuera hacía frío, unos ocho grados. El hotel señalaba la frontera entre la ciudad antigua y la moderna, en el exterior de la muralla.

A pesar de no sentirse verdaderamente prisionero, Francesco sabía que no podía abrir la puerta e irse como si nada. Se encontraba en un país extranjero, sin la menor idea de cómo había llegado allí, sin documentos, sin identificación, sin dinero. No podía dejar de pensar en Sarah. No hablaba con ella desde hacía más de quince horas. ¿Estaría bien? ¿Dónde? Por otro lado, cuando el miedo se adueñaba de él, echaba la culpa de todo lo que estaba pasando a la imagen mental sonriente que tenía de Sarah. Lucía una sonrisa muy bonita. En ocasiones parecía amargada y retraída, pero siempre hermosa.

Al mediodía sirvieron la comida en la suite. Los salatim consistían en tabulé, un pollo Kiev y ensalada de pimientos y berenjenas. El plato principal, costillas asadas de cordero con verduras. Todos los platos tenían buena pinta, pero Francesco no tenía hambre.

—Coma. No sabe cuándo podrá volver a hacerlo —recomendó JC, que bebía agua con gas y se estaba llevando a la boca un pedazo de carne.

El periodista no quiso decirle que tenía el estómago revuelto, que probablemente vomitaría todo lo que comiera a causa de los nervios. Se le vino a la cabeza la imagen de Sarah vomitando. ¿Estaría mejor? Se obligó a no pensar en eso. Se concentraría en lo que podía, que, en aquel momento, era en JC y lo que esperaba de él. Resultaba evidente que el viejo sabía que él estaba nervioso, que no podía comer sino solamente beber, porque tenía la boca tan seca que constantemente debía humedecerla, y por consiguiente ir al cuarto de baño.

—Cálmese, hombre —le ordenó JC—. La Historia no habla de los débiles.

—¿Nunca ha sentido miedo? —Había hecho acopio de valor para preguntar.

—Siempre he matado todo lo que me daba miedo —dijo el viejo al tiempo que se metía otro pedazo de carne en la boca, como si acabara de decir que hacía calor o que fuera estaba lloviendo—. No hay razón para tener miedo. Su papel en esta historia no llega a ser ni secundario, puede que el de figurante con una sola frase —lo ilustró con una sonrisa.

Le torturaba pensar en la pregunta vital. Tras años de exitosa carrera profesional sabía hacer la pregunta crucial, la que marcaba el punto de inflexión. La había hecho miles de veces en conferencias de prensa, entrevistas importantes, en la calle a la puerta de algún edificio gubernamental, empujándose a codazos entre colegas de profesión en busca del mejor lugar, el mejor ángulo. Pero la pregunta nunca tenía nada que ver con él, sino con el caso en cuestión, con alguna personalidad o investigación sobre una vida que no era la suya. Esta pregunta era diferente. La más importante que había hecho nunca.

—¿Qué me va a pasar cuando termine mi participación en este asunto?

JC ni siquiera lo miró para darle la respuesta. Siguió comiendo con avidez, como si no lo hiciera desde hacía mucho tiempo.

—Que se subirá a un avión y se irá a su casa. Esto nunca ha ocurrido.

—¿Y cómo puedo fiarme? —Tenía miedo de estar abusando de su suerte, pero necesitaba alguna garantía.

—No puede. La palabra de los hombres vale poco. Las cosas siempre están cambiando. Los acuerdos de hoy pueden quedar en nada mañana. Es la naturaleza humana —explicó el viejo con la boca llena. Francesco estaba cada vez más preocupado. Había cosas que más valía no saber—. Además, usted, Francesco, es el compañero de alguien importante en todo este proceso. Se juega usted la cabeza… como no se porte bien —amenazó.

Y para darle más emoción a la escena entró en la suite el hombre del traje de Armani. Todo aquello a Francesco le producía escalofríos. Era surrealista. El viejo le había amenazado prácticamente de muerte si no trataba bien a Sarah.

—¿Cómo están las cosas? —preguntó JC a su asistente cojo.

—Dispersas.

El viejo dejó de comer y lo miró.

—Pues ha llegado la hora de que lo unamos todo. —Se limpió la boca con una servilleta. Levantó el brazo para pedir al asistente que lo incorporase. El cojo le ayudó a ponerse en posición erguida y le dio el bastón—. ¿Vamos? —dijo JC sin referirse a nada en particular.

—¿Vamos adónde? —preguntó Francesco, levantándose torpemente.

JC se encaminó hacia la puerta de la suite apoyándose en el cojo por un lado y en el bastón por otro, dejando atrás a Francesco.

—Vamos a dar un paseo. Ya es hora de que cumpla usted con su papel.

La mentira sagrada
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