26

La madrugada era fría pero no llovía, aunque el pavimento estaba mojado. Siguió a pie, bajando por Via Cavour, en dirección a Via dei Fori Imperiali. Allí giró a la derecha y continuó por la amplia calle rumbo a Piazza Venezia, dándole la espalda al Coliseo. Francesco temblaba, aunque no podía decirse que hiciese mucho frío, desde luego no un frío que hiciera temblar. Un escalofrío de ansiedad le recorrió la espina dorsal y le hizo estremecerse. Los sudores fríos anticipaban el momento de la verdad unos cientos de metros más adelante. Sentía ansiedad. El hombre había dicho que Sarah le necesitaba. Todo estaba bien, no había problemas, que no se preocupase, pero debía encontrarse con ella en Piazza del Gesù, que quedaba pasada Piazza Venezia, a la izquierda. Bastaba con seguir unos metros por Via del Plebiscito. A ambos lados de la Via dei Fori Imperiali se extendían las ruinas de lo que antaño había sido el gran Imperio romano. La historia no mentía, allí a la vista se mostraba. Al fondo, en el lado izquierdo, se veía el Vittoriano, comúnmente conocido como el Altar de la Patria, la excéntrica obra de Giuseppe Sacconi en homenaje a Vittorio Emanuele II, padre de la patria, el primer rey de la Italia unificada. El edificio era conocido jocosamente por los romanos como La Tarta de Novia o La Máquina de Escribir.

Francesco ignoraba todo aquello, solo pensaba en Sarah y en que lo esperaba en Piazza del Gesù. El hombre le había hablado en un italiano con acento toscano, lo que por sí solo no significaba nada. Sarah era un verdadero misterio. El cómo había logrado contactos tan influyentes en el seno de la Iglesia y de la política era una incógnita. Solo ella habría podido explicarlo, pero nunca lo había hecho. Era bastante reservada en algunos aspectos y Francesco, a pesar de hervirle su sangre caliente, siempre había respetado la voluntad y el espacio de la mujer. Se habría visto expulsado muy pronto de la vida de Sarah de haberlo invadido.

En Piazza Venezia cruzó al lado izquierdo y caminó junto al Palazzo Venezia, que antaño acogiera la embajada de la Serenísima. Dobló la esquina y caminó a lo largo de Via del Plebiscito bordeando el palacio.

Al fondo, la pequeña Piazza del Gesù dominada por la Chiesa del Gesù.

Dos mendigos dormían junto a la puerta del templo envueltos en inmundas mantas que les cubrían hasta la cabeza. A excepción de aquellas dos almas olvidadas de Dios, no había nadie más. De vez en cuando pasaba un coche o una motocicleta, un autobús nocturno vacío o con pocos pasajeros, alguien que salía del trabajo o iba camino de él, pues en aquellos tiempos llamados modernos salir de madrugada y volver a media tarde ya no era la regla sino la excepción.

¿Dónde estaría Sarah? ¿Y el hombre que le había llamado? ¿Estaría ella en peligro? Desechó aquel pensamiento. Absurdo. Sarah se había ido con un sacerdote. ¿Qué peligro podía correr? Era cierto que había muchos ejemplos de actos execrables por parte de la Iglesia, pero no tendrían el valor de hacerle daño a una periodista, o a dos contándole a él.

Intentó no pensar durante algún tiempo. La mente siempre trata de buscar patrones, etiquetar las situaciones: bueno, malo, frío, caliente, cómodo, incómodo, sosiego, desasosiego. En aquel momento estaba nervioso porque dejaba que su mente imaginara innumerables teorías y conclusiones sobre lo que estuviera a punto de suceder. Ninguna verdadera, ya que el futuro siempre es una incógnita…, siempre.

Le sonó el móvil indicando que había recibido un SMS. Se lo sacó del bolsillo del pantalón y leyó el mensaje escrito en la pantalla: «Siga en dirección a Largo di Torre Argentina».

El emisor era desconocido. ¿Le habían señalado aquel lugar y ahora cambiaban de parecer? ¿Qué significaba aquello? A pesar de que había pedido hablar con Sarah cuando le llamaron, el hombre había dicho que estaba ocupada pero que le pedía que fuese. Además estaba el hecho de que habían llamado a su móvil, lo que quería decir que conocían su número. Pudiera ser que Sarah se lo hubiera dado. Claro, que quienquiera que fuese el responsable de aquello podía tener otros medios para conseguir su número. La curiosidad era más fuerte que el miedo, por lo que se encaminó en dirección a Largo di Torre Argentina, que quedaba muy cerca. Según contaban, había sido en aquellas ruinas romanas del Teatro de Pompeyo que había en el largo, protegidas por un muro, donde varios conspiradores, incluidos Décimo Junio Bruto Albino, habían acuchillado a Julio César dieciocho veces. Ningún lugar era más apropiado para un encuentro.

La luz amarilla de las farolas otorgaba al lugar una atmósfera misteriosa. Un grupo de noctámbulos ebrios pasó a su lado entonando melodías desafinadas en decibelios impropios para esa hora. Por fin llegó a su destino, tras recorrer unos metros de Corso Vittorio Emanuele. Varios grupos de personas deambulaban por allí procedentes de algún bar, en busca de otro donde ahogar sus miedos en alcohol y abrir su espíritu a la aventura de lo desconocido.

—¿Tienes fuego? —preguntó un hombre completamente ebrio que asustó a Francesco.

—Disculpe. No fumo —se excusó.

El hombre profirió algún improperio ininteligible contra Francesco por no poder satisfacer su vicio y siguió cojeando en dirección a Via del Cestari, por donde desapareció.

Pequeños grupos iban y venían, pero no se quedaban. Aquel era un lugar de paso y no de permanencia.

—¿Tienes fuego? —volvió a preguntar el borracho reapareciendo de repente.

—Ya le he dicho que no fumo —repitió Francesco irritado.

—Eres un hijo de puta —le insultó el hombre mientras regresaba a Via del Cestari—. No eres hombre para ella, cabrón —murmuró antes de desaparecer.

«¿Qué es lo que dice? ¿Está diciendo lo que está diciendo?». Sin pensar, siguió los pasos del borracho que caminaba haciendo eses, cojeando de la pierna izquierda. Este no reparó en la presencia de Francesco, que ganaba terreno a cada paso. ¿Aquel idiota estaría hablando de Sarah o simplemente estaba soltando incoherencias? Su estado no era de los mejores, había bebido mucho más de la cuenta, pero mucho. En un determinado momento estuvo a punto de perder el equilibrio, pero por suerte no cayó. Se rio con una fuerte carcajada de sí mismo y de su imagen.

Aquel individuo no podía saber nada de Sarah. Eso pensó Francesco. Se había dejado llevar por el nerviosismo y la ansiedad. Lo mejor era volver al largo. A fin de cuentas, había sido ese el lugar especificado en el mensaje que había recibido. Dio media vuelta y suspiró. «¡Ay! ¿Dónde andarás, Sarah?», se preguntó a sí mismo, aunque desgraciadamente no tenía la respuesta.

—¿Tienes fuego? —oyó que preguntaba tras él el borracho, que debía de haberla tomado con Francesco. El periodista aceleró el paso y no respondió—. ¿Tienes fuego, estúpido?

Francesco no contestó. Era el alcohol el que hablaba por él. No había que prestar oídos a la gente en ese estado. Había sido un error seguirlo.

—No eres hombre para ella —volvió a decir.

Francesco se detuvo y miró al hombre.

—¿Qué has dicho?

Perdió los estribos y agarró al borracho, pero cuando se quiso dar cuenta era él quien le tenía contra la pared, agarrándole por el cuello con una poderosa mano. Trató de zafarse, pero no lo consiguió.

—Ya no pareces tan valiente, ¿a que no? —La voz ya no titubeaba. Era firme y seca, sus movimientos precisos. Estaba más sobrio que Francesco.

—¿Qué quier…, qué quiere de mí? —preguntó el periodista temeroso, con la voz ahogada por la mano que le apretaba el cuello.

—Yo, nada —le respondió el hombre a la cara, con acento toscano. Francesco podía sentir su aliento—. Lo quiere Sarah —añadió.

—¿C…, cómo? —Estaba confuso. ¿Qué quería decir?—. ¿Sarah?

El hombre aflojó la presión.

—¿Sarah es importante para ti?

—¿Cómo?

—¿No sabes decir nada más? —se mofó el hombre—. ¿Sarah es importante para ti? —Volvió a apretarle el cuello.

—Lo es —respondió con esfuerzo.

—¿Morirías por ella?

—Sí.

El hombre le dejó libre del todo. Se desprendió del chaquetón inmundo, lo tiró al suelo y apareció un traje de Armani de corte impecable. Se alisó la chaqueta, se sacudió el polvo y adoptó una expresión fría y contrariada.

—Magnífico. Veremos si ella hace lo mismo por ti.

La mentira sagrada
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