30
Circunstancias.
La vida entera es una sucesión de factores desconocidos e imponderables, incontrolables, totalmente imprevisibles, resumidos en una simple y poderosa palabra. Circunstancias.
Raramente se piensa en ellas o se les atribuye siquiera ningún valor, pero el hecho de girar a la izquierda en lugar de a la derecha, de planear un viaje en determinada época del año y no en otra, decidir hacer una carrera en lugar de otra, cosas como esas y otras muchas cambiarán por completo las circunstancias de todos y cada uno de nosotros.
Rafael no era muy dado a pensar en las circunstancias. Las consideraba siempre que se justificara, pero no perdía el tiempo analizando el porqué de estar en determinado lugar en determinada hora bajo determinadas influencias. Siempre que entraba en un lugar estudiaba inmediatamente todas las posibles salidas. Deformación profesional que no podía llamarse defecto, derivada de años de entrega y empeño en misiones peligrosas e inmersiones en lo desconocido en nombre de Dios. Minuto a minuto, hora a hora, el mundo latía y avanzaba extinguiendo lo que había sido y velando con una densa niebla lo que estaba por venir.
De ahí que no fuese del todo natural que Rafael aún estuviera cavilando sobre el asunto de Günter, en cómo habría seguido vivo si a él no se le hubiera ocurrido ir a pedirle ayuda en el esclarecimiento de ciertos indicios del crimen que había llevado a Yaman Zafer junto al Creador. Las desdichadas circunstancias.
Tal vez con el tiempo se estuviera ablandando. Los años pasaban y las personas desaparecían, quedando únicamente en la memoria y en los retratos. Si no hubiese ido a la iglesia de San Pablo y San Luis, Günter todavía estaría vivo, al igual que Maurice. Si no hubiese escuchado aquellas palabras que san Ignacio en persona había pronunciado hacía más de cuatrocientos cincuenta años. Ad maiorem Dei gloriam. Si, si, si… El «si» no solía formar parte de su ecuación, tampoco la especulación, lo que podía haber sido. Rafael era un hombre de acción y reacción, no de reflexión y conjeturas. Tendría que cerrar la página de Günter de una vez por todas. Tal vez solo lo consiguiera cuando resolviese la situación. Tenía que desvelar aquel embrollo.
—Gavache tiene entre manos un problema grave —dijo Jacopo interrumpiendo los pensamientos del sacerdote.
El tren avanzaba a más de trescientos kilómetros por hora en dirección a la estación de St. Pancras International, en pleno corazón de Londres. Ya se encontraban en tierras de su majestad, a pocos minutos de su destino.
—¿Gavache? ¿Y nosotros? —contestó Rafael.
Jacopo se quedó rumiando la respuesta del clérigo durante unos instantes, mientras miraba la pantalla de su portátil.
—Qué tragedia —se lamentó el historiador—. ¿Por qué haría eso el acólito?
—No lo sé —respondió Rafael—. Nadie mata y se mata por nada. Algo muy grave está pasando.
—El muchacho parecía desesperado —comentó Jacopo, rememorando la escena, todavía vívida en su mente—. ¿Vamos a ayudar a Gavache?
—Solo en la medida en que le permita resolver los homicidios —le aclaró Rafael—. Todo este asunto está muy embrollado.
—Lo está. Y este desplazamiento a Londres es muy extraño. —Tecleó una dirección en el ordenador—. William podía haber sido más explícito.
—A veces es mejor saber poco —afirmó el sacerdote—. Y para ti es el cardenal William.
Jacopo hizo caso omiso del reproche. Seguía enfrascado buscando documentación, alguna pista sobre ese misterioso Ben Isaac.
El vagón iba lleno de gente. Ejecutivos ultimando gráficos y tablas para utilizar en una reunión importante —todas lo eran—, musulmanes hablando por teléfono como si fuesen los dueños del mundo, turistas, parejas, criminales que parecían ejecutivos, solitarios, mujeres hermosas, hombres guapos, unos leyendo libros eruditos de cualquier filósofo francés de título llamativo o aburrido, otros el best seller del momento, que habla de mentiras sagradas y secretos del Vaticano, sumos pontífices y elegidos de Dios, crímenes por resolver y enigmas antiguos de historias mal contadas.
—Tenemos un problema con los jesuitas —acabó diciendo Rafael.
—¿Y te enteras ahora? —El sarcasmo de Jacopo era evidente.
—No estoy hablando de una sospecha sin fundamento, ni de una acusación sin pruebas —le aclaró el cura—. Esta noche hemos visto que hay un secreto que guardan… con la vida.
Jacopo comprendió lo que Rafael quería decir.
—¿Y crees que es un «secreto» que conocen todos sus miembros?
—No lo sé —repuso, aunque había sido Maurice quien había apretado el gatillo, lo que significaba que en las esferas más bajas al menos algo sabían—. No sé —repitió.
—Tarcisio va a reunirse hoy con el papa negro. Tal vez le deba mencionar este asunto —atajó Jacopo.
—Solo existe un papa —le refutó Rafael, denotando una ligera exaltación en el tono—. No existe ningún papa negro. Nunca ha existido.
Jacopo había aludido a la designación popular del superior general de la Compañía de Jesús. El negro derivaba del hecho de que los miembros de la Compañía vestían de ese color, aunque también aludía a cierto poder sombrío de la Compañía. Se decía que el papa negro tenía más poder que el mismo papa y que el que habitaba el palacio apostólico del Vaticano rendía vasallaje al de la Curia General, en Via dei Penitenzieri, a escasos metros uno del otro, si quería tener un pontificado tranquilo. Leyendas y mitos que carecían de legitimidad probada.
—Llámale superior general o prepósito, pero lo cierto es que en este momento parece saber más que el papa.
Rafael no quiso admitirlo, pero el historiador tenía razón. La Compañía tenía algo de tenebroso. Günter, Maurice, Zafer, Sigfried, Aragonés eran la prueba de ello. Ben Isaac era la respuesta a todo aquel puzle o así lo esperaba el sacerdote italiano.
Pensó en las últimas palabras de William cuando este lo había telefoneado con las nuevas instrucciones. «Su amiga ya está con ellos». No esperaba aquel desenlace. Otra vez la periodista parecía cruzarse en su camino. Sin querer, era cierto, pero se interponía en su camino siempre. Tal vez eso quisiera decir algo.
Aprovechó para informar al cardenal de la tragedia que había ocurrido en la iglesia de San Pablo y San Luis. El prelado no dijo nada. Escuchó la información y no quiso saber más detalles. «Siga las instrucciones que le di. Sin excepciones. Y esta vez no deje que nadie mate a nadie o se suicide». Fue su última frase, sin un adiós o un hasta luego.
Más tarde, ya de viaje, había llamado David. Estaba en Roma y quería comer con él. Habituado a analizar las situaciones en milésimas de segundo, pues solo así se garantiza la supervivencia en determinadas ocasiones, aceptó cenar con él aquella misma noche. Tendría que hacer que todo pareciese verdad. Por otra parte, era imperativo aterrizar en Roma al final del día. No puso en duda la llamada de David. Era un amigo de una vida anterior que ya no existía. Pensó en no aceptar la invitación, pero el americano podía serle útil alguna vez en su vida presente.
Un timbre electrónico y una sensual voz femenina le sacaron de sus pensamientos.
«Señores pasajeros, dentro de unos momentos llegaremos a la estación de St. Pancras International. Comprueben que llevan todas sus pertenencias con ustedes. Deseamos que el viaje haya sido de su agrado y será un placer tenerlos de nuevo a bordo del Eurostar en próximas ocasiones».
—OK. Por fin —rezongó Jacopo estirándose. Cerró el portátil y lo metió en la maleta de mano.
El móvil de Rafael sonó en el preciso instante en que el tren aminoraba ostensiblemente la marcha para entrar en el correspondiente andén. Escuchó en silencio durante unos segundos. Después colgó sin pronunciar palabra.
—¿Todo en orden? —preguntó el historiador visiblemente fatigado.
Rafael asintió con la cabeza. Aún no se había detenido el tren y ya una fila interminable se dirigía hacia la puerta. Una prisa enorme por salir, cada cual con quehaceres más importantes que los del vecino. Rafael permaneció sentado, al igual que Jacopo, más por deferencia hacia el sacerdote que por propia voluntad.
En cuanto la gente empezó a bajar al andén, Rafael miró a su acompañante con expresión seria.
—En cuanto pongamos un pie fuera del tren vamos a hacer las cosas a mi modo.
Jacopo asintió sin decir nada.