18
—Explíqueme esa historia con claridad —le pidió Gavache volviéndose hacia atrás desde el asiento del copiloto.
Jean Paul llevaba al inspector y a los dos italianos al centro de la ciudad.
—San Ignacio de Loyola fue el primero en usar ese lema en la Compañía de Jesús, de la que fue fundador. Ad maiorem Dei gloriam: «A mayor gloria de Dios» —explicó Rafael.
—Santo —se burló Jacopo.
—¿Me está diciendo que los jesuitas andan matando gente?
—No. Le estoy diciendo que un jesuita ha matado a dos personas.
—Tres —dejó escapar Jacopo a modo de corrección.
Los ojos de Gavache casi saltaron de sus órbitas. Rafael miró a Jacopo con expresión de desaprobación y también de exasperación.
—¿Tres? ¿Ya van por el tercero? ¿Estás oyendo esto, Jean Paul? —Seguía mirando a Rafael con aire inquisitivo.
—Sí, inspector. Alguien anda escondiendo información —dijo Jean Paul echando leña al fuego.
—Justamente es lo que pienso, Jean Paul. Alguien quiere reírse de nosotros en nuestra cara. Por otro lado, ¿qué se puede esperar de los que predican la moral? Solo predica moral quien es inmoral, ¿o no? Pero ¿quién puede querer reírse de nosotros en nuestra cara, Jean Paul? —Miró el interior del habitáculo hasta clavar la vista en los pasajeros de atrás.
Jean Paul no respondió a la pregunta retórica de Gavache, quien, como podían ver, también sabía hacer teatro cuando era necesario.
—Le pido disculpas, inspector. No recordaba ese pormenor —comenzó Rafael, incomodado. Odiaba pedir disculpas y estar en situación de tener que negociar. Era difícil para quien normalmente hace y deshace… en nombre de Dios. Jacopo tenía que aprender a mantener la boca cerrada, pero eso lo dejaba para más tarde—. El tercer homicidio, aunque en términos cronológicos fue el primero, es el de un sacerdote católico en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén.
—¿Cuándo? —inquirió Gavache con brusquedad.
—Hace tres días.
—¿Nombre?
—Ernesto Aragonés. Era el administrador del ala católica —aclaró Rafael. Aún pisaba arenas movedizas.
—¿Por qué dice ala católica?
—Porque la iglesia del Santo Sepulcro está administrada por seis iglesias distintas.
—¿Estás oyendo esto, Jean Paul?
—Menudo follón, inspector —asintió el ayudante con los ojos fijos en la carretera.
La lluvia fina que no dejaba de caer sobre el parabrisas molestaba de manera irritante. Los limpiaparabrisas al quitarla más que limpiar ensuciaban, lo que hacía que Jean Paul tuviera que conducir con redoblada atención.
—¿Cómo es que seis iglesias caben en una? —inquirió, y volvió a mirar al frente. Volver mucho tiempo la cabeza hacia atrás le provocaba dolor de cuello.
—¿Conoce usted la importancia de esa iglesia?
Gavache no respondió de inmediato, como si estuviera pensándose la respuesta, pero Rafael se dio cuenta de que solo quería poner a prueba sus nervios.
—Es la más importante.
—Exactamente. Se alza en el lugar donde Jesús fue crucificado y sepultado.
—Supuestamente —advirtió Jacopo, como si aquella palabra supusiera una diferencia radical.
—¡Parece que este amigo suyo no es muy católico! —exclamó el inspector, a quien todo aquello le divertía aunque no sonriese.
—Nada católico —añadió Jacopo—. Ni una gota de sangre.
—¿Y por qué ha venido?
Jacopo no supo qué responder. Había ensayado una respuesta en previsión, pero a esas alturas se le había olvidado.
—Jacopo es un eminente historiador de la universidad de Roma de La Sapienza —se anticipó Rafael—. Ha venido porque era amigo de Yaman Zafer —añadió.
—¿Y de Sigfried Hammal?
—Creo que nos conocimos en un congreso en 1985, pero no fue lo suficientemente importante como para recordarlo —contestó Jacopo con voz trémula.
—¿Y ese tal Ernesto Aragonés? —insistió Gavache.
—Nunca había oído hablar de él.
El inspector permaneció en silencio unos momentos. Solo se oía el ruido del motor en marcha y de la calle.
—¿En qué estábamos? —preguntó tras una pausa.
—¿Cómo es que seis iglesias caben en una? —le recordó Jean Paul, como si no fuese con él.
—Exactamente. ¿Cómo es que seis iglesias caben en una? —repitió Gavache.
Rafael tomó de nuevo la palabra.
—Como ya ha comprendido, esa iglesia es la más importante de todas las iglesias antiguas por razones históricas. —Clavó los ojos en Jacopo al decir lo último—. Un acuerdo firmado con los otomanos en 1852 dividió la custodia de la iglesia y sus correspondientes casas parroquiales entre los católicos, ortodoxos griegos, armenios, coptos, sirios y etíopes. Nombraron un custodio neutral.
—¿Un custodio?
—La persona que abre y cierra la iglesia —explicó Rafael—. Nombraron un custodio musulmán.
—Qué mundo feliz, en el que las religiones conviven pacíficamente —ironizó Gavache.
Rafael ignoró la ironía.
—Ese acuerdo es conocido como Statu quo —concluyó.
Gavache captó la información histórica y se humedeció los labios.
—Ahora la pregunta del millón. —Se permitió unos segundos de expectación y volvió la cabeza hacia atrás. Se masajeó el cuello para atenuar el dolor. Quería ver sus caras al responder—. Ernesto Aragonés, Yaman Zafer, Sigfried Hammal ¿se conocían?
Los pasajeros de atrás se miraron el uno al otro.
—No tengo ni idea —respondió Rafael.
—No le sé decir —fue la respuesta de Jacopo.
—Hum… ¿Crees que darían las mismas respuestas si hubiesen estado en cuartos separados, Jean Paul?
—No tengo ni idea, inspector. No le sé decir —replicó su subordinado.
Gavache era un halcón. Sobrevolaba a sus presas varias veces antes de hincarles las garras.
—Y los crímenes ¿estarán relacionados? ¿Cómo murió el otro?
—De un tiro en la nuca.
Gavache suspiró.
—¿Otra práctica jesuita? —El sarcasmo era de máximo nivel—. Un sacerdote, un arqueólogo, un teólogo. —Hablaba más para sí mismo que para los demás—. El arqueólogo y el teólogo sabemos que están relacionados. Con el sacerdote, varía el modus operandi. Tengo aquí a un sacerdote y a un historiador que se guardan el plato fuerte y me contentan con caramelos. ¿Crees que son de confianza, Jean Paul?
—No le sé decir, inspector. ¿Es usted goloso?
—Soy goloso, Jean Paul. Claro que soy goloso. Pero me gusta tener en la mano la bolsa de los caramelos y no que me den uno de vez en cuando o tener que mendigar mucho para que me lo den.
—Entonces ya tiene la respuesta, inspector.
Aquellos diálogos irritaban a Rafael y ponían a Jacopo receloso.
—Inspector Gavache, le estoy facilitando todo lo que tengo —le explicó Rafael a modo de disculpa—. No mencioné el crimen de Jerusalén porque no los relacioné. Como usted mismo afirma, el modus operandi es diferente. Puede haber sido el mismo asesino o no estar relacionado en absoluto. No hay mala fe, ni intento engañarle. Espero que lo comprenda así. Ha sido una semana terrible para nosotros.
—Tengo dos muertes relacionadas en territorio francés en menos de veinticuatro horas, en la capital y en el sur. ¿Eso lo ve fácil? —le refutó Gavache.
—No es eso lo que quiero decir —se disculpó Rafael. No era fácil argumentar con Gavache. En realidad era imposible. Jamás le ganaría en una disputa de aquellas. Decidió dejar las cosas como estaban.
De nuevo quedaron en silencio. Para entonces Jean Paul conducía por pleno centro de París. Lo avanzado de la madrugada hacía que hubiera poco tráfico y fuera fácil transitar. Durante algunos minutos casi podía oírse el opresivo tictac que el silencio ensordecedor provocaba. Tictac, tictac, tictac.
Rafael reconoció el camino. Bulevar du Temple, después Bulevar des Filles du Calvaire, a continuación la Rue de Saint-Antoine de frente.
—¿Por qué pidieron ayuda al Vaticano? —preguntó Rafael.
Gavache tardó en responder. Miraba al frente como Jean Paul, iba pensando en cuanto se había dicho por las buenas o por las malas.
—En la grabación de su amigo se mencionaba el Vaticano —acabó por decir—. Pero hubo algo más que me intrigó.
El sacerdote se apoyó en el asiento delantero. Permanecía muy atento.
—¿Qué?
—El homicida dijo que el papa rezaría por él. Puede parecer una afirmación inocente, pero para mí significa que el jesuita hizo lo que él le había mandado.
—¿Está loco? —exclamó Rafael—. Eso no tiene fundamento.
—Mire, no soy más que un laico. Si tiene una explicación mejor, soy todo oídos —ironizó Gavache.
—¿Le parece plausible que el santo padre envíe a un homicida y después acceda a colaborar en la investigación de un crimen que él mismo habría ordenado?
—Sabe tan bien como yo que los criminales a veces son testigos en los crímenes que ellos mismos han perpetrado. No sería el único —le refutó el inspector.
—Lo que tenemos aquí es a un jesuita descontrolado… con agenda propia —contemporizó Rafael.
—¿Ante quién responden los jesuitas? —le preguntó Gavache.
—Ante el superior general de la Compañía —explicó el sacerdote.
—¿Y ante quién responde el superior general?
Rafael tardó más tiempo en contestar de lo que hubiera deseado.
—Ante el papa —se anticipó Jacopo.
Nadie añadió nada más; solo Jean Paul tras su brusco viraje:
—Hemos llegado.