7

Ben Isaac quería hacer lo que fuera para salvar su matrimonio. Myriam no estaba para bromas y le había dado un ultimátum: o el banco o ella. Esa había sido la razón por la que había accedido a hacer el crucero en un momento en el que el grupo financiero que dirigía atravesaba momentos tan delicados. El hijo de ambos, en nombre de su padre, se iba a hacer cargo de los negocios de la familia durante el mes. Ben Junior, de veintisiete años, llevaba tiempo desempeñando funciones de gestión en algunas empresas, pero siempre bajo la mirada atenta y garante del padre. Esta vez era diferente. El padre se encontraba en un barco con la madre recorriendo el Mediterráneo. Ben Junior debía hacerle un resumen por las noches de todo lo que había tenido lugar durante el día. La madre toleraba aquella conversación siempre que no excediese de un cuarto de hora. Ben aprovechaba para aconsejar a su hijo, dada la experiencia que había acumulado a lo largo de los años. No era un buen marido ni un buen padre, pero en la banca nadie le aventajaba. Pensaba que con la edad los negocios irían pesando cada vez menos en su vida y que las cosas cambiarían, pero se engañaba. Los objetivos iban cambiando. Primero había querido lo mejor para sí mismo, después lo mejor para Myriam, después… Magda; a continuación lo mejor para su hijo y, en aquel momento, simplemente quería dejar un magnífico legado, a prueba de malos tiempos o malas decisiones.

—Cuando te mueres, todo se queda aquí —le había reconvenido Myriam, alterada, en una de las muchas discusiones que habían tenido—, no te llevas ni un penique.

El crucero no podía haber llegado en peor momento. Las negociaciones con sus compatriotas israelíes estaban en un punto crucial y había de ser Ben Junior quien cerrara el negocio en Tel Aviv. Era la prueba de fuego para el joven.

Se embarcó en el MS Voyager of the Seas, un buque de enormes proporciones con quince cubiertas y un millar de pasajeros. Lo consideraban un «hotel flotante» y no se equivocaban. Tenía casino, spa, capilla para bodas, pista de hielo, cine, teatro, centro comercial, todo para hacer olvidar a los viajeros que estaban en el mar y no en tierra. Y lo conseguían con creces. Lo irónico es que Ben Isaac podía comprarse un barco propio con tripulación y navegar a su gusto, de manera más confortable. Sin embargo, Myriam se había mostrado inflexible. Un crucero como los de los matrimonios normales. Miryam no admitía discusión al respecto. Reservó cinco camarotes en la cubierta 14 para estar céntricos y no ser importunados por vecinos desagradables. Claro, que olvidó informar a Myriam de aquel pormenor. Ben Isaac era así. Condescendía hasta cierto punto y luego se las apañaba para hacer las cosas a su manera. Intentaba ahorrarle a Myriam todo. Problemas con el negocio, los accidentes del hijo, la cura de desintoxicación del hermano de ella, las amantes del padre en otros tiempos. No permitía que nada la incomodase, la aislaba bajo un paraguas de estabilidad, aunque aquello le originase otros problemas, como la falta de atención, las largas ausencias o las carencias de afecto. Myriam se rebelaba y Ben Isaac se doblegaba a su voluntad, adaptándose a la nueva realidad. El secreto de su éxito siempre había sido ese.

De modo que lo encontramos leyendo el periódico en la mesa 205 del restaurante de la cubierta 14. Myriam había ido al gimnasio para hacer un poco de natación y enseguida se reuniría con él. Todas las mañanas eran iguales desde que había embarcado en el titánico buque. Y a aquel israelí, desterrado desde su infancia en Londres, donde había hecho fortuna, no le importaba. Si Myriam estaba feliz, él estaba feliz. No le preocupaba recibir noticias de la compañía solo por la noche. Era el precio que tenía que pagar por las innumerables noches de ausencia. Myriam merecía su sacrificio.

El camarero le trajo el café.

—Buenos días, doctor Isaac. ¿Cómo se encuentra hoy? —dijo con una sonrisa sincera en el rostro.

—Buenos días, Sigma. Muy bien, gracias.

Sigma era filipino y un excelente camarero, en opinión de Ben Isaac.

—¿Tomará solo café?

—Sí. Solo café. Antes de las diez no me entra nada.

—Desde luego, doctor Isaac. Si necesita algo más no dude en llamar. Le deseo que pase un buen día.

—Gracias, Sigma.

Ben Isaac siguió leyendo The Financial Times, por deformación profesional. Con ninguna otra lectura disfrutaba tanto. Analizar el mercado, leer entre líneas, valorar las oportunidades de inversión… Una sola página permitía fantasear con unos ingresos de millones de libras. Llegado el caso, aconsejaría a Ben Junior inversión o cautela con determinado asunto.

Levantó la taza de café y bebió un sorbo. Fuerte, solo, sin azúcar. ¿Qué mejor forma de afrontar el día? Al dejar la taza reparó en un sobrecito en el borde del plato. Qué extraño. Sigma no lo había mencionado. Apoyó el periódico sobre la mesa con intención de retomar la lectura y abrió el sobre. Dentro había un papelito en tono crema.

«Medianoche piscina Statu quo».

Ben Isaac releyó tres veces la nota. Miró las mesas de alrededor. Había poca gente levantada. Una familia de cinco al fondo, un matrimonio tres mesas más allá. Ningún sospechoso, aunque veía los rostros, no los corazones ni tampoco las intenciones.

Atisbó a Sigma dirigiéndose hacia la mesa de los cinco con una bandeja repleta de cruasanes, pan, queso y fiambre.

—Sigma, por favor —le llamó. El filipino se acercó—. ¿Quién le ha dado este sobre? —preguntó, tratando de ocultar la inquietud que sentía.

—¿Qué sobre, doctor Isaac? Nadie me ha dado ningún sobre.

—Este… —Pero desistió. Aquello estaba muy por encima de la comprensión de Sigma—. Olvídelo. Ha sido una confusión mía. Gracias.

—¿Necesita algo más, doctor Isaac?

El israelí tardó unos instantes en responder que no. Que todo estaba en orden.

A pesar del ambiente fresco debido al aire acondicionado, Ben Isaac sudaba. Se llevó la servilleta a la cabeza tratando de limpiarse la película que se le formaba. Aquello le incomodaba. Metió la mano en el bolsillo de los pantalones que Myriam le obligaba a usar y sacó el móvil. Pulsó el pin del teléfono y lo desbloqueó para hacer la llamada. Poco tiempo después sonó el bip que indicaba que el teléfono del destinatario estaba sonando o vibrando o haciendo lo que fuere que los teléfonos hicieran hoy en día.

«Cógelo, cógelo, cógelo», se encontró suplicando, aunque su intención fuera decirlo con el pensamiento.

Nada. No obtuvo respuesta. Segundos después atendió el contestador. Llamó a Ben Isaac Junior…

Dejó el móvil encima de la mesa y consultó el reloj. Eran las once en Tel Aviv. Su hijo Ben ya estaba trabajando. Tal vez en una reunión del importante negocio donde el alma del éxito estriba en el secreto. La angustia en el corazón le decía que no. Se levantó. Necesitaba clarificar sus ideas, tenía que pensar. Calma, Ben Isaac. Él no tiene nada que ver con eso. Ellos no iban a ponerle la mano encima al muchacho. Pero no conseguía olvidarse del mensaje de la notita color crema. No de la hora ni el lugar, sino de lo demás. Statu quo. Le producía escalofríos.

El pasado, el pasado siempre tras los pasos de los justos. Los equívocos, las ansias, la altanería de la juventud ni le daban tregua ni se olvidaban de él. Del mismo modo que Myriam, o Ben Junior y Magda, el pasado le acompañaba siempre y, esta vez, venía a cobrarle a medianoche en la piscina.

La mentira sagrada
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