9

Shimon David era un vecino atento, o al menos eso le gustaba pensar. Los vecinos no utilizaban la misma expresión, habían optado por otra menos elogiosa, pero él la desconocía y por eso no le afectaba. Para ellos Shimon era un viejo controlador, siempre vigilando los menores movimientos de la calle y el vecindario. Si alguien quería saber si determinada persona se encontraba en casa o iba a tardar en llegar, Shimon era el vecino a quien había que preguntar. Hasta por cómo vestían podía vislumbrar qué existencia llevaban. El alcance de su sabiduría abarcaba de un extremo a otro de la calle, era lo único que le importaba. Viudo, se había instalado allí hacía más de dos décadas. Toda su vida había sido cartero. Podía saberse mucho de una persona por la correspondencia que recibía. Shimon sabía muchas cosas de sus vecinos, más incluso de lo que ellos sospechaban, porque nadie quería saber del cartero.

La calle estaba situada en los alrededores de la Ciudad Santa. A lo lejos, en mitad de un conglomerado de edificios y tejados, para aquellos que supieran verlo, se adivinaba el reflejo dorado de la Cúpula de la Roca, al otro lado de la muralla.

Desde la ventana por donde controlaba a los vecinos, en el buen sentido de la palabra, Shimon conseguía ver su amada ciudad de Jerusalén, el centro del mundo.

Aquel atardecer Shimon no se asomó a la ventana. Los vecinos llegaban cansados del trabajo y no estaban para nada. Entraban en sus viviendas como siempre lo hacían, sin mirar atrás, deseosos de unas horas de paz y sosiego en unos casos, en otros de pelea y bullicio. Les daba igual que Shimon estuviera en la ventana o no.

Unos movimientos en casa de la difunta Marian, una anciana de noventa años que había muerto hacía dos meses y no tenía herederos, habían captado la atención del atento judío. Tal vez hubieran comprado la casa de al lado de la suya. Pero lo cierto es que no se había hecho mudanza ni reparaciones. Tres hombres habían llegado en una camioneta blanca, habían entrado en la vivienda y se habían instalado como si hubiesen vivido allí siempre. Aquella situación no le inspiraba confianza a Shimon, así que, como autodesignado vigilante de la calle, debía saber más. La información era vital.

Conocía muy bien la casa de Marian. Había entrado muchas veces en vida de la anciana, una mujer rezongona y muy chismosa. Pero a él le gustaba conversar con ella. Así tenía con quien hablar. El primer error de Shimon fue no llamar a la puerta delantera e intentar una incursión furtiva. Rodeó la casa, de la planta baja al primer piso, de puntillas, procurando no hacer ruido. La primera ventana era la de la sala y no se atrevió a mirar. Se trataba de una habitación compartida por demasiada gente como para que no hubiera nadie y Shimon no quiso arriesgarse. No porque sintiese que estaba haciendo algo malo, sino por el deber de proteger el patrimonio de la vecina, que, aunque no fuera cosa suya, debía entregarse en perfectas condiciones a los próximos dueños, que hasta podían ser estos, aunque Shimon no lo supiese. La segunda ventana correspondía al cuarto de Marian. Lo había trasladado desde el primer momento allí al darse cuenta de que si para dormir tenía que subir todas las noches las escaleras, moriría antes. El esfuerzo la dejaba extenuada. Marian era una mujer muy pragmática. Pero no era momento de pensar en ella. La misión consistía en saber quiénes eran los intrusos. Si es que lo eran. Podían ser simplemente tres buenos chicos, sin ninguna maldad, que llegaban a engrosar la lista de nuevos vecinos. Lo que hubiera supuesto un cambio, ya que los vecinos, por motivos profesionales o por fallecimiento, no hacían más que disminuir.

Shimon dio otro paso más en dirección a la ventana del cuarto de Marian, que, pura coincidencia, quedaba frente al suyo, separado por un muro que le llegaba a las nalgas. Así que llegó a la ventana y se encontró con la cortina echada. Maldición. Así no vería nada. Había luz en el interior, pero la cortina era opaca y no dejaba traslucir nada. Dobló la esquina de la parte trasera y avanzó despacio. El sol había huido a otros parajes. Ya era noche cerrada. El corazón se le aceleraba en el pecho. No tenía edad para esas cosas. Oyó un ruido ahogado. Parecía alguien jadeando… Y una bofetada. El jadeo podía ser suyo, pero la bofetada no. Dio media vuelta buscando el origen del ruido y se encontró de nuevo en la ventana del cuarto de Marian. Las cortinas ocultaban el interior, pero dejaban escapar un pálido reflejo de luz por los extremos. No se veían sombras. Oía nítidamente lo que sucedía en el interior de la estancia. Alguien respiraba muy agitadamente. Nueva bofetada.

—No tenemos toda la noche, chaval —amenazó una voz grave, de hombre.

—Ya se lo he dicho. No sé de qué hablan. Se han equivocado de persona. —La voz lloraba—. Dejen que me vaya, por favor.

Nueva bofetada más fuerte, según la apreciación auditiva de Shimon. Arrastrar de sillas y otros sonidos ininteligibles.

—No seré tan benévolo la próxima vez —amenazó la misma voz.

—Haz lo que te dice, chaval. Es mejor que no esperes más —aconsejó otra voz más cordial, o así lo parecía.

—No sé nada. Se equivocan de persona —repitió la voz lastimera.

—¿Tu nombre es Ben Isaac Junior? —inquirió el propietario de la voz más amistosa—. ¿Hijo de Ben Isaac?

La voz llorosa no respondió. Se oyó otro golpe. Posiblemente en la cabeza.

—¿No has oído? Responde. —La primera voz volvía a entrar en escena.

—Sí —respondió Ben Isaac Junior con miedo—. Llamen a mi padre. Él les pagará lo que le pidan. —Era evidente que sufría.

La voz amistosa empezó a reírse.

—No se trata de dinero. Nadie espera un rescate.

—¿No? —preguntó Ben. Estaba absolutamente desconcertado.

—No —corroboró la voz amistosa—. Pero algo queremos, obviamente. Y tú vas a ayudarnos a obtenerlo, Ben. ¿Estamos de acuerdo?

Shimon estaba atónito, pegado al cristal de la ventana. Debía ir a su casa a llamar a la policía. Alguien había secuestrado a Ben Isaac Junior, quienquiera que fuese. Tenía voz de chiquillo aquel hijo de Ben Isaac padre que debía de tener algo importante para mafiosos de ese calibre. Por qué habían elegido la casa de Marian era otro misterio. Todo a su tiempo. En primer lugar, la policía.

Se dirigió hacia la calle deprisa, la situación requería presteza. Tan deprisa como le permitían la edad y las fuerzas que Yavé le daba. Había vidas humanas en juego. Cuando el vecindario supiese aquello, se armaría la marabunta. Shimon pasó frente a la ventana de la sala y… Cuando despertó estaba preso en una silla en lo que había sido la alcoba de Marian, con un fuerte dolor palpitante en la nuca. A su lado se encontraba Ben Isaac Junior, babeando sangre y con la cabeza colgando sobre el pecho. Parecía dormido. Dos hombres miraban a Shimon.

—¿Usted quién es? —inquirió el de la voz amistosa, claramente el líder del grupo. Era también el más bajo.

—¿Yo? —dijo Shimon con miedo. El dolor en la parte posterior de la cabeza no le dejaba pensar.

—Sí, tú. ¿No has oído?

Había reconocido aquella voz. Era la del más bruto.

—Yo… Yo… soy un vecino de la casa de al lado. —¿Qué podía decir, sino la verdad?

—No. ¿Sabes lo que eres tú? —le preguntó sarcásticamente al tiempo que acercaba un revólver a la cabeza de Shimon, quien cerró los ojos y apretó los labios de pánico, mientras un escalofrío le recorría la espina dorsal… Era el fin—. Un daño colateral.

La mentira sagrada
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