46

—¿Qué han venido a hacer a Londres?

—Y ustedes ¿qué han venido a hacer?

—El que hace las preguntas aquí soy yo.

—Sabe perfectamente que no tiene ninguna razón de peso para mantenerme aquí. Tarde o temprano recibirá una enfurecida llamada telefónica del Vaticano pidiéndole que me libere y no tendrá más remedio que hacerlo.

David Barry sabía que Jacopo tenía razón. Eran dos Estados abusando de la confianza de un tercero que no tenía ni idea de lo que estaba pasando dentro de sus propias fronteras. Algo que sucedía habitualmente dentro de las fronteras de esos dos Estados, que en este caso eran los usurpadores, por decirlo suavemente.

Los dos hombres estaban solos en la sala de interrogatorios. Jacopo sudaba por culpa de la alta temperatura del aire acondicionado. Se había quitado el abrigo y llevaba desabrochada la camisa. No le habían torturado, al menos en el sentido literal de la palabra, nadie le había tocado un pelo ni había amenazado su integridad física, de no ser el calor de la sala.

David Barry se sentó frente a él y apoyó los brazos en la mesa cuadrada. La luz blanca se difundía uniformemente por aquella sala revestida de espejos, incluso en la puerta.

—Jacopo Sebastiani: o me dice lo que quiero saber o, cuando el papa me llame, le diré que no tengo ni idea de acerca de quién me está hablando y que no tenemos nada que ver con su desaparición y, cuando aparezca, será descompuesto flotando en el Támesis.

Jacopo tragó saliva ante aquella amenaza. La idea de verse en el agua sucia y helada del río hizo que se le pusieran los pelos de punta a pesar del calor que hacía.

—No entiendo su interés en este asunto. No hay americanos de por medio —argumentó el italiano, consciente de que no servía para nada.

—Todo cuanto interesa a nuestros aliados también nos interesa a nosotros.

—Qué bonito. Son ustedes unos grandes entrometidos, esa es la verdad.

—¿Vamos a andar todo el día así? —Barry estaba perdiendo la paciencia.

—No. Usted tiene que estar en Roma a las ocho de la noche —bromeó Jacopo.

El director dio un golpe sobre la mesa.

—Si quiere jugar, yo también sé. Pero conmigo juega usted con fuego.

—No fue eso lo que dijo él —contestó Jacopo.

—¿Quién?

—Rafael.

—¿Qué hace él en Londres?

—Ni él mismo lo sabe.

—Estoy perdiendo la paciencia, don Jacopo. —Barry decidió serenar el tono para calmar el ambiente. Tenía más que ganar si el italiano colaboraba—. Rafael podría estar corriendo peligro. Podemos ayudarle si nos aclara el motivo de su viaje.

—Rafael conoce a fondo su oficio. Hoy estamos vivos, mañana sabe Dios. No se preocupe por él.

—¿Cuál es su función en el Vaticano?

—Soy profesor especializado en Religión Comparada.

—¿Qué es eso?

—Analizo las diferencias y semejanzas entre religiones.

—¿Hace falta un curso para aprender eso? —Era el turno de Barry para los sarcasmos—. ¿Y por qué acompañó a Rafael a París?

—¿Qué le hace pensar que fui yo quien acompañó a Rafael?

—¿No fue usted?

—Yo estoy aquí, él no.

Barry suspiró de nuevo, malhumorado. Era como caminar sin moverse del sitio. Así no se iba a ninguna parte.

Un golpe en la puerta llamó su atención. Asomó la cabeza de Aris.

—¿Tienes un minuto, David?

Barry miró a Jacopo con irritación y se levantó.

—Ya voy.

La puerta de la sala de interrogatorios se cerró dejando a Jacopo solo ante decenas de imágenes de sí mismo reflejadas en los espejos de la pared. El sudor le corría por la cabeza y le manchaba la camisa bajo las axilas, tenía aspecto de cansado. Anhelaba llegar a Roma, volver a las comodidades del hogar, a la chimenea del salón, a los estridentes gritos de Norma llamándole a comer o a cenar. Cualquier cosa era mejor que aquello. Su naturaleza latina no se adaptaba a los aires del norte.

—¿Pueden quitar el maldito aire acondicionado? —murmuró para nadie en concreto o para quienquiera que estuviera espiando.

Entonces pensó que lo más seguro era que alguien estuviera viéndolo desde detrás de alguno de aquellos espejos y eso le hizo sonreír. Que se fastidiaran. Todo marchaba según lo previsto. El plan estaba prácticamente concluido.

Barry volvió a entrar jadeante en la sala. Apoyó las manos en la mesa y levantó la cabeza hacia Jacopo.

—¿Qué está pasando aquí?

—Es el aire acondicionado, mucho calor —ironizó Jacopo.

—Vas a hablar por las buenas o por las malas, cabrón. Por última vez, voy a preguntarte por las buenas qué habéis venido a hacer a Londres. ¿Cuál es el plan de Rafael?

Jacopo esbozó una sonrisa cínica.

—Es increíble. Tanta tecnología y no os sirve para nada. —Aguantó la mirada del norteamericano—. Pregúntele esta noche. Seguro que se lo cuenta.

—No me gusta que me tomen el pelo.

—Yo sé cuál es su problema —afirmó Jacopo—. Hay un gran circo montado en casa de Ben Isaac y ustedes no tienen ojos ni oídos. Están ciegos y no saben lo que pasa —aclaró con cierto sarcasmo. Pese a estar harto de la situación, ese detalle le divertía.

—¿Está diciéndome que todo esto es obra de ustedes?

—Claro que todo es obra nuestra. Cuando ustedes van nosotros ya volvemos.

—Luego Rafael está allí.

—Qué fijación, hombre. ¿Aún no se ha dado cuenta de que Rafael no es más que un peón? Ejecuta órdenes. Nada más.

—¿Y el circo forma parte de sus órdenes? —preguntó Barry apoyándose en sus palabras.

Jacopo suspiró.

—Rafael no tiene ni idea de lo que está pasando en casa de Ben Isaac. Todo esto le supera.

La mentira sagrada
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