63

Dos Volvos seguían al Mercedes a poca distancia. Daniel, el comandante de la Guardia Suiza, ocupaba el lugar del copiloto en el primer coche, al mando de un equipo de ocho hombres de la guardia pontificia distribuidos en los dos automóviles, además de los dos que iban en el vehículo del secretario.

Se dirigían a la basílica de Santa Maria Maggiore y el navegador instalado en el Mercedes indicaba que iba siguiendo el trayecto previamente acordado.

—Esto es un error —dijo Daniel para sus adentros—. Un grave error.

No llevaban a los batidores habituales de los Carabinieri, ya que no se trataba de una visita oficial. No les había quedado otro remedio que sumergirse en el terrible tráfico romano de última hora de la tarde, ya noche cerrada en aquel otoño inclemente que se había instalado en la península desde primeros de noviembre como un ejército de lluvia, viento y frío que no daba tregua.

Standby, Adrian —llamó por radio al conductor del Mercedes—. Torced a la derecha hacia Via Merulana —ordenó.

Capito. Torced a la derecha hacia Via Merulana —repitió el de la radio.

Setenta metros después, en Piazza da San Giovanni Luterano, el Mercedes giró a la derecha, tal como había indicado Daniel. Circulaba dentro del límite legal de velocidad, unos cien metros por delante del Volvo de Daniel. Entre ellos iban un autobús, el 714, y dos furgonetas. El comandante seguía atento al aparato que señalaba la posición del Mercedes, con un margen de error de aproximadamente tres metros, nada del otro mundo en una calle tan grande.

El autobús se detuvo unos treinta metros después del comienzo de la calle y provocó una pequeña cola. En la pantalla que Daniel observaba atentamente, el navegador del Mercedes indicaba que proseguía la marcha.

Attenzione, Adrian. Detente y espera. Estamos retenidos detrás del autobús —ordenó Daniel.

El navegador indicó que el Mercedes se había detenido, tal como se le había pedido, unos doscientos metros por delante del punto donde ellos se encontraban, en el cruce con Via Labicana. Daniel no podía verlo, lo que le incomodó un poco, pese a que sabía que el secretario estaba bien protegido. Dejó escapar un suspiro de frustración. El cardenal debía haberle hecho caso.

—¿No nos movemos? —preguntó el comandante.

Indicó al conductor que adelantase a las furgonetas y al autobús, pero en cuanto el Volvo arrancó, la furgoneta de delante hizo lo mismo y se detuvo al lado de la otra furgoneta obstruyendo toda la calle.

—¿Qué mierda es esta? —inquirió Daniel, más para sus adentros que para los hombres que lo acompañaban.

El conductor tocó el claxon, pero no hubo ninguna reacción. El comandante indicó a los hombres de atrás que fueran a ver qué pasaba. Se apresuraron a salir para cumplir la orden, pero no llegaron a hablar con nadie. Los conductores de las furgonetas se habían limitado a abandonarlas allí, después de dejar las puertas abiertas y salir corriendo en direcciones opuestas.

El navegador del Mercedes indicaba que había reanudado la marcha.

—¿Qué demonios? —Aquello no era normal—. Ve por la acera —gritó Daniel—. Ve por la acera ahora mismo.

El conductor torció a la izquierda y se subió a la acera entre dos árboles. Los viandantes se vieron obligados a desviarse y un hombre fue golpeado de refilón por un intermitente y cayó al suelo.

—¡Avanza, avanza! —gritaba Daniel con insistencia.

El navegador indicaba que el Mercedes seguía en movimiento. Había torcido a la izquierda por Via Labicana y avanzaba a gran velocidad hacia el Coliseo.

Attenzione —llamó por radio—. No le he dado orden de ponerse en marcha —advirtió al agente del Mercedes—. Attenzione, Adrian. Comunique su posición.

No hubo respuesta.

Los agentes que habían salido del primer Volvo entraron en el segundo, porque Daniel no quiso perder tiempo.

Observó en el navegador que el Mercedes proseguía en dirección a la plaza del Coliseo.

—Acelera —gritó cuando entraron en Via Labicana rechinando las cuatro ruedas. En aquel momento no había normas de circulación. La vida del cardenal secretario de Estado estaba en peligro—. Attenzione —repitió al de la radio—. Adrian, informa de tu posición, inmediatamente. —Tampoco hubo respuesta—. ¡Demonios! —exclamó—. ¡Acelera, acelera! —gritó al mismo tiempo que golpeaba el salpicadero.

La calle era ancha, pero el Volvo iba demasiado deprisa. Algunos coches tuvieron que orillarse al máximo, incluso subirse a la acera, para evitar la colisión. El agente conducía con pericia, había recibido formación en conducción evasiva, defensiva y de persecución, estaba más que preparado para una situación como esta. Tenía que cortarles el paso.

—Flavian —llamó al de la radio, el conductor del otro Volvo—. Sigue de frente, sube a Nicola Flavi.

Capito —respondió el de la radio.

—Desvíate —dijo a su conductor.

—¿Qué? —preguntó este.

—Que te desvíes. —Al mismo tiempo que lo decía, puso la mano en el volante y lo giró hacia la izquierda. No tardaron en oírse cláxones y frenazos bruscos.

El Volvo aceleró otra vez hasta el cruce con Via Merulana y torció a la izquierda en dirección a Piazza de Santa Maria Maggiore. Era una conducción suicida a una velocidad superior a ciento treinta kilómetros por hora, con tráfico en ambos sentidos y un concierto de bocinas.

El GPS indicaba que el Mercedes había seguido por Via degli Annibaldi y después había torcido a la derecha por Cavour. Era buena señal.

—Directos a Cavour —ordenó, y tomó la radio—. Directos a Cavour, Flavian.

Capito —respondió el de la radio.

Torcieron bruscamente a la izquierda a doscientos metros de la basílica de Santa Maria Maggiore y entraron en Via Giovanni Lanza, por donde bajaron a todo gas, sin hacer caso del autobús que venía de Termini, que tuvo que frenar en seco para dejarles paso.

Stronzo! —gritó el conductor del autobús, entre otros insultos que no vamos a reproducir.

El navegador indicó que el Mercedes se había detenido a unos doscientos metros de su posición, metro más, metro menos, en la confluencia de Via Giovanni Lanza, por donde iban, y Via Cavour; y lo vieron, mal estacionado, con una rueda encima de la acera y las puertas abiertas de par en par.

Daniel, presintiendo lo peor, notó una presión en el pecho y empezó a sudar por la cabeza. Los neumáticos rechinaron cuando los Volvos frenaron en seco al lado del Mercedes, uno por arriba y el otro por abajo.

Antes de salir del coche ya se dio cuenta de que en el Mercedes no había nadie. ¡Mierda! Nunca debería haber permitido aquello. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

No había ni rastro del secretario ni del cardenal William, y tampoco del padre Schmidt y los dos agentes. Como comandante no podía manifestar debilidad ni desesperación, pero eso era lo que sentía en lo más íntimo: una ofuscación total, un cataclismo devastador, aunque aparentara la frialdad de una roca.

—¿Qué demonios ha pasado aquí?

La mentira sagrada
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