60

Por muchas vueltas que dé el mundo alrededor del sol y sobre sí mismo, siempre acaba recorriendo los mismos lugares, como un siervo fiel a una orden desconocida, y, sin embargo, aunque la órbita sea siempre la misma, día tras día, noche tras noche, año tras año, la esfera azul siempre es diferente.

La vida imita esta rotación y traslación dando vueltas sobre sí misma y alrededor de los demás, recorriendo los mismos lugares en una evolución permanente, mutable, móvil, grosera.

Sarah lo vio y lo reconoció al momento en cuanto entró en la cabina del avión detrás de Gavache. Le había visto en esa misma ciudad hacía poco más de seis meses y, a pesar de que ella ya no era la misma, fue como si le hubiera visto el día anterior o hacía muy pocos días.

Se odió por haberse acordado, pero Gavache felizmente se aseguró de atraerse toda la atención.

—Señor comandante, vámonos de aquí. Primera parada, París; luego siga a donde quiera, porque a mí me es indiferente —dijo mientras se quitaba el abrigo y se dejaba caer pesadamente en un asiento.

—¿Vamos a París? —protestó Jacopo—. ¡Qué buen servicio!

—¿Cuántas vidas salvamos al día, Jean Paul? —preguntó Gavache mirando por la ventanilla.

—Una, señor inspector —respondió de inmediato su ayudante, que estaba sentado al lado de Sarah.

Gavache volvió la vista atrás, hacia Jacopo, y frunció el ceño.

—Por hoy he cumplido con mi trabajo.

Las miradas de Rafael y Sarah se cruzaron unos segundos y a continuación el sacerdote fue a sentarse al lado de Gavache. La azafata salió de la cabina de mando y se dirigió a la zona de pasajeros con un teléfono inalámbrico que sostenía con ambas manos.

—El comandante Frank Terry ya ha solicitado la orden de despegue. Saldremos dentro de veinticinco minutos. Haremos una breve escala en París y después seguiremos a nuestro destino final, Roma. La duración prevista del vuelo es de cuatro horas. Les deseo a todos un magnífico viaje y estoy a su disposición para atenderles en lo que necesiten.

Acto seguido se dirigió a las filas de atrás y entregó el aparato a Sarah.

—Hay una llamada para usted, señorita.

La periodista se llevó el teléfono a la oreja y el rubor se hizo más intenso al oír «Buenas tardes, querida mía». Era JC.

—Espero que la jornada no te esté resultando desagradable. —Siempre cínico. Un ser inmutable.

—Al contrario —respondió ella con sarcasmo—. La parte en que sugirió a Ben Isaac que se librara de mí fue un verdadero toque de Midas.

—No se lo tome a mal, Sarah, pero no pude resistirlo —confesó—. Y, como vio, fue eficaz. —Cambió de asunto—: Acabo de dejar a su novio en el aeropuerto. Esta noche volverá al hotel donde están alojados. Debe estar orgullosa de él. Ha cumplido su papel a la perfección.

—Ya me he enterado. —La joven se recriminó mentalmente por no haberse acordado nada de Francesco—. ¿Cómo está?

—Le di un trato de cinco estrellas, Sarah.

«Me imagino que sí», pensó ella. Pero también sabía que Francesco no debía de haberlo apreciado. Tendría mucho que explicar.

—¿Quiere que transmita algún recado al cardenal William? —preguntó.

—No, gracias. Ya lo haré personalmente. Pero dele las gracias de mi parte al inspector Gavache. Procuraré que su hija entre en la Sorbona, pero no se lo diga, solo estoy presumiendo. Voy a tener que pedirle otro favor, Sarah. No es nada trabajoso.

Sarah cerró los ojos. Recordó que William le había dicho esas mismas palabras en el palazzo Madama:

—JC nos dijo que usted, Sarah, era la persona idónea para ejecutar el trabajo y nadie más. Él ha secuestrado al hijo de un famoso banquero judío. Nosotros vamos a ponerle en contacto con él para recuperar los pergaminos de los que le hablé.

—¿Y cómo voy a hacerlo? —había preguntado Sarah incrédula en medio de la sala de exposiciones que mostraba los rostros de Cristo.

—Basta con seguir las instrucciones que le vaya enviando él. —Y le dio un móvil—. No se imagina lo agradecida que le está la Iglesia por todo lo que va a hacer.

Y todo salió bien. Le envió un mensaje diciendo que pidiera a Ben Isaac que la eliminara y entonces ella desconfió, pero después le dijo que Gavache y Garvis ya estaban en camino. Al final las cosas salieron al estilo de JC.

Ahora le pedía que hiciera algo más. Aquel hombre no descansaba.

—Diga —se oyó decir a sí misma. Era inútil huir.

—Debajo del asiento encontrará un paquete. Basta con seguir las instrucciones. Salude de paso a nuestro sacerdote preferido. No debe de estar nada contento de que todo el tiempo se le haya mantenido al margen. Hasta la próxima, Sarah. —Y se despidió con una carcajada antes de colgar.

La periodista dejó el teléfono en el brazo del asiento y alargó la mano por debajo. Allí estaba, una bolsa blanca de plástico. La miró, era de Marks & Spencer; sacó lo que había dentro y la sorpresa inicial dejó paso a una risa contenida. En un post-it pegado al envoltorio estaba escrito a mano: «Siga las instrucciones al dorso». Este JC era impagable. Era impresionante lo bien informado que estaba siempre. Leyó el texto al dorso y se acordó de que iban a despegar en veinticinco minutos. Daba tiempo. Volvió a poner la prueba de embarazo en la bolsa, se levantó y se dirigió al lavabo. Que fuera lo que Dios quisiera, si él tenía algo que ver en todo aquello.

En los asientos delanteros se habían sentado Jacopo, junto a la ventanilla y sin nadie al lado, Gavache, también junto a la ventanilla, y Rafael, junto al pasillo. Al pasar a su lado, Sarah se inclinó hacia el inspector francés, dejando que Rafael sintiera todo su perfume.

—JC le está inmensamente agradecido. —Se retiró para mirar al sacerdote—. Y a ti te envía recuerdos.

—¿Qué tiene que ver JC con esto? —inquirió irritado.

—Es quien tiene la última palabra —se limitó a decir Sarah, de camino hacia el lavabo.

—¿Ha descansado lo suficiente como para contarme qué demonios está pasando aquí? —preguntó Rafael a Gavache, visiblemente molesto.

—El cornudo es el último en enterarse —bromeó Jacopo desde su asiento con una sonrisa ancha.

—Ya me ocuparé de ti más tarde —amenazó el sacerdote italiano.

Well, well, well —se oyó decir; era la voz de Barry, que salía de un compartimento en la parte trasera del avión y se dirigía hacia Rafael, que trató de disimular su sorpresa—. Quien está vivo aparece siempre —dijo ya junto al italiano.

—¿Cómo tú por aquí? —saludó Rafael sin entender nada, aunque no quería que el norteamericano se diera cuenta—. Creía que íbamos a cenar esta noche. ¿No aguantabas? ¿Tanta nostalgia tienes?

Barry exhibió una sonrisa sádica de victoria.

—Lo del taxi fue muy bueno. —Le tendió la mano para saludarle.

Rafael hizo lo mismo y se dieron un fuerte apretón.

—Ha sido una de mis mejores actuaciones —ironizó—. Por lo visto, también estás al servicio de JC.

—Siempre al servicio del pueblo americano —le corrigió—. Esta vez JC nos había dejado al margen. Pero nos ofreció una pequeña participación como premio por haber sido tan diligentes en la búsqueda de la verdad —reveló.

—Efectivamente, tiene un don especial para conseguir que se haga algo sin tener que pedirlo.

—Pensé para mis adentros que por qué no echar una mano. ¿Qué será lo que con tanto ahínco quiere recuperar la Iglesia que ha tenido que pedir a una leyenda, un mito como JC, que se ocupe?

—Te entiendo —dijo Rafael en tono irónico—. Hay que estar muy desesperado para pedir al asesino del papa que haga una cosa así.

—Presunto asesino —corrigió Barry.

—¿Asesino de quién? —Era Aris, que se había unido al grupo y preguntaba con curiosidad.

—Te presento a Aris, mi agente operativo —indicó el americano—. Este es el famoso Jack Payne. —Miró a Gavache—. ¿Y usted quién es?

—El no menos famoso inspector Gavache, de la Police Française.

—Un gran placer —dijo Barry al saludarle.

Aris saludó también a los dos hombres, mientras observaba a Rafael más allá de lo que aconsejaba la buena educación.

—¿Asesino de quién? —volvió a preguntar.

—Rafael estaba hablando de JC, el presunto asesino del papa Juan Pablo I.

—Esto se está poniendo cada vez más interesante —comentó Aris.

—Entonces has decidido dar cancha al personal —concluyó Rafael.

—Exactamente. Por los viejos tiempos.

Se hizo un silencio opresivo durante unos instantes. Rafael, debido a su condición de agente doble, como Jack Payne, colaboraba con la CIA en nombre de la P2, la logia masónica controlada por JC. En realidad, era agente triple, pues Rafael, a fin de cuentas, no servía lealmente ni a la CIA ni a JC, sino a la Santa Sede. A día de hoy estaba mal visto por la agencia, pero se había ganado el respeto del viejo. Eran raros los que conseguían engañarle y sobrevivir.

—Me imagino que estará en algún lugar de Jerusalén —aventuró Rafael para romper el hielo que se había formado.

—Ya sabes cómo es. Hoy aquí, mañana allí… Me pareció que documentos tan importantes no debían ir en vuelos comerciales. La Santa Sede también le da las gracias.

«Me imagino que sí», pensó Rafael. Sabía que nada de lo que decía Barry era del todo verdad. Lo que quería era llevarse bien con JC, un aliado poderoso que convenía conservar, con lo que la Santa Sede le debería inevitablemente un favor. Pero por encima de todo quería lo que buscaban todas las agencias secretas: información. Quien la tenía llevaba las de ganar.

El comisario interrumpió tan animada conversación.

—Disculpen, pero vamos a despegar y tengo que pedirles que se sienten.

—Por supuesto —obedeció Barry—. Hasta ahora, Payne.

Rafael miró a Gavache con cara de pocos amigos.

—Entiendo su irritación, señor padre —dijo el inspector francés—. Pero comprenda que a veces para llevar el barco a buen puerto hay que navegar entre la niebla.

—No llego a entender cómo es que me monto en este avión y me encuentro con este canalla —señaló a Jacopo—, con Sarah… —Y se calló, como si, por fin, lo hubiera entendido. Claro, solo podía ser eso. Entonces se puso a negar con la cabeza. No se lo podía creer. Había sido un ingenuo total. Se había dejado utilizar como una marioneta. Estaba perdiendo facultades.

—No se culpe, señor padre —le consoló Gavache al tiempo que tomaba varios bizcochos del cuenco que estaba ofreciendo la azafata—. No podía saberlo. Cuando no queremos que alguien se fije en un determinado asunto, sencillamente…

—Ya sé cómo funciona —interrumpió Rafael; y eso le irritaba todavía más—. Nunca me ha necesitado para nada, ¿verdad? Jacopo puso el cebo que le dio la gana y yo caí como un pajarillo a la primera —se lamentó.

—¿Qué opinas, Jean Paul? ¿Nunca he necesitado al señor padre? —preguntó.

—El padre Rafael es quien descubrió la pista de los jesuitas, inspector —respondió el asistente desde el asiento de atrás.

Gavache miró al padre con cara de «¿Ve usted cómo ha sido importante?».

—Pero usted está trabajando para JC —arguyó el sacerdote.

—El único trabajo que he hecho para JC ha sido asegurarme de que Sarah salía de casa de Ben Isaac con seguridad y en posesión de los documentos.

—¿Y por qué me llamó a París e hizo conmigo todo aquel teatro sobre los motivos de que yo estuviera allí? —presionó.

—¿Por qué llamé al señor padre a París, Jean Paul?

—Técnicamente, también fue JC quien lo pidió, inspector.

—OK. Entonces le he hecho dos favores a JC —respondió sin el menor asomo de pudor—. Eso significa que también le tiene a usted en gran consideración. —Respiró hondo—. Pero la verdad es que tengo dos crímenes relacionados entre manos y su contribución para resolverlos ha sido decisiva. Comprendo que quiera una explicación más elaborada, pero no seré yo quien se la dé, señor padre —concluyó Gavache.

Rafael se culpaba a sí mismo. ¿Cómo podía haber sido tan idiota? JC había vuelto a manejar los hilos de toda la trama, pero esta vez había sido diferente. JC estaba relacionado con el Vaticano. Echó a Jacopo una dura mirada. Le apetecía retorcerle el cuello.

—No me mires —soltó el historiador incomodado—. Sabía poco más que el inspector —se disculpó.

Se encendieron los reactores de la aeronave y su estruendo fue haciéndose cada vez mayor. Rodaron por la pista tras otra serie de aviones que también despegarían en breve.

Rafael seguía pensativo. Tenía que hacer algo que iba a costarle mucho: hablar con Sarah. Miró a su asiento, pero todavía no había regresado. Comenzó a oír un ruido irritante a su lado. Gavache estaba apoyado en el cristal y resonaba con más potencia que los reactores. Mientras Rafael sufría los ronquidos sibilantes de Gavache, Sarah aguardaba el resultado en el aseo. Según las instrucciones, tenían que pasar diez minutos para que el trazo azul se pusiera rojo en caso de que se confirmara el embarazo. De no estar encinta no habría ningún cambio. Dejó la prueba en el lavabo y evitó mirarla. Cada minuto le parecían cinco, una tortura. Cerraba los ojos, desviaba la mirada, por si la prueba se volvía más expeditiva y le daba la respuesta antes de tiempo. Se encontró pidiendo que el trazo azul se mantuviera. Tal vez estuviera siendo egoísta, pero no quería ser madre, al menos en aquel momento tan imprevisible de su vida en el que no sabía dónde iba a estar al día siguiente ni dónde dormiría aquella noche… Tal vez en los brazos reconfortantes de Francesco en la suite del Grand Hotel Palatino…, pero ¿era eso lo que quería? Caramba, Rafael le había suscitado multitud de dudas. Aquel hombre ejercía una enorme influencia sobre ella sin levantar un solo dedo, por el mero hecho de estar ahí, sentado en uno de los asientos del avión o en cualquier otro sitio. Bastaba con que existiera, no importaban las vueltas que diera el mundo. Estaba cansada, saturada, hambrienta, irritada. Necesitaba un fuerte abrazo. Pensó en sus padres, en la casa familiar de Beja, en Portugal. Daría cualquier cosa por estar allí en ese momento. Necesitaba un abrazo paterno. El avión botaba como si rodara por una carretera llena de baches. En breve entraría en la pista de despegue y los reactores acelerarían hasta la potencia máxima para elevarse por los aires.

Pasaron los diez minutos y no se atrevió a mirar el veredicto. No podía. No quería afrontar la dura realidad. Se temía una cruz roja, el positivo, la bendición divina de la procreación. No quería ser desagradecida, pero… Dos toques suaves en la puerta.

—Señorita Sarah, estamos en la pista de despegue. Somos los quintos. —Era la voz melodiosa de la azafata—. Despegamos en cinco minutos.

—Ya salgo. Gracias.

La realidad apremiaba. Se levantó y abrió la puerta.

—Disculpe —llamó.

La azafata se acercó.

—¿Puedo ayudarla?

Sarah le hizo un gesto para que entrara. A la azafata le extrañó, pero hizo lo que le había pedido. En este tipo de vuelos no se cuestionaba a los pasajeros. Las fortunas que pagaban convertían sus deseos en órdenes.

—¿Ve lo que hay en el lavabo? —preguntó la periodista con voz trémula.

—¿Sí?

—Dígame lo que ve, por favor.

—¿Cómo?

—Dígame lo que ve.

La azafata se acercó al lavabo y cayó en la cuenta de lo que pasaba. Lo observó y miró a Sarah con una media sonrisa incómoda. Las lágrimas bañaban el rostro de la periodista.

—Enhorabuena —le deseó la azafata, pero no quedó claro si era una felicitación o una pregunta.

La mentira sagrada
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