6
—¿Dos libros publicados? —le preguntó Francesco, enroscado en las sábanas de la cama de la suite del octavo piso del Grand Hotel Palatino de Roma.
—Sí. Ahora cualquiera publica un libro —bromeó ella, restando importancia a su pregunta.
—¿Cómo conseguiste una información tan importante sobre el Vaticano? —preguntó el italiano con la vista en el techo blanco—. Tienes que conocer a alguien con excelentes relaciones ahí dentro.
Sarah pensó en los dos años anteriores y en lo intensos que habían sido. Había descubierto cosas que jamás hubiera imaginado sobre asuntos que hasta entonces no le habían despertado el más mínimo interés. Podía considerarse una erudita en asuntos del Vaticano, versada en Juan Pablo I y Juan Pablo II, Albino Luciani y Karol Wojtyla, sin que hubiera tenido que mover un dedo para lograrlo. La vida discurría por extraños caminos, ciertamente. El asunto de la Santa Sede la había colocado en el número uno de las listas de audiencia de las principales televisiones e incluso en los periódicos. Se respetaba de tal modo su opinión que había quienes entre bastidores la tachaban de amante del papa, ya que lo que sabía solo podía proceder de él. No dejaba de ser irónico que la opinión de una mujer, género aberrante donde los haya dentro de los muros sagrados, fuera la más respetada extramuros.
Pensó en Rafael, en su aire firme y enérgico, en su sentido del deber, en su belleza y en lo que habían pasado juntos.
Hacía seis meses había dejado que hablara solo él. Eso no era del todo verdad; en realidad era Sarah quien había hablado. Rafael no había dicho ni media palabra.
Había sido en Londres, donde Sarah vivía. Se citaron en el Walker’s Wine and Ale Bar. Él llegó primero y pidió una Bud. Más tarde, cuando ella apareció, pidió una Evian, lo que clamaba al cielo en un bar de referencia, pero ni siquiera esperó a que se la trajesen. Fue con arrogancia al asunto que les había llevado allí.
—¿Qué hay entre nosotros? —Rafael permaneció callado, como si no la entendiera—. ¿Qué hay entre nosotros? —repitió Sarah—. Sé que tú eres sacerdote…, que tienes una relación con… —Al llegar a este punto se sintió confusa. ¿Dios, Cristo, la Iglesia? ¿Todos a la vez?—. Bueno…, sé que no te soy indiferente. —Ahora Sarah lo miró tratando de captar alguna reacción. Rafael permanecía impávido escuchándola. Cuando quería, sabía ser un canalla. Sarah se sentía cada vez más nerviosa—. Sé que nos conocimos en circunstancias atípicas —prosiguió con la cabeza erguida, o eso pensaba—. Sé que pasamos por muchas cosas, que nos jugamos la vida y que, probablemente, eso me dio la oportunidad de conocerte mejor que nadie, lo que hizo que me enamorara de ti.
En lo tocante a ella, estaba hecho. Le parecía que había dicho algo más, pero ya no se oyó a sí misma. ¿Llegó a declarar en voz alta y clara lo que sentía? Le seguía mirando intensamente, tratando de descubrir alguna reacción. Sin embargo, veía al mismo Rafael de siempre, calculador, sereno…, impenetrable.
En un momento determinado se alzó en el interior del bar un clamor de voces, como un delirio. Los blues habían marcado un gol en Stamford Bridge y algunos de los presentes se habían dejado llevar contagiados por las imágenes que se repetían en las pantallas repartidas por el establecimiento.
Fue en ese instante cuando el camarero trajo el agua que hacía tanto le había pedido. O al menos eso le pareció a Sarah, horas, una eternidad. Lo cierto es que apenas habían pasado unos minutos, muy pocos, pero cuando se pone la mano en el fuego el tiempo siempre parece mucho.
—No es una situación normal, lo sé. Nada en nosotros lo es —se adelantó Sarah tras humedecerse los labios—. No te voy a pedir que te divorcies de Dios. Jamás lo haría, pero tenía que decírtelo. Y está dicho. Sé que eres lo suficientemente inteligente como para haberlo captado. —Lo miró de nuevo—. De cualquier forma, volvamos al punto inicial, que me lleva a la pregunta de qué hay entre nosotros. No te soy indiferente, ¿o sí? —No se le había pasado por la cabeza que se pudiera estar precipitando hasta el mismo momento de decirlo. Simplemente, Rafael podía no sentir nada por ella. Y el hecho de verle dar otro trago a la cerveza, sin pronunciar una palabra, le hacía sentirse cada vez más pequeña, como una niña que estuviera confesando su amor y le estuvieran dando sus primeras calabazas. No verbales, en este caso, lo que dolía aún más. ¿Habría entendido Sarah todo mal? ¿Habría malinterpretado las señales deliberadamente? Ni pensarlo. Era inteligente, exitosa, la editora de política internacional de The Times, autora de dos libros con buena acogida. ¿La habrían engañado sus sentimientos? Ya era tarde, no podía hacer nada. Se había descubierto. Tenía que mantenerse firme. Hasta el final—. ¿No dices nada, Rafael? —Nuevo trago de cerveza—. ¿Me dejas decir todo eso sin contestar nada? ¿Sin cortarme? ¿Sin contradecirme?
Rafael, por supuesto, quería hablar y habló, pero Sarah ya no le oyó. Salió de estampida dejando un billete de diez libras sobre la mesa, para pagar la Evian que apenas había probado.
—Debíamos tener esta conversación —manifestó Sarah—. Ahora podré continuar con mi vida y zanjar lo que tenía pendiente. —Y salió a toda velocidad, hecha una furia. Estaba en su derecho de sentirse exasperada.
Si hubiese aguardado tan solo unos instantes y no se hubiera dirigido tan aprisa hacia la puerta, lejos del bar, lejos de Rafael, si, si…, probablemente lo habría oído. Un tímido y sumiso «no puedo».
La prestigiosa editora de The Times enseguida encontró razones para olvidar al padre Rafael Santini, quien regresó a Roma. Aunque no pocas veces recordaría la conversación de sordos que había mantenido en aquel bar de Whitehall un día en que el Chelsea jugaba contra un equipo cualquiera, el mismo Dios en que Rafael creía, u otro cualquiera, le iba a abrir un resquicio en forma de dios italiano. Otro más. Estaba destinada a los italianos, por lo visto. Corresponsal del Corriere della Sera en Londres, con apariciones regulares en la RAI, los mismos treinta y dos años que Sarah, un cuerpo que haría bajar a Eros del pedestal corroído de envidia, o a David automutilarse de desesperación. Solo tuvo ojos para ella a partir de la primera milésima de segundo en que la vio en una cena para periodistas en la Embajada de Italia.
En honor a la verdad hay que decir que este Adonis del sur de Europa no se fijó mucho en Sarah. Sin embargo, el italiano pronto dio muestras de un auténtico interés y de una conversación agradable que iba mucho más allá del playboy que aparentaba ser. Era natural de Ascoli, en la provincia de Marcas, a orillas del Adriático, y se llamaba Francesco. No vamos a engañarnos, su belleza escultórica había sido la baza que más había pesado en Sarah a la hora de concertar una cita. Para Francesco, la oportunidad de demostrar si merecía la pena o no. Tras aquel primer encuentro vino el segundo a la semana siguiente, después de una semana de locos en la redacción de Sarah. Al tercero, sellaron el compromiso con un apasionado beso a la puerta de la casa de ella, en Kensington, al que siguieron otros muchos de mayor intensidad en la cama de su habitación.
Luego fueron pasando los días y los hechos se sucedieron con naturalidad. Nuevas citas, nuevas charlas, nuevos besos y demás, según la agenda de ambos. Francesco parecía cada vez más cautivado por la naturalidad de Sarah. No tenía dobleces ni capas. Era siempre la misma Sarah, auténtica, al teléfono en la redacción, con el camarero en el restaurante, besándolo en el dormitorio. La única Sarah era la que tenía enfrente y eso a él le encantaba.
—Pues me parece que no están nada mal. Ahora entiendo por qué han tenido tanto éxito —afirmó Francesco de camino a la confortable suite del hotel romano.
—¿Que los has leído? —preguntó falsamente escandalizada—. ¿Y quién te ha dado permiso?
—Tenía que saber si la persona que iba a presentarle a mi madre era una anticatólica —respondió el italiano serio—. Se me ha quitado la preocupación.
—Son libros sobre hombres y no sobre religión —explicó Sarah.
—Sí. La verdad es que creo que mia mamma estará de acuerdo contigo en algunos puntos. Podíamos acercarnos a Ascoli cuando termines con la promoción, ¿qué dices?
—¿No te parece demasiado prematuro? —objetó ella.
—A mí no. Tómate el tiempo que necesites para la promoción del libro. No te voy a molestar. En cuanto hayas terminado, ponemos rumbo al noreste.
—Es solo una conferencia en la Feltrinelli de la Piazza della Torre Argentina —le informó Sarah pensando en la propuesta.
Francesco se inclinó sobre ella.
—Eres una hereje muy apetecible.
—¿Me quieres llevar a la cama, so canalla? —bromeó la chica, lasciva.
—¿Me dejas? —preguntó él con aire de niño inocente.
—Yo te dejo…, aunque no sé si tua mamma te deja —le provocó.
—Ah. ¿Quieres guerra?
Comenzaron una batalla campal de almohadas, amenazas y ardientes besos.
—Me las vas a pagar —bromeó el italiano.
—¿Muy caro? —insistió Sarah.
Terminadas las hostilidades, ambos yacían boca arriba, jadeantes y sudorosos, con una sonrisa en los labios.
—Te quiero —soltó el italiano. Como un disparo dirigido con precisión, alcanzó a Sarah con una fuerza tal que la hizo estremecerse y le borró la sonrisa. ¿Qué se hacía en esos casos? No podía responderle. Al menos de momento. Pero Francesco era todo menos una cabeza bonita hueca en su interior. Era inteligente y cambió de tema. No quería exponerse a un silencio incómodo—. Todavía no me has dicho quién es ese obispo o cardenal que anda contándote todas esas cosas —comentó medio en broma, medio en serio.
—Una mujer nunca cuenta —replicó pensativa. Le volvió a la mente Rafael, a quien ni veía ni oía desde hacía meses.