24

Empiecen a desembuchar —ordenó Gavache—. Comencemos por el recién convertido historiador. ¿Quién es Ben Isaac?

—Una leyenda, un mito —respondió Jacopo incrédulo.

La lluvia que caía fuera se oía con más fuerza todavía. Un diluvio que inundaba la Ciudad de las Luces librándola del mal, amén.

—Pues me parece bien vivo —le contradijo el inspector irónicamente—. A no mucho tardar tendré su ficha. Continúe, don Jacopo.

—Por lo que sabemos, en círculos muy restringidos, fue él quien estuvo detrás del descubrimiento de los manuscritos del mar Muerto. Lo que la Santa Sede ha denominado los evangelios apócrifos.

—¿O sea?

—Evangelios no canónicos, no aptos para figurar en las Sagradas Escrituras, en otras palabras, que se considera que no están escritos por inspiración divina.

—¿Por qué no? ¿Y los otros sí?

—Según la Iglesia, sí —confirmó el historiador.

—¿Y cómo sabían ellos los que eran de inspiración divina y los que no? —preguntó Gavache. Vaya idea.

—No lo sabían. Era una cuestión política.

—Absurdo —criticó Günter—. Claro que lo sabían.

El policía se acercó a Günter con aire amenazador.

—Deje el corporativismo a un lado, señor padre. No le va. —E indicó a Jacopo que continuase con la explicación.

—Los teólogos de la Iglesia eran quienes decidían lo que había de incluirse en el libro sagrado y lo que quedaba al margen. Hay cinco Biblias: judía, hebrea, católica, protestante y ortodoxa. Las más importantes son la judía y la católica, la segunda porque tiene el mayor número de fieles y la primera por razones históricas. Todas se basan en la Biblia judía. Como ya sabrá, los judíos y los católicos comparten algunos libros de la Biblia. Son lo que llaman el Antiguo Testamento, pero los judíos no lo reconocen como Antiguo porque no aceptan el Nuevo, ya que para ellos Jesús no es el Mesías. Son dos de las tres que componen las llamadas religiones del Libro. La Biblia judía consta de veinticuatro libros. Era la que Jesús leía y citaba habitualmente. La católica tiene setenta y tres, siete de los cuales son considerados apócrifos por los judíos. No olvidemos que el Nuevo Testamento no está incluido en la Biblia judía, no existen los Hechos de los Apóstoles, ni los Evangelios, las Cartas o el Apocalipsis. Es, obviamente, muy posterior a Jesucristo, por lo tanto Él nunca lo leyó.

—Por lo tanto me está diciendo que las Sagradas Escrituras tienen muy poco de sagrado.

—Esa es su opinión —se defendió Jacopo—. Cada cual tiene la suya. Pero yo estoy de acuerdo con usted. Además de eso, con la Septuaginta y posteriormente la Vulgata se quedaron muchas cosas por el camino.

—¿Septuaginta?

—Sí. La Biblia fue traducida del hebreo y del arameo al griego pensando en los judíos que vivían fuera de Palestina y que ya no hablaban aquellas lenguas. El griego llegó a ser incluso la segunda lengua de Palestina. Hasta Jesús la hablaba, según los Evangelios. Fue traducida por setenta eruditos judíos de Alejandría, de ahí que se llame Biblia de los Setenta o Septuaginta. No deja de resultar curioso que los cuatro evangelistas del Nuevo Testamento citen textos bíblicos de la traducción griega y no del original. Y del griego al latín fue traducida por san Jerónimo y recibe el nombre de Vulgata.

Gavache escuchaba atentamente la lección de historia. Cualquier pormenor podía ser importante, pero no se hacía ilusiones: aquella gente no estaba allí para ayudar a atrapar al asesino, sino para ayudar a su Iglesia, incluido Jacopo.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con Ben Isaac?

El italiano retomó el hilo de la madeja, una vez lanzado en consideraciones históricas sobre la Biblia.

—Bueno, según se dice en esos reducidos círculos, Ben Isaac descubrió algunos documentos importantes que echan por tierra mucho de lo que se cuenta en la Biblia.

—A eso se le llama móvil —declaró el inspector.

—¿Disculpe?

Jacopo no comprendió. Günter tampoco parecía entender.

—Esa es una razón para matar —explicó Gavache—. ¿Qué tenía que ver Zafer con ese Ben Isaac? El asesino preguntó por él, por lo tanto sabía que se conocían. —Durante unos momentos nadie dijo nada. Solo la lluvia impertinente ahogaba el silencio con su continuo gotear—. ¿Alguna sugerencia? ¿Una especulación? —inquirió. Nadie respondió—. Don Jacopo, ¿alguna idea? —insistió el inspector francés.

—Quizá… —comenzó Jacopo tímidamente—. Quizá el turco formase parte de los Cinco Caballeros. Puede que Hammal también —sugirió.

—Absurdo —protestó Günter—. Fantasías de historiador. Eso nunca existió.

Gavache estaba interesado en saber más sobre los Cinco Caballeros. La historia se iba intrincando según aparecían nuevos elementos, demasiadas preguntas y pocas respuestas. Estaba viendo que tenía que investigar a fondo a la familia y a los discípulos de Cristo. Sonrió mentalmente ante la mera idea.

—Esos Cinco Caballeros eran los miembros del equipo de Ben Isaac. Juraron guardar silencio sobre los descubrimientos, al parecer.

—Al parecer, se están diciendo muchas cosas… —apostilló Gavache—. Cada vez más.

Günter se levantó.

—Ya veo que la noche va a ser larga. ¿Aceptarían un café o un té, para entonarse? —ofreció el jesuita.

Gavache pidió un café, Jean Paul también; Jacopo y Rafael se decantaron por el té.

—Maurice —llamó Günter; enseguida apareció el acólito que les había recibido al entrar en la nave y aquel le transmitió la petición—. Dilo en la sacristía. Cuando esté listo nos avisas.

—Desde luego —respondió Maurice servil, y se fue a preparar las bebidas.

—Los Cinco Caballeros. ¿Qué piensas de eso, Jean Paul? —preguntó Gavache. Por su expresión podía verse que trataba de relacionar lo que Jacopo había dicho.

—Un galimatías, inspector.

—Un galimatías —convino su superior. Se volvió hacia Günter—: Veo que contradice todo lo que el prestigioso historiador dice, pero reconoció el nombre de Ben Isaac cuando lo pronuncié. —Era una afirmación y no una pregunta. Günter ni se inmutó. Al inspector no se le pasaba una—. ¿Quién es Ben Isaac, padre Günter? —insistió Gavache con cara de pocos amigos.

El alemán adoptó una actitud arrogante y se levantó del banco en el que estaba sentado.

—No estoy en territorio francés. No tengo que responder a sus preguntas.

—¿Tú estás viendo esto, Jean Paul?

—Qué poca vergüenza, inspector.

Rafael se acercó al teutón.

—Colabora, Günter. Cuenta todo lo que sabes. Puede ayudar a dar con el asesino.

El sacerdote jesuita se mantuvo inflexible. Hacía uso de sus derechos. Gavache se acercó a él y ambos quedaron a tan pocos centímetros que podían olfatearse.

—Está usted en su derecho de guardar silencio, señor padre. Es verdad que no estamos en territorio francés.

—Esta iglesia pertenece a la Compañía de Jesús, a la Iglesia católica apostólica romana, al papa —argumentó Günter fríamente. No podía contar lo que sabía… Jamás.

Gavache se le acercó más, si era posible.

—Escúcheme bien, señor padre. —El tono era de amenaza—. Puede perfectamente escudarse en el Concordato para mantener a un criminal en libertad. Allá su conciencia. Pero es muy posible que tenga que poner un pie, o los dos, fuera de esta iglesia para ir de compras, dar una extremaunción, meterse en la cama de alguna puta… Allá usted. Yo le garantizo que le estaré esperando y que, en cuanto eso suceda, no habrá iglesia que le salve ni santo que lo ayude. Ni siquiera su amigo Loyola, que Dios lo tenga donde guarda a todos esos maricones. —El aliento de Gavache le daba a Günter en plena cara, un aroma dulzón que sin duda le repugnaba. Aunque más las palabras que el olor—. Pero si me molesta mucho me agencio una orden a nombre del ciudadano Günter y no del padre Günter y le doy una somanta de palos antes de hacerle la primera pregunta. Y, si quiere que le diga más, tal vez me olvide de hacérsela durante un mes o dos mientras espera en el talego mi firma para poder devolverle a Alemania, porque por mucho que los curánganos se gusten a sí mismos, a los franceses no, y créame que no le dejaré volver por aquí. —Durante unos segundos guardó silencio para conseguir el efecto pretendido. Se volvió de espaldas—. Piénselo bien.

Rafael trató de aconsejar a su amigo. Sabía que la situación no era fácil. La laicidad de los Estados llevaba a situaciones complicadas. Ya nadie respetaba la privacidad ni los secretos eclesiásticos. El Estado prevalecía por encima de todo. De la Iglesia, de la fe y de la salvación. El Estado era la religión de los nuevos tiempos. De ahí que la Iglesia tuviese que actuar todo el tiempo por caminos laterales, ambiguos, no siempre valiéndose de la verdad, manipulando a la opinión pública o privada, creando juegos de diversión para desviar la puntería del verdadero objetivo. Rafael conocía todo aquello, era un agente al servicio de aquellas maniobras de diversión y manipulación. Prefería guardar y esconder, esperar, revelar poco, mantener siempre el control de la situación, ir un paso por delante de los demás… Pero este no era un caso normal.

—Cuenta lo que puedas, Günter. ¿Quién es Ben Isaac? —le presionó—. ¿Qué documentos son esos? —Luego bajó el tono—. No tienes que especificar ni dar pormenores. Cuenta las generalidades.

Günter continuaba con su expresión pensativa, pero por las arrugas de la frente se veía que su fatua arrogancia estaba cediendo. Acataría el consejo del amigo italiano. Una respuesta suave aplaca la ira, como decía uno de los proverbios del sabio Salomón.

—Inspector Gavache —le llamó el jesuita.

El policía fumaba otro cigarrillo mientras observaba a Delacroix. No desvió su atención, pero no dejaba traslucir si admiraba la obra o no.

—¿Ha decidido seguir por la senda de la bondad y del amor preconizados por el primer superior general de la Compañía? —ironizó el francés. Quería demostrar que nada de lo que le referían caía en saco roto.

—Le contaré todo lo que sé sobre Ben Isaac —declaró, haciendo caso omiso de la provocación de Gavache. Probablemente su arrogancia inicial le había hecho merecerla.

El inspector se acercó a Günter y se sentó a su lado. Le invitó a hacer lo mismo. El alemán lo hizo precipitadamente. Estaba nervioso. Gavache interpretó su reacción como la de alguien que iba a contar algo que no debía.

—La historia de Ben Isaac es verd…

En un principio nadie comprendió el motivo de su interrupción. Hasta que Günter, con la mirada vidriosa y un hilo de sangre, cayó pesadamente al suelo de la iglesia de San Pablo y San Luis, ninguno de los presentes comprendió que alguien había abatido al jesuita. La espalda mostraba un agujero en la sotana. Lo demás fue todo muy rápido. Jacopo, Rafael y Gavache seguían mirando incrédulos a Günter cuando oyeron la voz de Jean Paul gritar mientras apuntaba con su pistola:

—Tira el arma, chico.

Maurice, el acólito, sostenía en la mano, temblorosa, un arma con silenciador.

—Tira el arma, chico. No vayamos a herir a nadie más —repitió Jean Paul.

Gavache se le sumó apuntando también su arma contra Maurice, que estaba fuera de sí. Las lágrimas le caían por el rostro. Jadeaba.

Rafael se inclinó sobre Günter, a quien el dolor impedía respirar.

—Günter —lo llamó, como si con ello lograra algo—. ¡Avisen a una ambulancia! —gritó.

El jesuita perdía sangre y gemía. Jean Paul soltó una de las manos del arma y cogió el móvil para atender la petición de Rafael.

—Per…, per…, perdón —balbuceó Maurice—. Per…, perdón.

—Cálmate, chico —le rogó Gavache, acercándose muy despacio. Hablaba como en un susurro—. Todo se va a arreglar. Tira el arma. Vamos a hablar.

Maurice lo miró con los ojos llenos de rabia. Seguía con el arma sin apuntar a nadie en particular.

—No hay nada que hablar. Cállese. Él no podía. No podía. —La mezcla de furia y pesar le hacía parecer una persona trastornada.

—Cálmate. No vayas a empeorar la situación.

Jean Paul colgó el móvil y lo guardó en el bolsillo del chaquetón.

—La ambulancia viene de camino.

Rafael seguía junto a Günter, que estaba cada vez más débil.

—Rafael —murmuró este.

—No hables, Günter. No hagas esfuerzos. La ambulancia está en camino.

Haciendo un último esfuerzo, llevó la mano a la cabeza de Rafael y la atrajo hacia sí.

—Piazza… Piazza… —susurró.

El padre italiano trató de escuchar sus palabras, cada vez más lejanas. Günter se debilitaba por segundos.

—San Ignacio. —Y suspiró, antes de entregar su alma a Dios Padre. El dolor había terminado, se hallaba en paz.

Rafael cerró los ojos sin vida de su amigo y se persignó. Juntó las manos y murmuró una letanía para que Dios lo acogiera en su seno.

—Que su alma descanse en paz.

Gavache seguía intentando calmar al acólito, que cada vez temblaba más.

—No hagas más tonterías.

Rafael se incorporó y clavó en Maurice su fría mirada.

—Has matado a un hombre de bien.

Aquella frase alteró aún más al joven.

—Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía. No podía.

La sirena de la ambulancia se aproximaba a la iglesia. Se llevarían a un difunto y no a un herido.

—Tira el arma —ordenó Gavache—. No te aviso más. —Quitó el seguro de la Glock. Jean Paul hizo lo mismo.

Maurice se llevó la mano a la cabeza y cerró los ojos. Se persignó y besó el crucifijo que portaba en el pecho.

Ad maiorem Dei gloriam —murmuró el acólito antes de colocar el cañón de su arma bajo la mandíbula.

—¡No lo hagas! —gritó Gavache casi implorándole.

La bala produjo más ruido al salir por la cabeza del que había hecho al dispararse. Maurice cayó desmadejado, sin vida. Durante unos momentos no se oyó nada más que la sirena de la ambulancia, ni la lluvia, ni la respiraciones, ni los corazones. Nada. No era una escena habitual en el interior de un templo. Es cierto que los muertos eran comunes, en un sentido ritual, fúnebre, pero no se mataban los unos a los otros en suelo sagrado.

Se abrieron las puertas y entraron los enfermeros.

Rafael y Jacopo observaban en silencio. Gavache se acercó a ellos y los miró con frialdad.

—¿Qué rayos está pasando aquí? —vociferó.

La mentira sagrada
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