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Todas las personas imitan determinados moldes, como de un catálogo, cuya selección es normalmente inconsciente. Su padre, débil y abúlico, había escogido el de alcohólico que maltrataba a su mujer y a sus tres hijos y abusaba de ellos. Ser albañil no era disculpa para presentarse todas las noches en casa dando tumbos, apestando a alcohol y cubriendo de insultos a su prole y a la bruja procreadora con quien se había desposado, que lo había condenado de por vida con un matrimonio y tres hijos y a ser lo que no quería, cabeza de familia… O al menos de eso maldecía en las largas sesiones con el cinturón en una mano y la cerveza en la otra.

La madre nunca se rebelaba a favor de los hijos. Acababa siempre por dormirse en la mesa, ajena a sus llantos y a los gritos del marido. Cuando el padre se hartaba del cinturón y de todo, se la echaba al hombro y la llevaba a la habitación, abría dando un portazo y al poco rato se oía chirriar la cama.

La había odiado durante años por su debilidad, su falta de cariño hacia ellos, por dormirse en casi todas las cenas, por tener que apartarle el plato para que no metiera en la comida su pelo rubio estropeado, por dejarlos a merced del cinturón de su padre y algunas cosas más. De vez en cuando le había visto el rostro hinchado, un ojo morado, un gesto de sufrimiento o una cojera más pronunciada, en una mujer que antaño había debido de ser muy hermosa.

Las mejores horas del día eran las que pasaba en la escuela, cuando su padre no le obligaba a ir a trabajar con él. Aprendió a leer mal, juntando las sílabas con dificultad, y tartajeaba las palabras como un deficiente con problemas de habla o un tartamudo.

Un día, cuando contaba doce años, encontró un libro en un cajón de la mesilla del cuarto de sus padres, el único que había en la casa —el libro, no el cuarto—, y se puso a leerlo por las noches. Había oído hablar de él en la misa a la que asistían religiosamente todos los domingos por la mañana. El padre se afeitaba, la madre se ponía sus mejores ropas, el único par de medias y la blusa que no estaban rotos, y allá iban, junto con otros cientos de padres con sus hijos, a oír a un hombre hablar de Jesús y de Dios. Probablemente aquel era el único temor de su padre, pero enseguida se olvidaba de él, esa misma noche, cuando volvía otra vez borracho de la calle.

Al principio leía con mucha dificultad, pero después fue mejorando. Era la historia más bonita de cuantas había oído en toda su vida. No tenía ni idea del significado del título, Biblia, que tampoco se explicaba en el interior, pero el conjunto de historias que contaba era avasallador. Acabó por acostumbrarse a leerla todos los días, una y otra vez, imaginando los mundos descritos, la historia de Abraham, la de Isaac y Rebeca, la de Moisés y la liberación del pueblo de la esclavitud en Egipto, la del paso del mar Rojo, la de la toma de Jericó, la de Sansón, la de la traición de Saúl, las de David y Goliat y David y Jonatás, la rebelión de Absalón, la sabiduría de Salomón, el nacimiento de Jesús, su infancia, su bautismo, las tentaciones, la transformación del agua en vino, el apaciguamiento de la tempestad; acabó por refugiarse en las parábolas de Jesús, en aquel niño especial con padres que lo querían, en ocasiones al cabo de otra noche violenta. La Biblia era su mundo de ensueño; José y María, los padres que habrá querido tener; y los apóstoles que le abrazaban, los únicos amigos que tenía.

Una noche lo descubrió. Su padre echaba un líquido incoloro e inodoro en la bebida de su madre. Lo guardaba en el cuarto de baño, en un armario donde almacenaba decenas de medicamentos, algunos caducados desde hacía años. La madre se durmió en la mesa durante la cena, el padre les pegó con el cinturón. Se acordó de la Biblia, de las historias, de Él, mientras recibía los golpes. El padre se desabrochó del todo los pantalones, pero él se acordó de la Biblia y gritó:

—¡Dios castiga! ¡Dios castiga! —Cerró los ojos anegados en lágrimas; temblaba de puros nervios y rezó: «Ayúdame, Jesús, ayúdame, Padre, ayúdame, Madre». El padre terrenal que le atizaba con el cinturón se detuvo.

—¿Qué has dicho? —preguntó con el cinturón en alto, dispuesto a caer sobre él, pero no lo repitió. Dejó el cinturón y no dijo nada más. Regresó a la mesa, tomó a su madre, se la llevó a la habitación y empujó la puerta. Al momento empezó a chirriar la cama.

El padre no volvió a tocarle, aunque las noches no cambiaron mucho en casa. Su madre apareció con un brazo en cabestrillo y un labio hinchado; pero para él fue como si hubiera conquistado un nuevo estatus, el de espectador mudo e intocable, aunque cada vez le costara más verlo, de ahí que se retirara a su habitación para refugiarse en su libro. No obstante, sus gritos y los gemidos asustados de sus hermanos más pequeños le taladraban los oídos sin que él pudiera hacer nada. «Haz que pare, Jesús. Haz que pare, Jesús», suplicaba, imploraba. Abrió el libro por una página al azar y leyó la primera frase. Los gritos habían amainado y la cama de la habitación de sus padres volvió a chirriar.

Al día siguiente fue su padre quien se quedó dormido en la mesa y no volvió a despertar. Cayó encima del plato de sopa con tal fuerza que lo rompió. A la madre le pareció extraño cuando sintió la mano del niño sobre la suya.

—No va a hacernos más daño, madre.

Ella se levantó, preocupada, e intentó despertar a su marido, pero fue en vano.

—¿Qué has hecho, Nicolas? —preguntó alarmada—. ¿Qué has hecho? ¿Qué va a ser de nosotros? —Las lágrimas en los ojos no le dejaban ver bien a su hijo.

Una tarde, pocos días después del funeral de su padre, llegaron dos hombres con bata blanca y se lo llevaron de la habitación mientras estaba leyendo un pasaje del Apocalipsis de san Juan. Forcejeó con los recién llegados, pero no pudo zafarse y lo arrastraron a una furgoneta blanca, aferrado a su libro.

El joven Nicolas no volvió a ver a sus hermanos.

Lo acogieron en un colegio donde le obligaron a seguir un horario rígido de clases y estudios sobre diversas materias, de la mayoría de las cuales no había oído hablar nunca. Aprendió latín, español, inglés, francés y hebreo, aunque su disciplina favorita eran los estudios bíblicos sobre su libro preferido. Por supuesto que leyó otros libros y se sumergió en otras historias, la Odisea, Edipo rey, El Satiricón, las Vidas paralelas, el Decamerón, pero ninguno le conmovió ni le apasionó tanto como la Biblia. Tal vez porque había sido su tabla de salvación hasta la muerte del… hombre que decía ser su padre aunque se comportara como un bárbaro. Su padre era el padre Aloysius, que le orientó hasta la edad adulta y le dio su primera hoja con instrucciones.

—Esta es la voluntad de Dios —reveló Aloysius—. Cúmplela.

Nicolas la cumplió a rajatabla y hasta aquel mismo día había seguido cumpliéndola, hasta aquella esquina de Via Merulana con Via Labicana.

La noche se había echado sobre Roma, pero seguía un frenético ajetreo de coches, motos, autobuses, taxis, peatones, bocinas, gritos, insultos. La Roma impaciente del final de la tarde. Consultó el reloj; marcaba las seis y media. Había sido puntual.

Observó el móvil y esperó a que sonara; no tardó mucho, solo seis minutos. Después avanzó hasta mitad de la calle en cuanto vio el Mercedes, sacó al arma y…

La mentira sagrada
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