59

La ruptura de una rutina que altere el curso natural de los acontecimientos, que por norma se rigen por una cronología bien definida, es la forma en que Dios expresa su divina Creación y muestra a creyentes y herejes que todo lo que existe obedece, única y exclusivamente, a Su voluntad. Eso creía él al girarse por segunda vez en Via degli Astalli en busca de miradas sospechosas. No lo seguía nadie.

Había recibido el mensaje en el móvil, en su número personal, no en el otro aparato, el negro que solo utilizaba esporádicamente en caso de necesidad, por regla general para obtener información o señas que no conseguía localizar por su cuenta o para solicitudes que requerían autorización especial. En esta ocasión, contra toda norma, requerían su presencia en la casa a la que se dirigía, saltándose todas las normas de seguridad, y eso denotaba urgencia. Aunque el mensaje le había llegado con una seña de validación que solo utilizaba su mentor, en nombre de Dios, toda precaución era poca y él era hombre precavido.

Consultó el reloj y decidió dar una tercera vuelta alrededor del recinto para despejar dudas. Diez minutos después estaba otra vez en Piazza del Gesù. Echó un vistazo a los viandantes, pocos a aquella hora, tal vez porque había llovido mucho en los primeros momentos de la tarde. Algunos turistas admiraban la fachada barroca de la iglesia del Gesù, de Giacomo della Porta, y sacaban fotografías; otros pasaban deprisa, sin percatarse de lo que había allí. Cuando uno se juega la vida, difícilmente se da cuenta de lo que le rodea. El tráfico era intenso, como correspondía a una céntrica plaza de la Ciudad Eterna, puerta de entrada al corazón romano y lugar de paso a otros muchos lugares.

A primera vista todas las puertas estaban cerradas, pero él sabía que no. Para él no.

Se acercó a la entrada de la izquierda, tiró de la puerta de cristal y empujó la de madera pintada de verde. Los goznes chirriaron anunciando su presencia.

El interior era grandioso. Diez capillas laterales con dedicaciones varias, desde la Pasión al Sagrado Corazón, y un motivo de gran regocijo para todos los jesuitas, pues allí reposaban los restos mortales de san Ignacio, el timonel de la Compañía, para toda la eternidad.

Al fondo, junto al altar mayor, se hallaba un hombre vestido de negro arrodillado con las manos unidas y la cabeza inclinada. De espaldas no podía saberse quién era.

—Acércate —le dijeron desde allí. Era el hombre de negro. Avanzó despacio, calculando todas las salidas y nichos donde poder refugiarse en caso de ataque. Ponía en ello los cinco sentidos—. Anda, hijo mío, no temas —le animó el otro—. Ad maiorem Dei gloriam. Nosotros no atentamos contra los nuestros. Perinde ac cadaver. Deus vocat. Has sido el siervo más fiel —dijo enojado.

Avivó el paso. Se acordó del versículo que le había venido a la cabeza en el camino y sonrió. «No los temas porque el Señor, vuestro Dios, es el que pelea por vosotros». Era bienvenido. Lo sabía. Lo sentía.

Cuando llegó al transepto se detuvo, a respetuosa distancia del que oraba al Altísimo.

—Acércate —ordenó el otro—. Arrodíllate a mi lado.

Asintió a regañadientes. «Atemorizado» era la palabra que mejor definía su estado. Aturdido, se arrodilló en dos tiempos, se santiguó, juntó las manos y cerró los ojos. Ni siquiera intentó mirar al otro por el rabillo del ojo, lo único que veía era las patillas de las gafas.

—El enemigo nos lleva ventaja —afirmó el nombre de negro.

¿Cómo? No esperaba esa revelación. Tenía que decir algo o parecería idiota.

—¿Qué tal ha ido, señor?

—Me hacen falta hombres como tú, hijo. Comprometidos, competentes, creyentes. Vivimos tiempos difíciles.

—Cuente conmigo, señor. Mi propósito es servir a Dios y a nadie más que a Dios —le salió de la boca sin poderse controlar.

—Eres mi mejor siervo, hijo —repitió como en un lamento—. Faltan dos hombres de tu lista. —El recién llegado asintió con la cabeza, aunque sabía que no se trataba una pregunta—. Esta noche vas a tener la oportunidad de cumplir la voluntad de Dios. Te daré toda la información necesaria. La Via dei Soldati queda sin efecto.

—Pondré todo mi empeño.

—Lo sé, Nicolas, lo sé —dijo el otro, llamándolo por su nombre en una clara demostración de confianza. Sacó un papel del bolsillo y se lo entregó al siervo—. Ahí tienes toda la información que necesitas. —Nicolas tomó el papel y se lo guardó. No era apropiado leerlo en aquel momento—. Tu ayuda ha sido inestimable —elogió—. ¿Cuál era la parte del código de Ursino?

—KS —dijo.

—Por lo tanto, tenemos RO del español, HT del turco, IS del alemán y KS de Ursino. ¿Cuál será la de Ratzinger?

Nicolas parecía un niño tímido que creía saber la respuesta pero no estaba seguro, y esa duda bastaba para que le diera miedo arriesgarse.

—Dilo de una vez, hombre —ordenó el otro, a quien no se le escapaba nada.

—Si me permite la sugerencia, señor, pienso que Ratzinger o Wojtyla no tenían. Me parece que el código será Khristos.

El otro reflexionó unos momentos y después se llevó una mano a la cabeza.

—Claro. Lo evidente nos ciega, Nicolas.

—¿Y ahora, señor?

—Ahora sigue las instrucciones que te he dado. Nuestro enemigo ya no es Ben Isaac. Nos han engañado, pero todavía estamos a tiempo de corregir el error —proclamó el hombre con vehemencia—. Otra vez la suerte está echada.

—Por supuesto, señor —dijo Nicolas, y se levantó. Había trabajo que hacer.

—Espera. Arrodíllate a mi lado. Vamos a rezar juntos un padrenuestro. Él nos dará fuerza para que concluyamos esta cruzada.

Nicolas se arrodilló inmediatamente, juntó la manos, bajó la cabeza, cerró los ojos y repitió la oración que el hombre rezaba con determinación.

La mentira sagrada
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