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Todo lo que existe es perfecto y sagrado pues fue creado por Dios en Su inmensa gloria para usufructo de los hombres que creen en Él. Amén.

Él creía en eso ciegamente, de ahí que no necesitara nada más que aquello que poseía. La encontró preparando la comida a la hora exacta: dorada a la parrilla con verduras salteadas y un pequeño toque original, dos langostinos tigre también a la parrilla como acompañamiento del pescado principal.

Le preguntó por el versículo del día, que ella casi canturreó con todo respeto y explicó su significado tal como había hecho él al dejar los versículos de la semana sobre la mesilla de la habitación. «Fue el Señor quien hizo esto y es cosa maravillosa a nuestros ojos». Todos tenían la obligación de leer la Biblia, si bien la lectura nunca debía hacerse en solitario o de manera independiente. Había que hacerla con ayuda de un sacerdote o de un teólogo para captar lo que es imperceptible y no extraer de las Sagradas Escrituras ideas alejadas del sentido que los autores sagrados habían pretendido darles. La lectura libre de la Palabra del Señor era un mal que la Iglesia siempre había combatido, no tan severamente como debiera, en su opinión, permitiendo opiniones dispares y erróneas sobre lo que en realidad proclamaba Dios. Además, si hubiera sido Su deseo que todos accedieran sin impedimentos ni dificultades al texto sagrado, lo habría dicho sin rodeos en algún versículo del Antiguo o el Nuevo Testamento y, sin embargo, no estaba escrito en ninguna parte.

Tomó la dorada, las verduras y los langostinos con frugalidad, que acompañó con un vaso de Frascati blanco del 98, con un ligero tono embocado que entraba bien. Ella bebió agua, pues la sangre de Cristo era exclusiva de los hombres, negada una y otra vez a las mujeres, cuya obligación era someterse al hombre y complacerle, como enseñó el gran san Pablo, padre de la Iglesia y par de Pedro.

Después de comer, ella retiró la vajilla y cubiertos de la mesa y los llevó a la cocina para lavarlos como era su obligación. Él no tardó en ir detrás de ella y la abrazó por detrás mientras ella fregaba los platos con agua y detergente. Le habló al oído y le dijo…, le ordenó que fuera a la habitación. Ella dejó los platos, cerró el grifo, se limpió las manos y salió.

La jeringuilla volvió a derramar el líquido adormecedor por las venas de la mujer, que perdió el sentido dos minutos después. Él se colocó encima del cuerpo inerte y gozó del placer carnal. No le llevó mucho tiempo, dos o tres minutos, perderse en un clímax pasajero que luego le hizo sentir repulsión hacia sí mismo y hacia ella. Tomó un baño, se frotó a fondo para lavar las manchas del cuerpo, las flaquezas de la carne. Sentía asco. Cuando terminó, ella todavía dormía; y seguiría durmiendo. Era hora de volver al trabajo.

Un tercio de la orden ya estaba cumplido. Faltaban dos nombres: Rafael Santini y el otro. Estaba acostumbrado a preparar bien su parte. No le interesaba saber quiénes eran ni qué hacían; si Dios los llamaba era porque les había llegado la hora, y nadie podía escapar a su hora. La nota decía que había llegado la hora de Rafael y, por lo tanto, se ocuparía primero de él. Su forma de trabajar siempre había sido un nombre cada vez.

Decidió coger el móvil. Lo abrió, le sacó la batería y la tarjeta de la operadora y puso otra completamente negra. Volvió a colocar la batería y encendió el aparato. En cuanto estuvo operativo le pidió un código, que introdujo con presteza: monitasecreta.

La llamada se efectuó automáticamente sin que él hubiera hecho nada. Segundos después la pantalla del móvil mostraba dos palabras: «Código correcto».

Él escribió: Deus vocat.

Instantes después apareció una palabra: Nomini.

Él escribió: «Rafael Santini».

La respuesta no tardó: «Esta noche. Via dei Soldati».

Colgó. Abrió la Biblia por una página cualquiera y señaló un versículo al azar. Lo leyó y sonrió.

La mentira sagrada
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