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No dejaba de resultar curioso cómo figuras decorativas, estáticas e inmutables, parecían cambiar de estado de ánimo según la escena que estuvieran presenciando. El mismo querubín rebelde y desenfadado que se ponía el dedo sobre los labios para pedir contención al reverendo padre Hans Schmidt aparecía ahora con los ojos abiertos como platos en un clamor silencioso por toda opinión.
—Su teoría es que la mente es nuestra enemiga —observó el cardenal Ricard, otro de los consejeros, con una sonrisa sarcástica.
—Dejamos que nos posea —puntualizó Schmidt con serenidad.
—¿Le importa explicarse? Desarróllelo, por favor.
—Por supuesto. Nuestra mente, la voz que tenemos en nuestra cabeza que nos dice que hagamos esto o aquello, que juzga, que reacciona ante cada situación, fue creada con una determinada finalidad: ayudarnos desde el punto de vista práctico. La principal finalidad de nuestra mente es memorizar las características del agresor para rechazar los constantes ataques, igual que el sistema inmunitario. Nunca ponemos la mano en el fuego porque sabemos que quema. ¿Cómo lo sabemos? Almacenamos esa información. También sirve para que razonemos. Lamentablemente, alteramos por completo el objetivo de la creación de la mente dejando que nos posea.
Todos los presentes miraban a Schmidt con visible interés. Alguno que otro sacudía la cabeza en gesto de desaprobación, pero escuchaban con la máxima atención.
—¿No somos el que piensa? —objetó el mismo cardenal.
—No, eminencia. Somos el que tiene noción de que piensa, lo cual es muy diferente. Si consiguiéramos oír nuestros pensamientos, seríamos el que oye.
—¿Está diciendo que alguien piensa por nosotros? —terció otro consejero.
—No. —Sonrió—. Estoy diciendo que damos demasiado valor al pensamiento. El pensamiento existe a efectos prácticos, no para conjeturar ni predecir. El pensamiento existe para decirme que ahí fuera hace frío y por lo tanto tengo que abrigarme, y no para decirme: «Demonios, qué frío hace ahí fuera. Mal rayo le parta al tiempo». Este sería un comentario absolutamente fuera de lugar, pero con consecuencias, en este caso, en mi humor. ¿Por qué habría de irritarme que hiciera frío? El clima es el clima.
—Pero es a través del pensamiento como sé quién soy, quién fui y que tengo una noción de mi historia —argumentó el primer cardenal.
—Una noción falsa del yo. Una noción falsa de la propia historia. El yo es la raíz del problema.
—¿Qué dice? ¿Por qué falsa?
—Porque está todo mezclado aquí. —Señaló la cabeza con el dedo—. Lo real, lo irreal, la imaginación, el pasado, los deseos, los sueños.
—¿Y no somos capaces de discernir lo real de lo soñado?
Schmidt calló unos momentos y esbozó una sonrisa.
—Voy a ponerle un ejemplo. Recuerde el último viaje que hizo —le dijo al cardenal.
—Muy bien —aceptó su eminencia.
—¿Puede decirme adónde fue?
—Claro. A Croacia. Estuve unos días en Zagreb.
—Recuerde algún lugar donde estuviera en Zagreb.
—Estoy haciéndolo.
—¿Cuál es?
—La catedral de Zagreb.
—Ahora póngame allí, a su lado. ¿Puede vernos tomando café en una explanada en la plaza Jelacic? —El cardenal no dijo nada y la sonrisa sarcástica se borró de sus labios—. No podemos discernir lo acontecido de lo que querríamos que hubiera acontecido o de la sugestión de lo que pudiera haber acontecido —explicó Schmidt con pasión—. El pasado no sirve para nada. Ni para recordar ni para revivir mentalmente. Fue como fue y no se puede hacer nada para cambiarlo. Desde luego, no merece la pena llorar por él, no merece la pena juzgarnos a nosotros ni a los demás por las actitudes adoptadas. —Hizo una breve pausa—. La salvación está y ha estado siempre en el presente. Solo podemos cambiar nuestra vida ahora. Ni ayer, ni mañana, solo ahora.
La sala lo miraba absorta. El prefecto, el secretario, los cardenales consejeros se revolvían incómodos en las sillas ordenando papeles, impacientes, violentados, toses secas, demasiados catarros.
—Me pregunto —empezó el secretario— si tiene usted conciencia de las barbaridades que ha dicho a esta Congregación. ¿Es consciente de que está mancillando este espacio sagrado con un sinfín de herejías? —A lo largo de la extensa mesa se oyó un murmullo de aprobación y se vieron gestos de asentimiento—. La salvación está siempre en Nuestro Señor Jesucristo —añadió el secretario, buscando la anuencia del prefecto.
—Coincido con su eminencia —afirmó Schmidt.
—Pero no en todo —añadió el cardenal Ricard.
—Lo importante no es el grado de coincidencia. Como he dicho anteriormente, tan correcto es creer como no creer.
El cardenal se levantó indignado.
—¡No hay más que una creencia! —vociferó—. En Nuestro Señor Jesucristo. Fue Él quien dijo que el reino de Dios está próximo. —Levantó un dedo en el aire como si así sancionara lo que había dicho.
Schmidt soltó una carcajada.
—Cuando Jesús dijo esa frase no estaba hablando de tiempo.
—Entonces, ¿de qué estaba hablando? —preguntó el secretario Ladaria.
El Austrian Eis miró con atención a la platea, que lo miraba desde arriba con una sonrisa ancha. Aquello le divertía mucho.
—De distancia.
—¿De distancia? Explíquese, por favor. —Quien hacía las preguntas esta vez era el prefecto William. Había permanecido callado durante toda la sesión.
—Jesús quería decir que el reino de Dios, la salvación, estaba próximo, o sea, cerca, estaba al alcance de cualquiera. Pero Él no se refería a un lugar… —Dejó que todos asimilaran sus palabras antes de proseguir—. Se refería a un estado.
—A un estado… —repitió el secretario como si despertara de un trance—. ¿Y qué estado era ese?
—El estado iluminado. —La Congregación en pleno aguardaba la explicación—. Jesús vivió casi siempre en ese estado —explicó Schmidt—. Es lo que sucede cuando se vive sin el control permanente de la mente. La mente juzga, clasifica, etiqueta todo lo que la rodea. Está caliente, está frío, es malo, es bueno, es un idiota, es un ladrón, todo conspira contra nosotros… Todo lo que pasa ante nuestros ojos sufre instantáneamente una clasificación, siempre fidedigna al cien por cien por lo que a nosotros respecta. Nos ocurre a menudo que conocemos a una persona y a los cinco minutos ya tenemos una opinión formada. Nos gusta o no, según nuestra clasificación mental. Nada hay más errado. —La indignación crecía entre los consejeros. El prefecto era el único que no manifestaba ninguna reacción—. Jesús no juzgaba ni clasificaba las cosas. Estaba en un permanente estado de iluminación. Siempre unido a la energía vital y universal. No juzgaba, no hacía predicciones, no pensaba en problemas que no sabía si se habrían de presentar, no trataba nunca de imaginar cómo sucederían las cosas, porque las cosas nunca suceden como se imaginan. Jesús no vivía en el pasado ni en el futuro, sino en el único estado en el que se podía y se puede vivir, el presente. «Mirad cómo crecen los lirios del campo, no trabajan ni hilan», decía Él. No hay otra manera de vivir. No se puede vivir pensando en lo que va a acontecer dentro de cinco minutos o diez o una hora, un día o un año, solo podemos cambiar las cosas ahora. Y Jesús cambió todo viviendo de esa forma.
Durante algún tiempo nadie volvió a pronunciar palabra. No habría sabido decirse cuánto, pero bastante. Los consejeros trataban de asimilar las ultrajantes palabras que el reverendo padre austriaco había pronunciado con un fervor apasionado. Toda aquella sesión había constituido una horrenda profanación de lo sagrado, un sacrilegio. Los consejeros empezaron a cuchichear entre sí en una actitud que Schmidt hubiera podido considerar irrespetuosa de haber sido un hombre dado a clasificaciones y etiquetas. En un principio William se quedó al margen de la conversación, pero luego, ante el murmullo que desembocó en tumulto y después en acalorada disputa, se vio obligado a intervenir.
—Señores —irrumpió la voz de Schmidt, de quien ya no se acordaba nadie—, reverendísimo prefecto, secretario, eminencias, comprendo perfectamente que no estén de acuerdo conmigo. Quiero transmitirles que mi primer deber y mi prioridad es para con la Iglesia a la que sirvo y que acataré, sea cual fuere, cualquier castigo con humildad y abnegación. —Dijo esto último bajando la cabeza en señal de sumisión y se inclinó hasta exponer el cuello desnudo para dejar claro que estaba a su disposición.
El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe se levantó de la silla, adoptó una postura altiva acorde con la función que desempeñaba y miró con aire austero al reverendo padre Hans Matthaus Schmidt.
—Bien. Esta sesión ha sido, sin duda…, intensa —titubeó antes de calificar con aquel adjetivo lo que allí había sucedido—. La prefectura y los consejeros habrán de deliberar y…
Las puertas de la sala de audiencias se abrieron intempestivamente interrumpiendo el discurso del prefecto. Entraron cuatro guardias suizos, con el atuendo de rigor, y se colocaron mirando a la puerta; tras ellos accedieron al interior otros cuatro de paisano.
—¿Qué ocure? —quiso saber el prefecto.
Uno de los guardias de paisano, claramente el mayor, avanzó hasta el centro de la sala.
—Esta sala queda sellada hasta nueva orden.
—Qué disparate —protestó el secretario—. Nos debe usted obediencia, Daniel.
—Lo lamento, eminencias, pero se ha producido un problema de seguridad. En estos momentos soy el máximo responsable del Vaticano. Les ruego comprensión.
—¿Un problema de seguridad? ¿Qué ha pasado? —preguntó el prefecto. El guardia dudó. No sabía si debía decirlo—. No nos lo oculte, Daniel. ¿Qué ha pasado? —insistió William.
—Un homicidio dentro de los muros del Vaticano —explicó el comandante de la Guardia Suiza pontificia.
—Ave María Purísima —soltó el prefecto, y se dejó caer en la silla con aspecto exhausto.
—Pero ¿quién? —inquirió el secretario.
—No estoy autorizado a decirlo. Lamento informarles de que nadie entrará ni saldrá hasta nueva orden. —Dio media vuelta y miró al padre austriaco—. ¿El padre Hans Schmidt?
Este asintió con la cabeza e inmediatamente lo rodearon los otros tres guardias de paisano.
—Tengo que pedirle que haga el favor de acompañarnos.
Schmidt se levantó, levemente ruborizado.
—¿Dónde lo llevan? —preguntó el secretario.
—A los aposentos pontificios. Son órdenes del santo padre.