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Había una máxima por la que Ben Isaac se guiaba en la vida y, especialmente, en los negocios, la cual le había llevado lejos: todo tiene un precio. Un objeto, una joya, una casa, una empresa, un hombre, todo se compraba y todo se vendía. Solo hacía falta capital y de eso Ben Isaac tenía en abundancia. Sin embargo, aquella última noche el banquero judío había aprendido una lección poderosa que había echado por tierra la provechosa máxima que tantos beneficios le había proporcionado en los negocios. Había personas que no podían comprarse con dinero, aunque se vaciaran todas las cajas fuertes del mundo. Ben Isaac no había tratado en toda su vida con una persona así y, por lo tanto, no se le daba bien, se sentía perdido y desorientado y no podía dejar de pensar en su hijo del mismo nombre, encadenado a una silla, maltratado, ensangrentado, flagelado. La sola idea le producía unos escalofríos tenebrosos que le herían el corazón y le recorrían todas las venas del cuerpo como descargas de pánico. Se acordó de Magda y de que no había estado cuando ella murió. Algún negocio. Alguna excavación en alguna parte, algo más importante a lo que prestar atención. Siempre había algún motivo de fuerza mayor, impostergable, que exigía su atención in loco, fuera donde fuere.
Myriam en Londres tanto tiempo sola, tantas veces viendo caer la lluvia, helar de frío, de vez en cuando asomar un sol tímido, sin ver regresar a su marido. Un día tras otro, una semana tras otra. Algún telefonazo desde Tel Aviv, otro desde Amán, un inesperado y fructífero negocio en Turín, una reunión en Berna, un encuentro con un equipo de excavación quién sabe de qué y dónde, otro con ellos mismos en una universidad de Estados Unidos para profundizar en el conocimiento del material encontrado, nada especial, volvería a Londres lo antes posible, seguramente enseguida, un beso.
Nunca le había faltado dinero a Myriam para comprar lo que fuera, ni un penique. Siempre se había preocupado de eso. No pocas veces Myriam había pensado que para él el dinero era más sagrado que el propio lazo que Dios había instituido entre ellos. En los días malos le daba por desear que Ben no fuera tan eficiente, tan escrupuloso en ese aspecto, que fallase, que fuera menos adinerado, y, en los días pésimos, que quebrara.
Magda falleció un día de infausta memoria para Ben Isaac, el 8 de noviembre de 1960. Le temblaban las manos cuando tomó el auricular y marcó el número de casa, a miles de kilómetros, para decir que volvería ese mismo día. Finalmente en paz, con un acuerdo de caballeros en el bolsillo que Myriam ni sospechaba ni llegaría a sospechar.
Myriam no contestó aquella llamada ni las que siguieron después. Ben se la encontró en una cama del hospital de St. Barts, durmiendo como una bendita gracias a la fuerte sedación administrada por el médico de guardia. Así estuvo durante varios días con sus noches, sin despertar, respirando pausadamente con el semblante pálido, blanco como un cadáver. Durante todo aquel tiempo el médico de guardia no le explicó nada a Ben amparándose en la jerarquía profesional. No era de su competencia decir nada sobre la paciente, pues así lo había ordenado su médico.
El joven y prestigioso banquero, acostumbrado a hacer y deshacer, decir y desdecir a subordinados y jefes de Estado, anhelantes o no del dinero que poseía, esperó junto a la cabecera de la cama hasta que el referido médico se dignase aparecer por allí para darle una explicación.
—Myriam intentó suicidarse. —Fue la frase de saludo del tal médico, que llevaba una bata totalmente desabrochada bajo la que se veía un traje de etiqueta—. He venido solo un momento. Me voy a casar —explicó.
Ben Isaac no pudo articular palabra, ni esbozar el menor gesto o ademán. Miró al médico mudo e inmóvil, derrotado, consumido, con barba de tres días.
—Hacía días que no comía y se llenó el estómago de barbitúricos. Luego se arrepintió y llamó a una ambulancia. Mientras esperaba a los enfermeros, seguramente ansiosa y distraída, tropezó en la escalera y se cayó. Cuando llegó aquí solo llamaba a… Magda.
Las lágrimas bañaban el rostro de un joven y multimillonario Ben, cuya esposa era infeliz hasta el punto de quitarse la vida a sí misma y a la descendencia que llevaba en su vientre.
—Lo lamento mucho, pero no conseguimos salvar a Magda.
—¿Magda?
—Sí. Myriam estaba segura de que tendría una hija. Un pálpito, un deseo. Llámelo como quiera… No se equivocaba —explicó el médico.
Ben se tapó el rostro con las manos y comenzó a sollozar y temblar. El dolor le explotaba en el pecho azotándole con latigazos de amargura y desolación.
—¿Cuándo dejan de sedarla? —acertó a preguntar el banquero con el rancio desaliño de quien no ha visto una cama hace días.
—Myriam ya no está sedada —informó el médico.
—Pero ¡sigue durmiendo!
El médico suspiró y se inclinó hacia Ben Isaac.
—Myriam despertará cuando entienda… Cuando esté preparada. Ayúdela. Lo va a necesitar.
El médico se levantó y murmuró «felicidades» antes de dejar al matrimonio en la fría habitación de hospital con rumbo a la iglesia, a la ceremonia que habría de sellar un compromiso sagrado, que no por ello infalible, puesto que el casamiento es una invención de los hombres.
Myriam tardó siete días en estar preparada para despertarse y, cuando lo hizo, fue como si él no estuviera allí. No pronunció una palabra, no respondió a sus elogios, ni a las preguntas, ni a las justificaciones, ni a las súplicas, ni a las promesas, ni al amor, ni a la angustia, ni a la protesta, ni al disgusto, ni al dolor ni a la resignación. Ben Isaac no volvió a oír la voz de Myriam en los nueve años posteriores. Las ausencias, que en los primeros tiempos habían terminado, regresaron, pero ya no afectaban a Myriam, dedicada al jardín, a las amigas, al club literario, a las exposiciones, a las tertulias del té, a las representaciones teatrales, a la cultura que Londres ofrecía sistemática, fielmente, sin fallar una vez. Nada de aquello lo compartía con Ben, ni las amigas ni los maridos de las amigas; era como si viviera dos vidas y fuera dos mujeres, la esposa de Ben cuando él estaba en casa y la esposa de Ben cuando él estaba ausente.
Un sábado durante una comida en que degustaban no sé qué plato, Myriam le dijo a su marido:
—Me gustaría conocer Israel, Ben.
Y fue como si hubiera hablado ayer, hacía unos segundos, desde siempre, sin interrupción alguna, sin el hiato de casi una década en la que Ben no le había oído ni una sílaba, una interjección, una queja, ni siquiera un sollozo.
Ben Isaac la llevó a Israel, a Chipre, a Italia, a Brasil, a Argentina. Hablaban todos los días de los asuntos de los matrimonios normales que tenían mucho dinero y de los que tenían poco, sonreían, reían a carcajadas, volvieron a amarse, a besarse, a sentir la respiración de sus cuerpos, el sudor mutuo, todo lo que un matrimonio sentía o debía sentir; de todo menos de Magda. Nunca más hablaron de ella. Verdad era que los desgarraba a diario, a cada uno a su modo, pero ni se quejaban ni manifestaban el más mínimo resquicio de deseo de hablar de ella. Era un asunto sellado, lacrado, prohibido.
Ben Isaac lo vivía con una silenciosa amargura, ceñida por las fuertes cuerdas de la culpa, resignado al paso de los días, enfrascado en el trabajo, llenando las horas, atendiendo a Myriam. Pero no volvió a hacer excavaciones. Magda le había servido de aviso, había sido un castigo del Altísimo, una puerta cerrada que no se podía volver a abrir.
Todo aquello pasó por la cabeza de Ben Isaac en cuanto leyó el mensaje que había recibido en el móvil: «Si quiere volver a ver a su hijo con vida, líbrese de la periodista». Sarah y Myriam seguían mirando los documentos milenarios, desdeñando los acuerdos pontificios que no les suscitaban interés alguno, a pesar de ser los únicos documentos cuya lengua podían entender. Los otros ejercían una fascinación hipnótica. Ben Isaac la había sentido en otras ocasiones. Los caracteres elaborados, artísticos, estilizados, pero sin grandes pretensiones, sin armas ni blasones pontificios, pues en aquella época no los había todavía.
No podía perder a Ben Junior. No podía perder a otro hijo. ¿Dónde estaba la justicia divina? ¿Iban a castigarle por meter la nariz donde no debía? No. Había pagado un precio muy alto. Magda, Myriam, un silencio sepulcral de nueve años.
¿Cómo era posible que supieran de la periodista? Las filtraciones no venían por su parte, de eso tenía la certeza absoluta. Se acordó del cardenal William y de cuando le había presentado a Sarah. La filtración procedía del Vaticano, de las más altas instancias, y eso era muy grave. Tenía que poner a salvo a Myriam y acabar definitivamente con aquella situación.
—Myriam —la llamó—. Un momento, por favor.
La mujer retrocedió hasta donde estaba su marido, que le mostró la pantalla del móvil. Leyó el mensaje e, impresionada, se llevó la mano a la boca. Sarah lo presenció todo.
—No, Ben, no podemos —dijo Myriam vacilante, con las piernas temblando—. No puede ser.
—Tenemos que hacerlo, Myr. La vida de Ben Junior está en juego —le recordó Ben, poniendo ambas manos sobre los hombros de su esposa—. Tenemos que hacerlo.
Ambos miraban a Sarah con aprensión. Se había dado cuenta de que pasaba algo y de que tenía que ver con ella.
—¿Qué sucede? —preguntó tímidamente.
Su corazón latía sobresaltado desde que había entrado en la caja fuerte. Sabía lo que tenía que hacer. William había sido muy claro en el palacio Madama. Un sacrificio que cambiaría el panorama para mil millones de fieles. Ante aquellas cifras, ella se sentía insignificante.
Myriam se dejó caer al suelo, sollozando.
—No, Ben.
—Lo lamento, Sarah —dijo Ben acercándose despacio—. No me dejan otra alternativa.
La periodista retrocedió hasta chocar con los expositores. Era entonces o nunca. Por un lado, la actitud amenazante de Ben ayudaba. El hombre marcó un número en el móvil y dijo algo en hebreo. Estaba llamando a los de seguridad.
Sarah se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó el pequeño revólver de seis proyectiles que William con ironía le había entregado. «Estamos en guerra, Sarah», recordó que había dicho el cardenal. Apuntó a Ben.
—Ni un paso más.
El israelí la miró sorprendido. ¿Cómo era posib…? El cardenal William. ¿Quién iba a sospechar de un cardenal?
Myriam levantó la cabeza y contempló la escena.
—Deme los documentos —ordenó la periodista con la voz más firme de que fue capaz.
—Deje el arma, Sarah. No va a conseguir salir viva de aquí. Aparte de que no es usted una asesina —amenazó Ben—. No tiene lo que hace falta para matar.
—Myriam, levántese y póngase a mi lado —volvió a ordenar. La señora se levantó a duras penas y se acercó a Sarah con recelo. En cuanto estuvo al alcance de la muchacha, esta la atrajo hacia sí, se giró y puso el revólver en la sien derecha de la mujer, que cerró los ojos—. ¿Se convence ya? —preguntó Sarah. En aquellos momentos se odiaba a muerte—. Ahora deme los documentos, que Myriam y yo nos vamos a dar una vuelta.
—¿Va a seguir con esta farsa? —preguntó Ben muy tranquilo.
En efecto, Sarah temblaba con el arma apoyada en la cabeza de Myriam. Procuraba no presionar mucho para no hacerle daño. La propia Myriam estaba más tranquila que ella.
—No haga nada de lo que se pueda arrepentir —rogó el israelí en voz baja.
—Deme los documentos —insistió la periodista.
—Eso no va a pasar, Sarah. Lo sabe muy bien. Está en juego la vida de mi hijo.
Sarah perdía terreno. Jamás apretaría el gatillo. Se trataba de un farol y acababa de quedar claro.
—Baje el arma. Mis hombres están a punto de llegar. Son profesionales y…
—Buenas noches —dijo una voz masculina en un inglés perfecto.
—Hadrian —llamó Ben Isaac sin mirar al de seguridad—, ¿haces el favor de quitar el arma a la señora, que ya me está irritando?
—Lo lamento, pero Hadrian no va a poder venir —respondió la misma voz.
Ben Isaac miró perplejo al hombre. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Quién era aquel? ¿Sería el secuestrador?
—¿Quién es usted?
—Puede llamarme Garvis. Soy inspector de la Metropolitan Police y he venido para ayudar.
—¿Ayudar a qué? —preguntó Ben.
Las mujeres tampoco se estaban enterando de nada. Sarah mantenía el revólver levemente apoyado en la sien de Myriam.
Dos hombres entraron en la caja fuerte. Nadie los conocía.
—Baje el arma, señora. Ya tengo suficientes muertos —profirió el de enfrente en un inglés tolerable.
—¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve a invadir mi casa? —Ben Isaac estaba indignado y nervioso.
—¿Que quién soy yo? —El hombre estaba escandalizado—. Que quién soy yo… —repitió; después miró a su compañero—. ¿Quién soy yo, Jean Paul?
—El inspector Gavache de la Police Nationale —anunció el aludido con voz firme de heraldo.
—Y puede usted llamarle a esto una entrada a la francesa —añadió el inspector al tiempo que se llevaba un cigarrillo a la boca.