13

Entre amigos la conversación es continuada. Aunque permanezcan años separados, la retoman siempre en el punto en que la dejaron, sumando la experiencia adquirida entretanto. Las grandes amistades mantienen la comunicación constante e ininterrumpidamente, pueden incluso no decirse ni palabra entre un encuentro y otro, pero cuando vuelven a coincidir la sensación es de haberse visto el día anterior. Para ciertas amistades el día anterior podría haber sido hacía tres años y medio. Hans Schmidt y Tarcisio gozaban de esa clase de amistad.

Se dieron la mano y se fundieron en un estrecho abrazo. Luego dos besos. A Tarcisio se le llenaran los ojos de lágrimas, pero no dejó que resbalara ni una sola por su rostro. Schmidt se contuvo más, lo que no quería decir que no añorara a su amigo; simplemente lo manifestaba menos. De ahí que siempre le hubieran llamado Austrian Eis.

—¿Cómo estás, amigo? —preguntó Tarcisio con una sonrisa.

—Como Dios quiere —respondió el austriaco mirando fijamente al piamontés.

—Siéntate, siéntate —rogó Tarcisio, y señaló un sofá de cuero castaño de hacía muchas décadas—. Debes de estar cansado. ¿Has tenido buen viaje?

—Muy agradable —dijo Schmidt, tras aceptar el ofrecimiento de Tarcisio y aliviar su cansancio en el sofá. Cruzó la pierna—. Sin retrasos, sin percances.

Tarcisio se sentó a su lado. Estaban en su gabinete, lo que para Schmidt era una novedad, pues nunca había entrado allí. Era muy espacioso, con un gran escritorio de roble junto a una de las amplias ventanas cerradas que les aislaban de la noche romana.

El silencio se hizo irresistible. Casi habían agotado los cartuchos de conversación de circunstancias.

—¿Has comido? ¿Quieres tomar algo? —ofreció Tarcisio.

—Estoy bien, gracias.

Schmidt siempre había sido muy frugal. Raramente sentía hambre; a veces, en los tiempos en que estuvo destinado en Roma, le parecía que hacía ya siglos, olvidaba comer. Llegó a desmayarse de debilidad por ese motivo. Aquel austriaco era obstinado y se dedicaba con ahínco a la tarea o tareas que se le encomendaran, ya fuese de estudiante o posteriormente con las funciones pastorales. Durante algunos años estuvo apartado de estas funciones que tanto placer le producían, ayudando a Tarcisio con labores más administrativas y arzobispales, que entendía que debían de ser necesarias pero que no le satisfacían plenamente. Fuese como fuese, le gustase o no, siempre las llevó a cabo con gran solvencia. Tarcisio sentía un enorme aprecio por el hombre, por el clérigo y todavía más por el amigo.

—¿Hablamos de tu problema? —inquirió Schmidt. Su modo de abordar los asuntos era simple y directo, ni los evitaba ni les daba la espalda; si existían, había que solucionarlos de inmediato para que luego no se echaran encima. Dios protegía a los audaces.

Tarcisio miró al suelo buscando las palabras correctas, que se obstinaban en escapársele como el agua entre los dedos. Decidió ser directo como su amigo. Schmidt no lo hubiera permitido de otro modo.

—Se ha quebrantado el Statu quo —soltó, y alzó la vista a un punto de la pared donde había un gran retrato del sumo pontífice en expresión neutra. Aguardó la reacción del austriaco.

—Explícate —fue su única respuesta, con acento germánico por encima de un italiano por lo demás correcto.

Tarcisio necesitaba la agudeza mental y la lucidez de su amigo. No hay solución posible si no se tienen todas las bazas en la mano. Optó de nuevo por el relato conciso y frío de los hechos, por mucho que le costase.

—Han matado al Aragonés y a Zafer, Sigfried ha desaparecido y también Ben Isaac y su hijo. —Soltó los nombres y los hechos a quemarropa, como si al nombrarlos se hubiera librado de ellos y se los hubiera transferido al amigo. Durante unos instantes se sintió egoísta, pero se le pasó.

—¿Cuándo murieron? —Schmidt lo preguntó sin asomo de emoción. Si los conocía, no lo aparentaba.

—A lo largo de la semana. Aragonés el domingo, Zafer el martes y Sigfried desapareció el miércoles. Desconocemos cuánto tiempo lleva desaparecido el clan de los Isaac.

—¿Ha desaparecido toda la familia? —quiso conocer Schmidt.

—Sí. El matrimonio y el heredero.

—¿A quién tienes al cargo?

—A nuestro enlace con el SISMI y a un enviado especial.

—¿A quién?

—Al padre Rafael. ¿Te acuerdas de él?

—Claro que sí. Muy competente. No me necesitas —argumentó el austriaco—. El asunto está en buenas manos.

Tarcisio no parecía nada convencido. Más bien todo lo contrario. Estaba alterado y nervioso. Daba golpecitos en el suelo con el pie como conectado a la corriente.

—Como esto nos explote en la cara…

—La Iglesia siempre ha sobrevivido a todo y a todos —sentenció Schmidt—. No veo razones para que no lo haga ahora.

—¿No lo ves? Andan tras documentos importantes. Documentos que prueban que…

—Que no prueban nada —le replicó el austriaco—. No se sabe quién los escribió ni por qué motivos. Solo son palabras.

—Por hacer cumplir la palabra se hiere y se mata —le rebatió Tarcisio.

—Las palabras tienen la fuerza que les demos —objetó presto Schmidt sin alterar el tono de voz.

—¿Es lo que defiendes ahora?

—Nada necesita de mi defensa. Mucho menos la Iglesia.

Tarcisio se levantó y empezó a andar de un lado a otro con las manos en la espalda.

—Estamos en guerra, Hans.

—Estamos en guerra hace 2.000 años. Siempre he oído hablar de esa guerra y sin embargo ni siquiera tenemos ejército —ironizó Schmidt.

—¿No ves lo que puede suceder si esos documentos caen en manos ajenas?

—Si mal no recuerdo, el papa Roncalli previó una situación así. El acuerdo…

—El acuerdo ha prescrito —le interrumpió Tarcisio levantando las manos al cielo—. Se previó para una duración de cincuenta años. Prescribió hace unos días.

—Lo sé, Tarcisio. Aun así no creo que Ben Isaac se aprovechase de los docu…

—¿Por qué no? El acuerdo ha prescrito.

Por primera vez el sacerdote austriaco lo miró con preocupación.

—Porque yo lo conocí cuando la renovación del acuerdo. Ben Isaac podría ser una víctima, nunca un villano —afirmó el austriaco perentorio.

—Eso fue hace veinticinco años. Lo has visto dos o tres veces. No olvidemos que es… judío. —Lo dijo como si se tratase de una tara muy profunda.

—Nosotros le rezamos a un judío, Tarcisio.

—No es lo mismo —argumentó el cardenal.

—No veo por qué va a ser diferente. Él nunca ha practicado otra religión.

—Jesús fundó la Iglesia católica.

—Tarcisio, por favor. Eres el cardenal más influyente de la Iglesia católica apostólica romana en la actualidad. Jesús nunca conoció la Iglesia católica ni ninguna de sus herederas. Nunca la fundó y mucho menos mandó que la levantásemos.

Este asunto desasosegaba a Tarcisio. Era un punto de distanciamiento entre ambos. Le exasperaba el pensamiento demasiado libre de Schmidt, solo le acarreaba problemas. Recordó que esa era precisamente la razón principal de que su amigo se encontrase en Roma aquella noche. Volvió a sentarse y dejó que el silencio se apoderase del gabinete. Hans permanecía inmóvil, con las piernas cruzadas, Austrian Eis, imperturbable.

—¿Estás preparado para mañana? —acabó preguntando Tarcisio.

—Lo veremos mañana.

—No te voy a poder ayudar ante la Congregación, Hans. Lo lamento —le advirtió con torpeza. Lo lamentaba sinceramente.

—No te he pedido ayuda, Tarcisio. No la habría aceptado. No lo lamentes ni te preocupes por ello. La Congregación tomará la decisión que estime. Si considera que mis opiniones coinciden con las de la Iglesia, bien; si considera que no, bien también. Cualquier circunstancia me sirve y ninguna me va a afectar.

La seguridad con que Schmidt pronunció aquellas palabras impresionó a Tarcisio. Le habían salido de lo más hondo, sentidas, sinceras, sin sombra de presunción o perfidia. El austriaco había cambiado mucho en los últimos años.

—Espero que ocurra lo mejor. Así lo quiera Nuestro Señor —le deseó el piamontés.

—Nuestro Señor no tiene nada que ver con esto —concluyó Schmidt.

—¿También piensas que Ben Isaac no tiene nada que ver? —Dijo volviendo al asunto anterior, que todavía no habían zanjado.

—Sugiero que trates de encontrarlo, si no es demasiado tarde.

—¿Por qué lo dices?

—Piensa un poco, Tarcisio. Han matado a Zafer y al Aragonés. Podemos temer por el mismo destino para Sigfried y para el clan Isaac.

—¿Y quién puede estar detrás de todo esto? —preguntó Tarcisio—. ¿Con qué intención?

—No sabría decirte. Quienquiera que sea está demostrando que no se anda con medias tintas. —Luego se calló y dejó que el cerebro hiciera sus cálculos—. Hum. Interesante.

—¿Qué?

—Todos los participantes en el Statu quo están siendo eliminados —dijo con expresión pensativa.

—¿Y?

—Faltan dos.

La mentira sagrada
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