4

El viejo arqueólogo tosió y se inclinó. El golpe no se hizo esperar, firme y seco, sin remordimientos.

—A la próxima lo dejo fuera de combate —susurró una voz en su oído, fría, aterradora.

El viejo arqueólogo sabía que decía la verdad.

Lo habían atrapado de la forma más absurda que quepa imaginar. Una llamada de teléfono en plena noche, inoportuno aunque no extraño. Se despertó atontado y malhumorado, aunque no tardó en espabilarle la índole de la conversación. Necesitaban traducir un pergamino. Databa del siglo I, pero desconocían la lengua. La persona al otro lado de la línea se deshizo en disculpas por la diferencia horaria, pero pagaría lo que fuese necesario para que tan distinguido arqueólogo pudiese echar un vistazo al hallazgo y dar su opinión. Bonitas palabras para su ego que pocas veces había escuchado. El resto había sido fácil. A la mañana siguiente le esperaba en el aeropuerto un billete para el lugar de destino. «Idiota», pensó. Su madre siempre le había dicho que nadie regalaba nada.

A su llegada tomó un taxi a la dirección que el desconocido le había indicado, cruzó el caótico tráfico de la hora del almuerzo, lo que le llevó casi el mismo tiempo que el vuelo, y por fin llegó a la dirección en cuestión. Parecía un almacén-frigorífico abandonado. Un lugar extraño para un encuentro como aquel.

El cordial saludo que esperaba entre desconocidos se convirtió en un bofetón en pleno rostro y un empujón que casi le hizo dar con la cara contra el suelo. El sujeto, un hombre delgado que vestía un traje de corte elegante, le puso una rodilla en la espalda y le sujetó la cara contra el pavimento con una mano poderosa. Enseguida, mostrando una forma física envidiable, bajó la cabeza hasta el oído del arqueólogo.

—Las reglas son simples. Yo pregunto y usted responde. La menor alteración de este principio tendrá consecuencias, ¿entendido?

El arqueólogo hubiera jurado que el hombre babeaba como un perro rabioso mientras dictaba su sentencia.

—¿Quién es usted? —inquirió angustiado. Le costaba respirar.

El golpe le acercó aún más la cara a aquel suelo inmundo.

—Soy yo quien hace las preguntas, ¿entendido?

—Usted debe de haberse confundido de persona. No soy más que un arqueólogo. —Valía la pena intentar aclararlo. Los agresores no son infalibles como los pontífices.

—Yaman Zafer. ¿Es ese su nombre?

—Lo es, pero…

—¿Ve como no cuesta nada? Vamos a entendernos a la perfección —se mofó el hombre, respirando encima del oído de Zafer.

—Oiga, yo…

Nuevo golpe en la nuca que le hizo ver las estrellas.

—Yo pregunto. Usted responde. ¿No es la comunicación perfecta? —Zafer guardó silencio. No tenía muchas opciones. Lo mejor era callarse y ver en qué terminaba aquello. No podía respirar en condiciones con la rodilla presionándole el abdomen contra el suelo. Sentía un enorme dolor—. Si colabora, le dejo respirar —dijo el agresor.

Hablaba en serio.

—Está bien —asintió.

No tenía más opciones. ¿Por qué no habría pedido más información antes de subir al avión? ¿Por qué se había dejado convencer tan fácilmente? Qué ingenuo había sido.

El agresor parecía haber oído sus pensamientos.

—Es tan fácil decir lo que la gente quiere oír… Vamos al asunto que nos ha traído aquí. —Se humedeció los labios—. ¿Ha oído hablar de un hombre llamado Ben Isaac? —Zafer se estremeció, en la medida en que le resultaba posible—. Voy a tomar eso como un sí —susurró el agresor—. Quiero que me cuente todo. —Aflojó un poco la rodilla y Zafer, aprovechando para aspirar la mayor cantidad de oxígeno que le fue posible, se llevó la mano al bolsillo exterior de la americana, pero la indulgencia duró poco. Volvió a sentir la incómoda presión sobre los pulmones. El agresor sabía lo que hacía—. ¿De qué índole era el proyecto para el que fue contratado en 1985? —Nueva pregunta.

—¿Qué proyecto? —Nuevo golpe en la nuca, con fuerza—. Nunca he hecho ningún trabajo para Ben Isaac —explicó Zafer. Tal vez lo dejase en paz.

—Si quiere seguir por ese camino —avisó el agresor—, tendré mucho gusto en hacerles una visita a Monica y Matteo. Estoy seguro de que me adorarán. —Sonrió con expresión sarcástica. Zafer sintió un frío estremecimiento al oír el nombre de sus hijos. Ellos no. No podía poner en peligro sus vidas. Se rindió—. ¿Tengo que repetirle la pregunta? —insistió el agresor fríamente.

—No —respondió Zafer con dificultad. Empezaba a costarle hablar por la falta de aire—. Se lo contaré. Todo lo que quiera saber.

La rodilla implacable aflojó la presión, suministrando a Zafer aire, que él aprovechó como si de alimento se tratase.

—Soy todo oídos.

El arqueólogo se sintió avergonzado y humillado. Sabía que no sobreviviría, pero tenía que apartarlo de sus hijos.

«Perdóname, Ben».

La mentira sagrada
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