25

El secretario arrastraba la pierna izquierda al andar lo más aprisa que podía. La luz era escasa a aquella hora de la noche y él había pedido que no encendiesen nada más. No había que levantar recelillos entre el personal del palacio apostólico. Bastaba con las intrigas del día a día. Trevor seguía a su lado en silencio, sumiso, respetuoso. Tarcisio sabía que era más temor que respeto.

Sentía dolor en la pierna, pero le incomodaba menos que el motivo por el cual Trevor le había despertado. Eso sí le consumía por dentro.

—¿Avisaste a William? —preguntó con voz débil por el esfuerzo.

—Sí, eminencia.

Era importante que el cardenal William lo supiera. Los datos todavía eran escasos, pero Ursino había sido contundente. Estaban en guerra abierta con un enemigo desconocido y que llevaba ventaja sobre ellos. Poseía información confidencial, lo que indicaba, para desgracia del secretario, que alguien en el seno de su Iglesia la estaba suministrando. Ya Cristo había tenido que arrancar la cizaña del trigo hacía más de dos mil años, y el santo padre y él también tenían que hacerlo, al igual que todos los que les precedieron. La lucha era constante, la guerra permanente, lo único que cambiaba en las batallas eran, de vez en cuando, los generales.

Entró con una actitud de dominio, propia de un general, un estratega brillante, a la sala de las reliquias, y allí se encontró con Ursino y Hans Schmidt.

El milanés le pidió la bendición y besó el anillo de rubíes que Tarcisio exhibía.

—Le pido disculpas por haberle turbado el sueño, eminencia.

El secretario se incorporó con presteza.

—Cuéntamelo todo, Ursino. ¿Quiénes eran?

Ursino le explicó. La voz que había hablado con él por teléfono era masculina. Había llamado por la tarde, en mitad de la jornada, y había informado de que volvería a llamar más tarde, pasada la medianoche, y que le interesaba estar presente para atenderle. Utilizó en todo momento un tono amistoso, conciliador. Ursino quiso saber por qué tenía que aguardar una llamada a tan altas horas de la noche. Más cuando él tenía por costumbre acostarse como las gallinas, en cuanto el sol se ponía, aparte de que él no hubiera podido dar una información que pertenecía a la esfera privada, y además nadie tenía nada que ver con aquello. El interlocutor le había dicho que era sobre Yaman Zafer y que era importante.

—¿Zafer? —le interrumpió Tarcisio—. ¿Estás seguro?

—Lo estoy, eminencia. Estos oídos que Dios se ha de llevar funcionan a la perfección. Él dijo Zafer.

—¿Te pareció alguien joven o más bien viejo? —quiso saber Schmidt.

—Me pareció alguien de cierta edad, pero no sabría decir. Ya sabe lo que pasa, las voces se confunden.

—Claro, claro. Continúa —le pidió Tarcisio al tiempo que se llevaba el índice a los labios. Escuchaba con toda atención. Quería saberlo todo.

—Confieso que la curiosidad fue más fuerte —prosiguió Ursino, intentando ser lo más preciso posible. En el pasado se le confundían los pensamientos, los deseos, los sueños, en aquel batiburrillo que era su mente, y debía saber separar lo que había sido de lo que podía haber sido, lo real de la ficción.

Pasada la medianoche, regresó a la sala de las reliquias y aguardó la llamada. Entretanto, el padre Schmidt apareció sin previo aviso, por casualidad, y le había hecho compañía. Entonces fue cuando recibió la llamada. La misma voz, el tono distinto. Arrogante, sarcástico, cruel, vengativo. Dijo que Zafer estaba muerto y que en breve el mundo sabría de los huesos de Cristo.

—¡Santo Dios! —exclamó Tarcisio, y se llevó una mano a la cabeza sudorosa—. Los huesos de Cristo.

—Podría ser un bluf —intervino Schmidt con tono sereno, tratando de tranquilizar el ambiente en la medida de lo posible.

—No me lo pareció —replicó Ursino—. Mencionó a Ben Isaac.

Tarcisio se dejó caer en la silla de Ursino, fatigado. Ya había oído aquel nombre varias veces en las últimas horas. Nunca era buena señal oír el nombre de Ben Isaac.

—El acuerdo ha prescrito —dijo por fin el secretario—. Ya no existe vínculo alguno entre la Santa Sede y Ben Isaac. —Otra vez el mismo nombre, ahora en su boca.

—La cuestión es si Ben Isaac se hallará en condiciones de proteger los documentos, ahora que el acuerdo ha prescrito. —Quien hablaba ahora era William, que acababa de entrar—. Y que ellos han raptado a su hijo.

Schmidt hizo ademán de salir.

—Ahora sí que me voy.

—Por favor, padre Schmidt, si es por mi causa no lo haga —afirmó William mientras avanzaba junto al escritorio dominado por la imagen de Benedicto XVI.

—No me parece correcto que nos veamos antes de la reunión de la comisión… —se disculpó el austriaco.

—¡Tonterías! —exclamó William—. No estamos hablando de ese asunto, ¿verdad? Se trata de la Iglesia y a la hora de defenderla estamos unidos todos. Quédese, por favor.

Schmidt accedió después de tan perentoria consideración. Aquello, en realidad, no tenía nada que ver con su situación, bastante más sencilla que la de la Iglesia en aquel momento.

—Eso me preocupa enormemente también —declaró Tarcisio—. Por otro lado, durante más de cincuenta años ha custodiado los documentos con toda solvencia. Aunque un hijo es un hijo y lo cambia todo.

—Zafer, Hammal, Aragonés —enumeró Schmidt—. Ben Isaac Junior. Aparentemente, ellos saben más que nosotros. Ignoramos quiénes son.

William caminaba nervioso de un lado a otro, pensativo.

—Creo que no debemos confiar en Ben Isaac. No se pone en cuestión su competencia, tampoco su honradez, pero dada la delicadeza de la situación, me parece mejor que tomemos posesión de los documentos lo más rápido posible.

Tarcisio negó con la cabeza.

—No va a ser fácil. El papa Roncalli tuvo que firmar el acuerdo con él porque no consiguió hacerse con los documentos. No creo que los vaya a dar gratis.

—Pues pagamos —atajó William.

—¿Y crees que no ofrecimos dinero? Ben Isaac es multimillonario. Cualquier oferta sería calderilla y se nos reiría en la cara. Prefiere pagarnos para quedarse con ellos. El primer acuerdo fue tan difícil que el papa Wojtyla se limitó a prorrogar el plazo sin ni siquiera discutir los términos.

—¿Por qué se aferra tanto a esos documentos? Ni los utiliza ni gana nada con ellos. Que sepamos, nunca ha comentado con nadie su existencia. Por el contrario, felizmente mantiene un enorme secretismo que nos interesa. Nadie puede aproximarse a doscientos metros de los papiros sin tener que firmar una cláusula de confidencialidad totalmente secreta. No entiendo esa fijación —declaró William.

Nadie lo entendía. Tal vez solo Ben Isaac pudiese explicarlo, si es que existía explicación. Hay actitudes humanas que carecen de motivos, son así porque sí.

Durante unos instantes nadie dijo nada. Los enemigos han de mantenerse cerca, al alcance de la vista. El peor enemigo es el que se desconoce, aquel cuyos movimientos no se pueden prever, del que ni se sabe que lo es.

Tarcisio se incorporó con dificultad. Era ya noche avanzada. Al día siguiente había una serie de audiencias importantes con dignatarios extranjeros y no podía aparecer con aspecto de haber descansado poco. Era cierto que en los tiempos que corrían el maquillaje podía hacer que un sapo pareciera un príncipe, pero solo era fachada. Las reuniones de la Secretaría de Estado requerían inteligencia y preparación y no rostros aparentes.

—Bueno, mañana tengo un día completo, ¿no es así, Trevor?

—Sí, eminencia. Por la mañana los embajadores de Paquistán y Brasil.

—Por la tarde con Adolfo, ¿cierto?

—Exacto, eminencia.

—Uf, nos llevará toda la tarde —bromeó William.

Tarcisio se volvió hacia el cardenal.

—¿Nuestros enviados ya han dado noticias?

—Tenemos a uno con Ben Isaac en este preciso momento. Rafael todavía no ha dado noticias.

—Creo que es mejor que recuperemos los documentos. Estarán mejor con nosotros —sentenció Tarcisio.

—Voy a dar las órdenes para que los recuperen —asintió William—. ¿Y si Ben Isaac no nos los diera?

El secretario se quedó pensando unos instantes; después se dirigió a la salida de la sala de reliquias donde reposaban los sagrados huesos.

—Utilicen los medios que sean necesarios.

La mentira sagrada
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
agradecimientos.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml