39
Greening Island
Abril, 2018
Querida Chloe:
Permíteme disculparme por tanta mentira e invención, incluida la más descabellada: la de que los huéspedes veían al fantasma de una mujer pelirroja gritando. Lamento que te asustaras, no era verdad, pero necesitaba que confiaras en mí. Forma parte de mi trabajo, no es nada personal, espero que no me lo tomes en cuenta.
Cuando encuentres esta carta, ya estaré muerta y muy lejos del siglo XXI en el que he vivido tres años aunque me hayan parecido el doble… He vivido realidades paralelas y en ambas he visto cómo Raventhorp te ha curado, Chloe, aunque en una de esas ocasiones no consiguiera salvarte. Perdóname por esa vez. Ahora estás muy lejos de aquí, en el tiempo que te pertenece y, seguramente, en una realidad muy distinta a la que has vivido. No sé qué será de tu vida, pero jamás te has topado con Collen —Dempsey—, no conociste a los que eran su conexión para llegar a ti, a los maleantes que te llevaron por el mal camino, y ojalá haya podido salvar también a tu padre del accidente que provocó para atraerte hacia él. Eras su tesoro, su obsesión desde que, debido a sus saltos temporales y su capacidad por desdoblarse en una misma época, te vio paseando por la Facultad de Medicina. Tenías veinte años, no lo recordarás. Tropezasteis y se te cayó una carpeta que él recogió. Eras un tesoro que no podía perdurar en el tiempo; así de perturbado estaba. Te convertiste en un tesoro que debía encerrar entre estas cuatro paredes, su templo. Su alma era pura maldad, pero no te preocupes. No volverá.
Siento no poder explicarte más cosas. Como diría alguien a quien conoces muy bien, un agente vale más por lo que calla que por lo que dice.
No sé qué es lo que recordarás, pero seguro que necesitas leer que todo ha sido real. Y sí, Chloe, todo ha sido real. Jeff también. Ojalá os volváis a ver. Ojalá la vida te cure cuando los malos recuerdos te asalten.
Con cariño,
Ally
(Laura)
P. D. Me hubiera gustado tener una segunda oportunidad para poder estar de nuevo con mis padres y mi hermano. Si todo ha salido según lo previsto, tu padre está vivo. Espero no equivocarme, que disfrutes de su presencia y de cada instante junto a él. La familia es lo más importante. Nunca lo olvides.
Al terminar de leer la carta, me viene a la cabeza la teoría del efecto dominó, que se define como un conjunto correlativo de sucesos en los que las consecuencias de un accidente previo se ven incrementadas, tanto espacial como temporalmente, generando un accidente. Cuando Laura terminó con Dempsey, el efecto dominó desapareció desde su inicio, evitando todos los acontecimientos venideros sin que ninguna de las personas, salvo yo, se percataran de los cambios. Es posible que mis viajes en el tiempo hayan influido para que, a diferencia de mi tía, Will o Marion, yo sí recuerde a Laura. Llego a la conclusión de que era como Jeff. Una agente al servicio del Departamento secreto del Gobierno de los años veinte, que logró cambiar la historia y la leyenda de Raventhorp.
Con la carta de Laura/Ally en el bolsillo, me dirijo a la playa. El cielo del atardecer parece incendiado por el intenso color escarlata de unas nubes que se desgarran entre sí. Entre todos los huéspedes del hotel no me cuesta identificar a mis padres que, en compañía de Tim, están sentados sobre la arena charlando animadamente. Con el corazón encogido tras leer la carta que ha estado esperando por mí noventa años, me acerco a ellos.
—Este lugar es maravilloso —halaba mi madre, a la que veo mucho mejor en este otro mundo en el que mi padre sigue existiendo.
—Sí, lo es —le doy la razón, ofreciendo una sonrisa desganada. Observo a Tim que, preocupado y con los ojos entornados porque le molesta el sol, me devuelve la mirada haciendo un esfuerzo por sonreír—. ¿Me podéis dejar a solas con Tim, por favor?
—Claro —contestan al unísono.
Mi madre se incorpora con la ayuda de mi padre, que es quien la lleva a pasear por la orilla sin dejar que ladeé la cabeza hacia atrás para seguir mirándonos.
Me acomodo al lado de Tim, por el que no sé si he llegado a sentir algo en esta o en otras vidas. De lo que sí estoy convencida es de que seguirle la corriente a lo que no recuerdo haber escrito en mi destino sería serme infiel a mí misma y a lo que siento en estos momentos, aunque sea por un hombre que ya no existe.
«Ya no existe», sigo torturándome.
—Tim… —murmuro, jugando con la arena.
—Has estado evitándome. El día que desapareciste teníamos cita para ir a degustar la tarta nupcial. Estabas entusiasmada y me dijiste que habías encontrado el vestido perfecto. Y luego, de repente, me dicen que no has aparecido por el hospital y nadie sabe dónde estás. Al cabo de unas horas, después de llamarte mil veces y volverme loco, me puse en contacto con la policía y denuncié tu desaparición hasta que tu tía llamó diciendo que estabas aquí, en la isla. Que nadie sabía cómo habías llegado y que te habías desmayado. ¿Qué tratas de decirme?
—No recuerdo nada —me sincero—. No recuerdo nada de esta vida, como si la hubiera vivido otra mujer en mi lugar, ¿entiendes?
—No, no lo entiendo. Estrés postraumático, Chloe. La boda, el trabajo, la muerte de Matt… todo te ha superado.
—¿Quién es Matt?
—¿Que quién es Matt? ¿En serio, Chloe?
—Por favor.
—Matt es el niño con leucemia del que te encariñaste. Me parece increíble que me preguntes de quién se trata cuando has estado llorando su muerte cada noche durante dos meses.
—Dios mío.
Me llevo las manos a la cara y empiezo a llorar.
Lo primero que te enseñan cuando empiezas a estudiar Medicina es a utilizar la insensibilidad como mecanismo de defensa, estableciendo una distancia intangible pero abismal entre médico y paciente; sin embargo, lo que no te dicen, es que eso tiene más efectos secundarios que la quimioterapia. Tantas pérdidas no lloradas, tantos duelos no elaborados, tanta tristeza que no encuentra salida. Tanto dolor abortado.
Los médicos también temen a la muerte.
Veo a un niño con un pañuelo que le cubre la cabeza sentadito en el borde de una cama de hospital. Ahora sé que se llama Matt. El pañuelo que lleva puesto es su preferido: «El espacial». Es azul marino con estrellas, a cuál más brillante. De mayor quiere ser astronauta y viajar a la luna, vislumbrar la Tierra desde el cielo y saber qué se siente al atravesar una nube. Tiene los ojos grandes y oscuros, es muy delgado y está pálido y ojeroso; lleva meses encerrado en el hospital. Me sonríe y me ruega que le lea su cuento preferido: Peter Pan. El niño que no quería crecer. También sé que se ha ido y que lo enterraron con el osito de peluche blanco que le regalé. Entre los dos elegimos su nombre: Luck. Matt y Luck nos miran desde las estrellas.
Me veo reflejada en un espejo. No reconozco el lugar, pero estoy radiante con un vestido blanco precioso y vaporoso de escote palabra de honor como siempre he deseado y, a mi lado, tres mujeres me contemplan riendo y llorando a la vez. «¡Eres la novia más guapa del mundo!», exclaman emocionadas al unísono. Es lo que todo el mundo suele decir; ninguna novia debería creérselo. Solo reconozco a una de ellas, aunque la última vez que la vi teníamos veinte años. Se llama Charlotte y era mi mejor amiga en el instituto. Por lo visto, en este mundo, sigue siéndolo. Pero si yo también estoy en este mundo, ¿por qué no siento lo mismo por Tim que esa mujer a la que visualizo vestida de blanco imaginándose en el altar con él? ¿Por qué no me siento preparada para trabajar en un hospital si ya trabajo ahí? ¿Por qué no me siento partícipe de esta vida y recuerdo más la anterior, aun sabiendo que ya no me pertenece?
—¿Dónde vivimos? —me atrevo a preguntar pese a su constante desconcierto.
—¿De verdad me estás preguntando dónde vivimos, Chloe? No me lo puedo creer —farfulla—. ¡¿Qué te pasa?! —se desespera.
—Dime dónde vivimos, Tim —le suplico con la voz rota.
—En Nueva York, en la ochenta y nueve con la Quinta Avenida, enfrente del colegio Saint David donde siempre has dicho que te encantaría llevar a nuestros hijos.
—El apartamento en el que vivía con Alan —me ofusco, olvidando por un segundo la presencia de Tim.
—¿Alan? ¿Quién es Alan?
—Tim, no puedo. Tampoco puedo explicarte nada de lo que me ha pasado sin que pienses que me he vuelto loca, pero no puedo seguir con esta farsa. Yo no te quiero —admito—. Ni siquiera sé qué parte de mí te ha llegado a querer en esta vida, pero yo no… no… —balbuceo indecisa, dándome cuenta de cómo deben sonar mis palabras y de cuánto le hieren—. No nos pertenecemos, Tim.
—Hay otro hombre.
«¿Y qué quieres que te diga cuando no recuerdo lo que he tenido contigo?», me callo.
—¿Es del hospital? ¿Es Nick? ¿Adam?
—Por favor, no es lo que piensas…
—Esa expresión ya está muy manida, ¿no crees? —me reta, incorporándose y dirigiendo la mirada al frente con el ceño fruncido—. Me voy de aquí. Cuando vuelvas a Nueva York ya no estaré en el apartamento y, por la boda, no te preocupes. Ya me encargo de anularla yo. Que te vaya bien, Chloe. Que tengas suerte; la necesitarás.
Cuando se va, con los ojos enrojecidos por la rabia y la pena, ni siquiera hago un amago por detenerlo. Me quedo aquí, sentada, echando de menos a Jeff y a Hunter, el mundo que habíamos creado los tres. El único mundo en el que podría ser feliz. Tim no es más que el vecino de enfrente con el que me ilusioné cuando era una adolescente, el hombre con el que mi madre quería que me distrajera cuando me estaba recuperando de una herida de bala y al que traté casi a patadas rogándole, antes de venir a la isla, que vigilara mi casa después de recibir la amenaza de Dempsey.
Ya no queda nada de ese universo ni de mí misma.
No sé quién soy.
—Chloe, no seas tan dura contigo misma —me dice la voz de Jeff, como si estuviera aquí a mi lado—. Perdónate.
—Me perdono —digo en voz alta, haciendo caso omiso a las personas que merodean a mi alrededor, centrándome en la agradable sonoridad de las olas y los graznidos de las gaviotas, como si volviera a estar sola en la playa. Sola y en paz conmigo misma.
Cae la noche en la isla. Yo prefiero decir, con la mirada fija en el ocaso, que la noche no cae, sino que se levanta; la oscuridad se eleva en el cielo, desde el horizonte, como una gruesa cortina echada sobre los ojos.
Es la hora de cenar.
Aún queda alguna pareja paseando por la playa, pero la mayoría de huéspedes, los más ruidosos, han vuelto al interior de Raventhorp mientras yo sigo aquí, sentada sobre la arena, sumida en mis propios pensamientos y en mi consternación tras el shock de lo vivido. A lo lejos, contemplo las siluetas de un hombre y de una mujer. Son dos, pero la cercanía en la oscuridad les otorga el poder de aparentar ser uno solo. El amor es lo que tiene, fusiona. Quisiera intercambiarme con la mujer y que los ojos que me miraran de frente fueran los de Jeff.
Me dejo conquistar por el silencio. Por la brisa marina, el murmullo de las olas, el brillo de las estrellas, el reflejo de la luna. Trato de disfrutar de algo tan sencillo como respirar, del detalle más ínfimo, de lo que de verdad importa, que no es otra cosa que estar.
Me he curado.
Los ladridos de un perro irrumpen mi sosiego. De un impulso, miro hacia atrás y, con incredulidad, observo cómo Hunter, mucho más grande y veloz de lo que recordaba, viene corriendo hacia mí y se me abalanza lamiéndome la cara.
—¡Hunter! —exclamo, acariciándolo y jugando con él, acercando mi cara a su hocico frío, dejándome envolver por su abrazo de gigante—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Pensaba que no te volvería a ver.
El perro me mira como si de verdad hubiera entendido lo que le acabo de decir y, aunque sé que es imposible, me da la impresión de que está sonriendo.
—Lo sé, chico. Lo sé… Yo también echo de menos a Jeff —confieso, devolviéndole la sonrisa.