7
Condado de Hancock
Enero, 2018
Hace unas horas, cuando me he despedido de mi madre, he sido incapaz de llorar. Ella tampoco se ha mostrado muy cariñosa —nunca lo ha sido especialmente—, pero sigo con tal angustia de que Dempsey pueda hacerle algo para vengarse de mí, que no he podido sacarme de encima este nudo que atenaza mi garganta desde que me he subido al avión.
Aquí hace mucho frío. El vaho que sale por mi boca se entremezcla con el humo del cigarrillo mientras espero al tal Will que, en un principio, debería haber aparecido hace media hora. Tengo las manos congeladas; me gustaría no odiar tanto los guantes para llevar unos y evitar que se me gangrenen las puntas de los dedos que están adquiriendo un sospechoso tono azul.
Por puro aburrimiento, me llevo la mano al bolsillo del anorak y saco el colgante unido a una cadena de oro blanco que me entregó mi madre anoche.
—A tu padre no le dio tiempo a regalártelo. ¿Sabes qué es la amatista? Una piedra muy especial —empezó a explicar afligida, con el colgante entre sus dedos—. Es la piedra protectora que representa físicamente el rayo violeta alquímico de la transformación para el sexto y séptimo chakra. Neutraliza la energía negativa y libera la que está bloqueada. A nivel emocional aclara la mente, purifica y regenera los niveles de conciencia. Calma la rabia y favorece a la intuición. No recuerdo más, solo que tu padre llegó a casa emocionado hablándome de esta piedra como si fuera el tesoro más maravilloso del mundo. Dijo que te daría suerte. Toma, es tuyo.
Reprimí las ganas de llorar delante de ella y las dejé para cuando me encerré en mi habitación. No he dormido en toda la noche; era incapaz de apartar la vista de la ventana por si volvía a ver la silueta del sicario de Dempsey.
Ahora, mientras contemplo la piedra de color púrpura tallada en forma de lágrima que cambia a blanquecino según cómo le dé la luz, pienso en mi padre y en lo decepcionado que se sentiría si viera qué rumbo ha tomado mi vida. Cómo lo he echado todo a perder. Tan emocionado debió estar con este colgante, como cuando le dije que quería estudiar Medicina, su sueño frustrado debido a los pocos recursos que tenían sus padres. Empezó a trabajar en una fábrica con solo quince años, a los veinte lo ascendieron a encargado, y a los treinta y siete a vicepresidente, olvidando todos los sueños que tenía cuando apenas levantaba un palmo del suelo. De lunes a viernes, se despertaba a las seis de la mañana para estar a las siete en la fábrica. Volvía alrededor de las cinco de la tarde, cansado y triste, por la carga que supone hacer algo a diario que no te llena. Un día, me hizo prometerle que sería constante en los estudios para encontrar un buen trabajo.
—No uno cualquiera, no todo vale. Un trabajo que te apasione —decía—. Los sueños no pagan las facturas, pero todo se vuelve más fácil cuando te dedicas a lo que de verdad te gusta.
«Lo siento, papá. Lo siento mucho».
—¿Chloe Ackerman?
—¿Sí?
Distraída, levanto la mirada y aparece ante mí un tipo muy grande de treinta y tantos años con aspecto alemán y unos ojos que, de tan azules, parecen casi transparentes. Lleva gorra, pero debajo de ella se intuyen unas greñas rubias del mismo tono que la frondosa barba que no afeita desde hace semanas.
—Siento el retraso, el mar está un poco revuelto hoy. Soy Will Scheider, me manda tu tía Lydia.
—Claro.
Le tiendo la mano pero, o bien no se ha dado cuenta, o es un mal educado. En lugar de estrechármela para no hacerme parecer una idiota, se agacha para coger mi triste maleta peso pluma, me da la espalda y emprende el camino en dirección al coche.
—¿Siempre hace tanto frío por aquí? —Un gruñido como respuesta—. ¿De qué parte de Alemania eres?
—¿Tanto se nota? De Fráncfort.
Como veo que no se le da muy bien conversar, decido callarme cuando llegamos al aparcamiento y me señala una pickup roja. Sin delicadeza, lanza mi maleta en la parte de atrás, y lo primero que hace cuando se sienta frente al volante es poner la radio. Emiten un especial de Elvis Presley, de esos en los que te taladran la cabeza una y otra vez con las numerosas canciones a modo de homenaje de un artista fallecido. Cuando Will sale del aparcamiento suena: Can’t Help Falling in Love.
—Me gusta Elvis —comenta, sin mostrar un ápice de entusiasmo.
—A mí me evoca a otros tiempos, como si viajáramos al pasado.
Esboza una sonrisa fugaz. ¡Bien! Sabe sonreír. Sus manos grandes y ásperas sujetan con fuerza el volante; parece que en cualquier momento vaya a arrancarlo de cuajo, pero su conducción es, curiosamente, cuidadosa y responsable. No tengo ni idea de dónde estoy ni cuánto tardaremos en llegar a Greening Island.
Miro por la ventana buscando algo de distracción. El paisaje es monótono, con hileras interminables de árboles a ambos lados de la carretera comarcal. Todo muy provinciano cuando nos cruzamos con un par de tractores y un rebaño de ovejas.
—Tardaremos una media hora en llegar al embarcadero —me informa, adivinando mis pensamientos—. ¿Te mareas?
—No, voy bien.
—Me refiero en barca.
—No lo sé —contesto, encogiéndome de hombros—. Hace muchos años que no me subo en una, pero en las de Central Park no me mareaba —recuerdo.
—Ya.
No me siento incómoda, agradezco el silencio al que durante tanto tiempo me acostumbré. Alan hablaba poco y, cuando lo hacía, solo era para darme órdenes, así que, en cierto modo, es como estar en casa. En una casa a la que, por otro lado, no se me ocurriría volver.
No he visto ni una sola casa desde que salimos del aeropuerto, pero reprimo mis ganas de preguntarle a Will si hay vida. Imagino que la hay, pero está muy escondida, como si este frío endemoniado fuera ácido para la piel.
Will ha sido preciso cuando me ha informado de la distancia que hay del aeropuerto hasta el embarcadero, situado al noreste de Harbor. Treinta minutos. Al final del trayecto, los árboles y los prados, verdes como si estuviera continuamente lloviendo, han sido sustituidos por mar y lujosas mansiones de piedra grisácea.
Un hombre mayor nos recibe sentado sobre el muro de piedra que hay debajo de una colina. Inclina la cabeza a modo de saludo. Will coge mi maleta, le entrega las llaves de la pickup, y le dice adiós. Caminamos unos metros por una zona fangosa; el alemán me comenta que mis deportivas no son adecuadas para el terreno que pisamos. Me limito a encogerme de hombros y a pensar que ya las limpiaré. Enérgico, me ayuda a saltar sobre una lancha motora y arranca sin la delicadeza que me ha demostrado frente al volante. Cinco minutos más tarde, estoy mareada y me alegra no haber ingerido ni siquiera un café; lo devolvería al mar.
—Esto no es como una barquita en Central Park —ríe sarcásticamente.
Los veinte minutos que tardamos en llegar a la isla se me hacen eternos. Con razón tía Lydia dice siempre que llegar hasta aquí es una odisea, pero hasta yo, que no tengo gusto arquitectónico, me maravillo al contemplar la fachada blanca de Raventhorp. Los arbustos a su alrededor crean rincones ocultos junto a muros de piedra cubiertos de hiedra y de otras plantas trepadoras. Hay varios maceteros con rosas, azaleas y plantas aromáticas que huelen de maravilla. Hechizada por la belleza de la recóndita isla, miro al horizonte donde se extiende montaña y mar.
—He oído hablar mucho de ti —murmuro.
—¿Has dicho algo? —pregunta Will desde las escalinatas de la entrada, donde nos recibe un portón de madera pintado de azul, a juego con las contraventanas de los ventanales que se suceden a lo ancho de las cuatro plantas con una torreta a la derecha.
—Nada. No he dicho nada.