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Greening Island

Enero, 2018

—¿Todo bien? —me sorprende Laura, la recepcionista, cuando vuelvo a recuperar la cordura si es que alguna vez he tenido de eso.

Al mirar a mi alrededor, veo de nuevo los cuadros de mi tía, pinturas abstractas y no caballos corriendo por el prado, y ejemplares de libros más actuales como La chica del tren de Paula Hawkins o Perdida de Gillian Flynn. Tía Lydia solo lee thrillers. Respiro aliviada esquivando la mirada inquisidora de Laura, que ha venido a informarme que la comida está lista. Añade, despreocupada, que está deseando que el hotel se llene de huéspedes para que Marion cocine platos más elaborados y no simples espaguetis, que es lo que toca hoy.

—Te esperamos en el salón.

Cuando Laura se va, me levanto del sillón, el mismo de cuero marrón en el que me he sentado en 1928 delante de Isaac Hamsun. Seguidamente, miro por la ventana. El cielo está azul y Will sigue arrancando hierbajos. Han debido transcurrir pocos minutos; nadie se ha percatado de mi desaparición para retroceder noventa años en el tiempo.

Aturdida, cojo mi móvil del bolsillo del tejano y tecleo con rapidez en Google: «Viajes en el tiempo». La conexión funciona a trompicones, la información tarda una eternidad en cargar. Camino por el despacho con la mirada absorta en la pantalla del móvil. Me acomodo en la misma silla en la que instantes antes estaba Isaac, tan real como que ahora el espacio huele diferente a cuando lo tenía cerca de mí aunque de eso haga, en realidad, noventa años.

—¡Noventa años! —exclamo en voz alta, tratando de creérmelo, como si no tuviera ya demasiadas frustraciones por las que preocuparme.

Hay cientos de páginas relacionadas con los viajes en el tiempo. Teorías de importantes y conocidos físicos que debaten el concepto y realizan experimentos en diversas universidades.

—Que vengan a Raventhorp —sugiero, mientras leo y abro distintas páginas, adaptándome a la lentitud de la conexión en la isla.

Los planteamientos, las teorías y complejas ecuaciones, me resultan incomprensibles. Hablan del espacio-tiempo, la teoría de las cuerdas, dimensiones superiores, curvas temporales cerradas, agujeros espaciotemporales… Solo soy capaz de imaginar las raíces de un pobre roble que vivía feliz en la isla hasta que un desalmado lo taló para construir Raventhorp. Me desespero; todo me suena a chino. Nadie, a pesar de mi incredulidad, dice que sea irrealizable; creen en ello como quien dice que hay vida en otros planetas o existen los extraterrestres. La posibilidad y la creencia siempre está ahí. Citan a Stephen Hawking y lo que dijo en una de sus numerosas conferencias: «Según nuestra actual comprensión de las leyes de la física, viajar en el tiempo no es imposible».

—¡Ja!

Y, finalmente, llego a la conclusión de que todo puede estar relacionado con la teoría de la relatividad de Einstein. Prueba que tiempo y espacio son curvos y variables así que, si el genio de Einstein lo decía, puedo respirar tranquila. No estoy loca, me repito. No ha sido un sueño o una alucinación. Isaac Hamsun no es un fantasma. He retrocedido en el tiempo, supuestamente por las raíces del roble que conecta dos mundos o, en este caso, dos épocas distintas en un mismo espacio. Extrañamente, se destapa en mi interior un súbito deseo: volver a 1928 y ver de nuevo a Isaac o como sea que se llame.


Tía Lydia acaba de entrar por la puerta. Me mira fijamente mientras se acomoda en su sillón.

—¿Has fumado? —pregunta.

—No.

—Me refiero a hierba —aclara seriamente, mirando a su alrededor—. Huele raro y tienes los ojos rojos.

—Te juro que no. Ni siquiera tengo cigarrillos.

—Aprovecha para dejar de fumar. Hasta la semana que viene no podré ir al pueblo; se avecina una fuerte tormenta.

—El cielo está azul —la contradigo.

—No te fíes del cielo, cariño, contempla cómo se mueve el mar. Hoy está rebelde. Por cierto, ha llamado tu madre.

—¿Cómo está?

—Le pregunté si necesitaba hablar contigo, pero no quería preocuparte. Me ha dicho que el otro día vino un hombre a la peluquería preguntando por ti.

—¿Un hombre?

Se me seca la boca y los latidos de mi corazón se aceleran de tal manera que creo que estoy a punto de sufrir un paro cardíaco.

—¿En qué líos te has metido? Porque yo no me creo que el tipo que te disparó te eligiera al azar.

—¿Le dijo cómo se llamaba?

Mira la palma de su mano donde suele anotarlo todo, costumbre que también tenía mi padre; la mayoría de recados nunca llegaban a sus destinatarios.

—Steve.

—Steve —repito sintiendo que me quedo sin aire—. No sé de quién puede tratarse —miento.

—¿No?

—¿Mi madre le dijo dónde estaba?

—El instinto le advirtió que mintiera. Le dijo que estabas en California.

«Buena chica».

—Lo que no me cuadra —insiste, persuasiva—, es que tu madre me dijo que por nada del mundo querías venir y luego, de la noche a la mañana, tú misma compras un vuelo sin fecha de retorno y sin dar explicaciones. Te pasas el día pensativa, sola y sin hablar con nadie. Algo te ha pasado aquí, lo sé porque veo tu desconcierto y tu interés por Raventhorp. —Entrelaza las manos y, mirándome fijamente, como si me estuviera sometiendo a un incómodo interrogatorio, prosigue—: ¿De qué o de quién huyes, Chloe?

—Lees demasiado thrillers —me río, tragando saliva y señalando los libros de la estantería.

—¿Esa es tu respuesta? ¿Seguro? Podríamos llamar a la policía. Sabes tan bien como yo que si alguien va a por ti, puede suponer un peligro para tu madre. Si le pasara algo, Chloe, no te lo perdonarías jamás.

—No es necesario porque no ha pasado nada ni he hecho nada malo.

—Puedes contármelo. ¿Qué has hecho durante estos cinco años en los que nos has tenido en un sinvivir?

Enamorarme como una gilipollas de un mal chico. Un hombre diez años mayor que me mostró la cara del engaño y el poder. Un delincuente que me cegó, alejándome de quienes me querían, convenciéndome de que me culparían toda la vida por la muerte de mi padre. Me anuló como persona; ahora lo sé. Lo más triste de todo, es que me dejé llevar por amor y fallé por la fragilidad que supone un sentimiento tan poderoso como ese. Me sentencié a mí misma cuando no le hice caso a Steve, que ahora me busca, desconozco el motivo, pero en cierto modo me alivia saber que es él quien le ha preguntado a mi madre por mí y no Alan o el sicario de Dempsey, al que no debí ver como una víctima más, sino como una amenaza. Alguien con quien jamás debimos meternos. No me lo perdonaré nunca.

—Buscarme la vida —concluyo.

—Ya. Es la hora de comer —informa, molesta, mirando su reloj de pulsera. La he defraudado. Pero peor sería contarle la verdad por lo que, si no lo hago, es para protegerla del que considero una de las peores emociones hacia una persona a la que quieres: la decepción—. A veces me pregunto —añade cuando nos levantamos— qué es lo que haría mi hermano o qué te diría. Siento decírtelo, pero si no lo hago, quizá desperdicies tu vida y sigas con esa venda en los ojos que no te deja ver más allá. —Baja la mirada y, tensando la mandíbula con el mentón temblando como si le costara hablar, termina diciendo lo que sabe que más me duele. Sé que su intención es hacerme reaccionar y cambiar de actitud—: Estoy convencida de que Michael no se sentiría orgulloso de ver en lo que te has convertido.

Y, sin más, con una frialdad que me asusta, avanza con paso firme en dirección a la puerta. Me deja sola, con los ojos anegados en lágrimas y una punzada en el corazón que duele más que la herida de bala cuya cicatriz en mi vientre acaricio como si así pudiera sentir menos.

—Joder. Necesito un cigarrillo.


—Comes muy poco y fumas mucho.

Laura, la que parece la mano derecha de tía Lydia, se sienta sobre la arena junto a mí. Clava la mirada al cielo que ha empezado a ponerse gris. Por mi parte, la ignoro y exhalo el humo del cigarro, sintiendo unas repentinas ganas de gritarle que me deje en paz. No necesito una amiga y mucho menos una conversación banal. Después de lo que me ha dicho mi tía, me gustaría volver a los cambios imprevisibles, viajar a 1928 sin reconocer, no todavía, que me muero de ganas y me divierte volver loco al que dice llamarse Isaac Hamsun.

—Hace tres años que trabajo aquí —empieza a decir—. Es un lugar difícil de dejar. Sé que Greening Island es pequeño en comparación con las grandes ciudades y que me he perdido mucha vida por no poder desprenderme del que considero mi hogar. He conocido a pocos hombres, apenas he viajado ni conocido mundo, y no se me dan bien las nuevas tecnologías —añade, señalando mi móvil—. ¿Podrías sobrevivir sin Facebook o Instagram?

—No tengo.

Alan me prohibía juguetear con redes sociales. Cuando me fui a vivir con él, me obligó a borrar mi cuenta de Facebook, la única red social que tenía, porque Instagram aún no estaba tan de moda por aquel entonces. Decía que era peligroso y en este momento me alegra ser cibernéticamente invisible.

—Te felicito. Los huéspedes siempre se quejan de que la conexión es mala y no pueden subir fotos para mostrarles a sus amigos lo bonitos que son los atardeceres aquí. Mis días preferidos son los de tormenta; se avecina una, por cierto. Me encanta cuando caen rayos y truenos y el mar enfurecido parece querer asaltar Raventhorp —ríe—. En fin, hablo demasiado y me da la sensación de que te molesto.

—¿Has venido porque te lo ha dicho mi tía?

—Sí, pero no he venido obligada; me apetece conocerte.

—Hay poco que conocer.

—Como te he dicho, conozco poco mundo, pero a lo largo de mis treinta y cinco años he visto pasar a muchas personas por aquí. Greening Island cura a la gente, Chloe. Sea lo que sea lo que te haya pasado, te curará a ti también. Lo sé.

—Pensaba que eras más joven. No parece que tengas treinta y cinco.

—Gracias, me conservo bien —vuelve a reír, con esa boca perfecta de la que presume constantemente con su sonrisa.

—¿Por qué has dicho que esta isla es un lugar difícil de dejar? —pregunto con fingida indiferencia, fijándome en sus rasgos. Unas pecas infantiles sobrevuelan su nariz, pequeña y respingona; tiene los ojos grandes, marrones, enmarcados por unas espesas pestañas, y unos pómulos altos y tersos.

—Mis padres murieron en un accidente y la vida en San Francisco se me hizo tan cuesta arriba como sus calles. Estaba deprimida; necesitaba huir de allí. Sentía que no me quedaba nada. Como cada mañana, comprobé qué ofertas laborales había en el periódico y descubrí, en un cuadradito inferior al resto, que buscaban recepcionista en un hotel ubicado en una isla remota. Ni siquiera sabía de la existencia de Greening Island. Llamé enseguida y no dudé en preparar una maleta por si tenía suerte y conseguía el trabajo. Emprendí un caótico viaje hasta aquí —explica risueña, enroscando un tirabuzón rubio en su dedo—, conecté de inmediato con tu tía y me contrató ese mismo día. Meses más tarde, me confesó que fui la única que se interesó por el puesto de trabajo. Supongo que no todo el mundo está hecho para vivir en una isla, ¿no crees?

«Mientes», me callo, sin perder detalle de los gestos que usa al hablar.

—¿Te pasa algo?

—Nada —contesto como una autómata—. Solo que me sorprende que una mujer tan guapa como tú no tuviera pareja en San Francisco. Ya sabes, una persona a la que no dejarías atrás por la necesidad de cambiar de aires.

—No, yo… —titubea—. Bueno, tuve novio, claro. Alguien especial. Pero no funcionó. Lo nuestro, simplemente, no podía ser. —Emite un largo suspiro, juega un poco con la arena y vuelve a mirarme—. ¿Y tú? ¿Tienes a alguien?

Sin intención alguna de contestar a su pregunta, me limito a coger el último cigarrillo que me queda y estrujo con rabia la cajetilla vacía. Apoyo una mano en la arena y, de un impulso, me levanto para escapar de un interrogatorio improvisado.