26

Greening Island

Marzo, 1928

—¿Cómo es posible? —pregunta Jeff, tan impactado como yo, después de hablarle del hallazgo de nuestros esqueletos en el año 2018—. ¿Cómo puedes estar tan segura de que somos nosotros?

—Se los llevaron —contesto, asintiendo y encogiéndome de hombros, todavía traumatizada por el hallazgo—. Están analizando los huesos, aunque han asegurado que murieron hace noventa años. Noventa años en mi tiempo, Jeff, es este año. Los piratas, el incendio, el tesoro… yo los vi y, sí, somos nosotros. De alguna manera, no sé cómo, voy a estar aquí la noche del incendio. Lo que no entiendo es por qué subieron los cadáveres a la biblioteca para luego tapiarla. Por qué a nosotros no nos dejaron con el resto de fallecidos.

—Vete, Chloe. Cuando regreses a tu época, sal de la isla y cambia la historia. Aún no ha ocurrido. No aquí.

—No, no puedo —me niego—. No voy a dejarte solo con esto. Estoy empeñada en cambiar lo que va a ocurrir, por supuesto, pero no así. No huyendo. Porque no huimos, ¿recuerdas? De todas maneras, salir de la isla hará que me enfrente a otra amenaza si Dempsey, el hombre al que robé, sigue empeñado en acabar conmigo.

—Mató a Steve y a Alan, que era el cerebro de la trama. Se habrá olvidado de ti.

—Steve me advirtió del peligro y no le hice caso. No creo que un tipo como Dempsey deje cuentas pendientes así como así. Ya estoy muerta, Jeff.

—Todavía no ha ocurrido.

—En 2018, por muy extraño que sea todo, sí ha ocurrido. ¿Quién puede decir que ha visto su propio esqueleto? Es casi tan improbable como ver un fantasma.

—O como viajar en el tiempo… —añade irónico—. ¿No crees en los fantasmas?

—Creo en nuestros propios demonios —respondo con seguridad—. En los que nos atormentan y nos desvelan. Pero creo que los fantasmas tienen un lugar mejor al que ir.

Jeff, en silencio, me rodea por la espalda y me estrecha entre sus brazos. Acaricia mi pulgar con el suyo poco a poco, con suavidad, como las nubes que se deslizan sobre la fina rodaja de luna en lo alto. Me aferro a él, como si una corriente oculta nos uniera con fuerza. Contemplamos junto a Hunter el cielo nocturno estrellado y el mar en calma, deslumbrante por la influencia lunar como si se tratase de una estampa hecha a medida para nosotros. Desconocemos cuánto tiempo nos queda; llevo media hora aquí, desde que he aparecido cuando Jeff estaba paseando, y no sé cuándo volveré a esfumarme. Tampoco sabemos cuál es la amenaza real y si existen de veras esos piratas en busca de un tesoro robado que perdieron sus antepasados.

Jeff sigue sin encontrar una sola pista de lo que pudo pasarle a George, y no solo Madison merece su desconfianza, también Henry y Anne, a los que no ve afectados. No los conozco; a Madison solo la vi de lejos y, pese al parecido con Laura, no hay nada más mágico en esta isla que mis saltos temporales. Mi único propósito ahora es salvar al hombre que tengo al lado y que apoya su mentón sobre mi cabeza, aproximándome más a él, como si mi calor fuera lo más importante.

—Mi padre solía contarme cuentos por las noches —empiezo a explicar—. Nuestro preferido tenía que ver con las estrellas. Él creía que cada estrella representa la vida de una persona que considera el planeta Tierra su hogar. Decía que la gente siempre ha analizado la forma de las constelaciones para predecir lo que les iba a ocurrir en la vida y que, si logras entender esas formas, entonces podrás saber lo que va a pasar antes que nadie. La última noche antes del accidente, me contó que la luz de las estrellas tarda décadas en llegar hasta nosotros y que siempre brillan más antes de morir. Ahora, cada vez que veo una estrella brillar, siento que, en alguna parte, de algún modo, la vida de alguien está a punto de terminar.

Contengo las lágrimas. Jeff me mira, expectante; oigo el chasquido de la lengua contra los dientes cuando abre la boca, la palabra a punto de tomar forma, pero no le dejo hablar.

—Llévame a la biblioteca —le suplico.

—Nos pueden ver —musita, mirando hacia Raventhorp, cuyas luces apagadas crean una atmósfera tétrica y desoladora.

—Puedo imaginarme Raventhorp en la más absoluta oscuridad, Jeff. Puedo ver el salón en llamas y, si aguzo el oído, soy capaz de escuchar los gritos. Gritos horribles.

—Es solo tu imaginación.

—Es una pesadilla. Un mal sueño que se ha repetido desde que vi nuestros esqueletos en la biblioteca.

* * *

No le confieso a Chloe que yo también he tenido esa misma pesadilla desde que llegué. No quiero asustarla más de lo que ya lo está. Al principio, cuando la veía en mis sueños sin saber con certeza de quién se trataba, pensaba que era la enemiga que se reía de la desgracia de contemplar el salón ardiendo en llamas a propósito de un tesoro. Esta noche la tengo aquí, a mi lado, y la abrazo por si así evito que se vaya, pero, si estar conmigo supone un peligro para ella, prefiero dejarla ir y no volver a verla más. Que viva. Que viva en su tiempo durante décadas. Que se enamore y sea feliz. Que olvide, en la medida de lo posible, el pasado que la atormenta. Que me olvide a mí y sus extraños saltos temporales. Cuando la miro, presiento que soy el responsable de su desgracia y el motivo por el que ha venido hasta aquí, rebelándose contra la ciencia, el tiempo y el espacio.

Cada mañana, miro en dirección al mar con la intención de atisbar a lo lejos algún barco con maleantes a bordo que quieran saquear Raventhorp y encontrar el tesoro escondido, pero en las aguas que envuelven esta isla no hay vida. Ni siquiera he visto peces nadando en la orilla.

—Vamos a la biblioteca —decido, cumpliendo su deseo y dejándola ir para levantarme de un impulso.

Me mira con ojos de esperanza y una media sonrisa cuando le tiendo la mano para ayudarla a incorporarse.

Seguidos de Hunter, caminamos cogidos de la mano; la aprieta tan fuerte que creo que debe percibir que mi corazón está a punto de estallar. No es consciente de las reacciones físicas que experimenta mi cuerpo cuando está a mi lado.

Nos adentramos en la recepción en silencio y, aunque Chloe conoce bien el escenario, lo mira como si estuviera viéndolo por primera vez. Según ella, ni siquiera la decoración ha cambiado mucho de este tiempo al suyo, pero intuyo que la atmósfera y los olores que percibe deben ser distintos.

El hotel nos recibe con las luces apagadas confiriéndole un aspecto tétrico de casa encantada. Nos sentimos turbados por el silencio que reina en cada estancia teñido de una soledad tan profunda que parece ajena a los confines de la Tierra. Es como si el lugar ya estuviera abandonado como parece ser su destino dentro de poco tiempo.

Subimos hasta la cuarta planta y, en el hueco de las escaleras de piedra que conducen a la biblioteca, le digo a Chloe que espere. Necesito comprobar que la estancia está vacía, sin Madison en su interior. Nada más abrir, me deslumbra el reflejo de la luna llena que entra por la claraboya piramidal acristalada, produciendo un efecto mágico en dirección a las tablas de madera del suelo. Es como un arcoíris sin color repleto de motas de polvo que danzan por el espacio sin ritmo ni compás; partículas desperdigadas y manipuladas por un Dios invisible. Chloe, con precaución, entra y me dedica una triste sonrisa.

—Aquí fue donde los encontramos —señala.

La miro fijamente. Y si esta es la última oportunidad que tengo de saber cómo saben sus labios, debería aprovecharla sin hacer caso a la razón. Vuelvo a escuchar la voz de mi padre mientras contemplo sus ojos: «El amor te debilita, Jeff».

«Solo el amor te puede salvar», solía decir mi madre, que es a quien prefiero hacer caso en estos momentos.

Solo lo que sale del corazón es un acierto, así que, sin más preámbulos, dirijo mis brazos hacia su cuerpo cerrándolos en torno a su cintura y acercándola a mí. Mi gesto no parece sorprenderla. Percibo en ella una sonrisa de alivio y cómo, muy despacio, ladea la cabeza buscando mi boca. Arqueo las cejas buscando su aprobación y, sin darme tiempo a pensar en nada más, sus labios se abren dando paso a los míos y su tacto y su sabor penetran dentro de mí grabándose a fuego.

* * *

En la vida y en el amor, siempre existe un momento en el que solo puedes rendirte. Cuando te preguntas qué te está pasando, no puedes elegir. Ya es tarde. Ya estás dentro. El corazón es el que manda. Solo de pensarlo, el aliento se me queda atascado en la garganta. Ya tengo la sensación de que conozco a Jeff desde hace años. De toda la vida. Es como si alguien nos hubiera emparejado, tal vez al nacer, y después hubiera estado empujando, encauzando, planeando y maquinando hasta que, por fin, gracias a la magia de Raventhorp, pudimos conocernos. Empiezo a creer en la milenaria leyenda oriental del hilo rojo, la que asegura que un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo rojo puede estirarse, contraerse o enredarse, pero nunca romperse.

Nadie, jamás, podrá robarnos este instante. Hemos estado mirándonos durante tanto tiempo, que he empezado a preguntarme si en lugar de lanzarme de un sitio a otro, el tiempo no se ha detenido por completo. El aire entre nosotros está cargado de mil cosas que no se pueden expresar con palabras; lo noto en el sutil cambio en su manera de sujetarme, en la forma en que sus dedos se mueven por mi espalda haciéndome sentir pequeña e insegura, temiendo y deseando al mismo tiempo sus besos. Jamás había experimentado algo así. Es una mezcla de alegría y miedo y todos los sentimientos entre medias, como si alguien hubiera arrancado un enchufe y se me hubieran enmarañado los cables. Durante un segundo, nos separamos sin aliento tras un primer beso apasionado. Cuando sus manos se deslizan hasta mis hombros, contengo el aliento y apoyo la frente en su pecho, deleitándome con su aroma. Oigo el latido de su corazón y su respiración acelerada mientras acaricia mi espalda, suavemente y sin prisa, con la barbilla descansando sobre mi cabeza. Posa una mano en mi mejilla y la otra la abandona a su suerte alrededor de mi cintura deslizándola sensualmente, para apretarme más fuerte contra su cuerpo. Desvía la vista de mis ojos a mis labios y deja escapar un leve gemido. Es posible que la razón se esté imponiendo peligrosamente al corazón, porque parece querer decirme: «¿Qué diablos estamos haciendo?».

Sus labios, cálidos y firmes, vuelven a presionar contra los míos mientras las sombras danzan a nuestro alrededor, embrujadas, mudas. Esta vez es un beso dulce y suave. Noto que todo se disipa. La tristeza por el pasado, la incertidumbre respecto al futuro. Suspiro dentro de su boca con los ojos cerrados; me dejo llevar hasta que Jeff, de un impulso, se aparta con miedo.

—No sé si es buena idea. Esto es…

—Es una locura —admito—. Una maravillosa locura.

Siento un temblor, algo parecido a un soplo de aire en la nuca. Ahora soy yo la que se lanza hacia delante y, decidida, aproximo mis labios a los de él. Le acaricio la mejilla y enredo las manos en su pelo. Inspiro hondo dejándome llevar por la pasión del momento y le rodeo el cuello con los brazos para besarlo con fuerza aferrándome a este beso como si se me fuera la vida.

Sé que conservaré este instante en mi memoria como una confusa cadena de imágenes y sensaciones, como pasadas a cámara rápida. El roce áspero y excitante de unas mejillas sin afeitar, unas manos tímidas deslizándose por mi espalda, un beso apasionado e impulsivo que no quiere pensar en su final. Qué deliciosa pérdida de control. Qué deliciosa locura.

Duele besarlo. Duele perderlo cuando, sin control, mis manos empiezan a difuminarse en el momento en que la luna llena y su reflejo nos abandonan, y el espacio donde nos encontramos se queda en la más absoluta oscuridad.