QUÉ FUE DE…
Ally Ackerman
Siguió trabajando para el Departamento como agente secreto. Recorrió mundo con identidades falsas luchando en un mundo de hombres que terminaron respetándola y ensalzándola. Su inteligencia era superior a la de muchos de ellos y la fuerza que poseía en un cuerpo tan menudo parecía algo sobrenatural, por lo que noqueaba al instante a todo aquel adversario que solía subestimarla.
Convivió con tragedias como la del Crack del 29 y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Vio, con sus propios ojos, cómo muchos agentes perdieron la vida cuando fueron enviados a la batalla de Okinawa en la que solo ella y un par de hombres de McCarthy sobrevivieron de milagro.
Ally continuó visitando durante años la desoladora Greening Island, que no cobraría vida hasta 1992. Cada vez que entraba en Raventhorp se veía sobrepasada por los recuerdos de otra vida e iba con mucho cuidado de no llevar consigo ninguna piedra de amatista que pudiera hacerla viajar en el tiempo. Pese a sus numerosos estudios e investigaciones, jamás logró dar con ningún otro portal del tiempo.
Debido a la Ley de Seguridad Nacional de 1947, el Departamento cayó en picado en 1950 por la aparición del Consejo de Seguridad Nacional de los EE. UU. (NSC), la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Fuerza Armada. El Departamento secreto del Gobierno no volvería a resurgir hasta 1973, pero ni la agente Ackerman ni McCarthy estarían ahí para verlo.
—Ya no nos necesitan —se lamentó McCarthy.
A Ackerman le ofrecieron trabajar en las oficinas de la CIA instruyendo a futuras agentes pero, a sus cincuenta y siete años, seguía buscando acción, por lo que prefirió retirarse a verse encerrada entre las cuatro paredes de la sofisticada central.
Antes de irse a una cabaña en lo alto de las montañas de Colorado, Ally fue a visitar a su hermano y a sus dos hijos, Lydia y Michael, el padre de Chloe en el futuro. En 1950 era un niño de tres años revoltoso y avispado. Vivían en Brooklyn, en la zona de Clinton Hill, por lo que la agente Ackerman intuyó que las cosas debían irle bien a Tom.
—Ally, hermana. Hermana, ¿eres tú? —preguntó Tom, asomándose detrás de la mujer rubia que le había abierto la puerta. Parecía mentira que ese hombre barbudo fuera el mismo niño de cinco años del que la separaron cuando sus padres fallecieron.
—Tom…
Fue todo cuanto Ally pudo decir al verlo.
Su visita fue fugaz, apenas duró diez minutos. Ally seguía creyendo que siempre habría algún espía siguiendo sus pasos, por lo que su hermano y la preciosa familia que había construido podrían estar en peligro por su culpa. Sin embargo, era libre, aunque aún no lo asumiera del todo. Estaba cansada de luchar, demasiados años en activo, por lo que, entre lágrimas, se despidió de Tom, besó a sus sobrinos y les deseó una feliz vida aislándose en su cabaña. Daba largos paseos por la montaña y gozaba de buena salud hasta que, en 1970, con setenta y siete años recién cumplidos, Ally Ackerman falleció mientras dormía de un derrame cerebral.
Jamás olvidó a Jeff Hunter ni a Chloe Ackerman.
Jamás pudo desprenderse de los recuerdos de los seis años vividos en Raventhorp.
McCarthy
McCarthy se despidió de su despacho, ubicado en un sótano oculto al sur de Manhattan, la noche del 5 de octubre de 1950. Horas antes, le habían retratado con el mismo puro que aún sostenía entre sus dedos. Lo colgarían en las paredes junto al resto de directores ya fallecidos que habían pasado por el Departamento fundado en 1865 y que estaba a punto de caer en el olvido. McCarthy sufría al pensar que, con los años, ese espacio pertenecería a algún inepto con esas tecnologías del futuro de las que le había hablado la agente Ackerman. Que algún listillo y engreído de la CIA o de la NSC se apropiaría de él en el futuro, donde se encontraba su mejor agente, Jeff Hunter.
Furioso por los años en guerra que tuvo que soportar, los más difíciles a los que se había enfrentado el Departamento, lo apartaban de lo que, para él, había sido toda su vida. ¿Qué haría ahora por las noches? Muchos jóvenes metidos en problemas que sobrevivían a las duras calles de Nueva York se quedarían sin la oportunidad que les brindaba él al reclutarlos, cuando su ojo avizor le decía que era «El chico». El próximo hombre que llevaría al Departamento secreto al triunfo.
¿Cómo sobreviviría el país sin ellos hasta su reaparición secreta en 1973?
Cuando el reloj marcó las once y media de la noche, McCarthy se llevó el puro a la boca sin sospechar que esa sería la última vez. Un fulminante ataque al corazón le provocó una agonía que duró pocos segundos. Fue un tiempo que, al igual que el humo del puro que sostenía entre sus dedos inertes, se esfumó con amargura.
McCarthy, a la edad de setenta y cinco años, murió esa misma noche en el lugar donde había pasado la mayor parte de su vida. Si el Departamento hubiese continuado en activo y su corazón latiendo, habría seguido ahí, al pie del cañón, sentado en su sillón de piel en el que, en cierto modo, para quienes creen que aquellos que se van siguen presentes en sus lugares favoritos, seguiría estando toda la eternidad.