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Nueva York

Marzo, 2017

Chloe Ackerman, de veintiocho años, podría haber sido médico —si no hubiese dejado la carrera a medias—, profesora, periodista o actriz, su deseo cuando era niña. En las obras teatrales del colegio siempre le daban el papel protagonista; desprendía magia. Tenía ángel. Chloe Ackerman podría haber sido cualquier cosa gracias a su belleza e inteligencia excepto lo que era: una ladrona de alto standing, tal y como a ella le gustaba decir.

Alan Grant, su pareja desde hacía cinco años, era el cerebro de todas las tramas. Durante semanas, buscaba a una presa a la que desplomar; el perfil casi siempre era el mismo: tipos de mediana edad separados o viudos, la mayoría sin hijos; empresarios de sociedades importantes, ricos y arrogantes, adictos a compañías esporádicas en locales de lujo del centro de Nueva York con áticos en Upper East Side o mansiones a las afueras. El trabajo de Chloe era relativamente fácil y sin riesgos. Solo había que mirarla; todos, absolutamente todos, caían rendidos a sus pies. Si no lograba irse con ellos a sus casas y preferían pagar una suite de hotel, se conformaba con el dinero que llevaban encima —que no solía ser poco—, tras suministrar el eficaz somnífero en la copa de whisky en el momento en el que se ponían pesados y empalagosos. La mayoría llevaba anillos y relojes de incalculable valor que Alan vendía en el mercado negro a cambio de una buena cantidad de dinero que les permitía vivir desahogadamente en pleno centro, en la ochenta y nueve con la Quinta Avenida, enfrente del colegio Saint David.

—Frederick Dempsey. Un partidazo, nena. Es el director de una de las empresas de publicidad más importantes de los Estados Unidos. Tiene cincuenta y cinco años, nunca se ha casado y no tiene hijos, al menos, no reconocidos. Cuidado, es un tipo grande, no dejes que se te eche encima —rio—. Cada jueves por la noche, después del trabajo, se toma un par de copas en The Tippler, en el 425 de la quince. Le gustan las pelirrojas y los pantalones de cuero negro; has tenido suerte.

—Este hombre… —Chloe se acercó para mirar de cerca la fotografía—. Me suena de haberlo visto en alguna parte, Alan. ¿Seguro que no lo hemos desplumado antes?

—¿Dudas de mi profesionalidad? —preguntó Alan con severidad.

—En absoluto —negó Chloe—. ¿Hora? —preguntó, sin apartar la vista de la fotografía que Alan le había disparado a su próxima víctima desde una distancia prudencial para que no se diera cuenta. El tal Dempsey aparecía saliendo de lo que parecía un restaurante italiano y, efectivamente, era un tipo corpulento. Iba trajeado, como la mayoría de los ejecutivos, tenía el cabello blanco y unos ojos que, desde la distancia, se intuían fríos y penetrantes.

—A las ocho. Puntual. Suele quedarse solo media hora y siempre sale acompañado.

—Estaré allí media hora antes.

—Esa es mi chica.

Alan la agarró por la cintura y, arrimándola contra su pecho tatuado, la besó apasionadamente tal y como sabía que a Chloe le gustaba, teniéndola por completo a sus pies.

—Es importante que sepas —murmuró Alan, rozando con la yema de sus dedos los labios de Chloe—, que tiene una caja fuerte en su dormitorio. En esta ocasión no nos vale su cartera o su reloj —ordenó, frunciendo el ceño—. Tienes que ir hasta su casa, situada en Upper West Side; el bloque 322 de la ochenta y nueve es todo suyo. La combinación de la caja fuerte es 1-9-2-8. No la olvides.

—¿Cómo sabes la combinación de su caja fuerte? —se sorprendió Chloe, zafándose de él. Fue imposible convencer a los últimos seis hombres a los que robó que la llevaran hasta su casa; la mayoría preferían una noche apasionada y sin ataduras en un hotel para salvaguardar su intimidad creyendo, los muy inocentes, que era su día de suerte.

—Mandé a Steve como becario. Desordenó un poco el despacho del bueno de Frederick, que no parece tener buena memoria. Fue fácil. Todas sus contraseñas estaban escritas en un archivo Word del ordenador.

Alan se levantó del sofá dirigiéndose hasta el mueble del salón y abrió uno de los cajones que había bajo el televisor. De su interior extrajo un pendrive en el que tenía todos los datos y contraseñas de Frederick Dempsey.

—A este le vamos a sacar hasta el hígado, nena.

—¿Qué hay en la caja fuerte? —preguntó Chloe con curiosidad.

—Tú saca todo lo que tenga ahí y no hagas preguntas.

El rostro de Alan, como siempre, se ensombreció al dar la orden. Sus ojos, azules como los de un Husky siberiano, se endurecieron mostrándose implacables. Chloe, una vez más, le siguió la corriente y se largó hasta el vestidor de su dormitorio. Conocía el mal carácter de Alan. No le gustaba que le llevasen la contraria y se ponía violento cuando no quería responder a preguntas que le incomodaban.

«Cumple con lo que te digo y calla la boca», solía ser su respuesta.

En pocos minutos, Chloe eligió una blusa roja con transparencias y unos pantalones negros de cuero ceñidos que resaltaban sus poderosas curvas femeninas y largas piernas. Faltaban tres horas para pasar a la acción. Tres horas para estafar a otro pobre diablo pero, en esta ocasión, con la presión de tener que conseguir que la llevara a su casa para desvalijar el contenido de la caja fuerte.

«1-9-2-8». El código.

Imposible fallar esta vez.

A Chloe no le fue difícil memorizarlo gracias a la crisis de Wall Street de 1929, más conocida como el Crack del 29.

—Un año antes del Crack —murmuró frente al tocador.


Alan estaba en el salón, tan absorto en el ordenador portátil, que ni siquiera miró a Chloe cuando esta se puso en cuclillas para darle un beso y emprender el camino, a las siete en punto, en dirección a The Tippler. Antes de coger un taxi, se encontró con Steve, un tipo bajito y poco agraciado, ideal para hacer de becario o de pringado en alguna de las empresas de sus víctimas. Sin embargo, tal y como Chloe sospechaba, el encuentro no fue casual cuando Steve la cogió por el brazo y la llevó hasta un callejón.

—Ten cuidado con ese tipo, Chloe. No va a ser una víctima fácil —susurró.

Chloe, con una sonrisa de medio lado, se encendió un cigarrillo con calma y, segura de sí misma, le dijo que, después de cinco años, no iba a venir un tal Frederick a dejarla en mal lugar.

—Por si acaso, toma esto.

Steve le tendió con disimulo una pistola de nueve milímetros, la única que se había podido permitir con el poco dinero que Alan le pagaba.

—Ni hablar. Nada de armas —se negó Chloe, aparentado serenidad—. Vete, Steve. Ya sabes que si Alan nos pilla hablando a sus espaldas te vas a meter en problemas.

—Ya estamos en problemas por su culpa, ¿no te has dado cuenta? Ya te darás cuenta, ya. Estamos hasta el cuello y no sabes cuánto.

El amor es ciego, suelen decir. Chloe tenía una venda en los ojos que le impedía ver más allá de una atractiva y fiera fachada de la persona en la que se suponía que podía confiar. Su compañero de vida; el que ella, enamorada desde el primer minuto en el que tuvo la mala suerte de tropezar con él, había elegido cuando lo conoció en un bar de mala muerte en el peor momento de su vida cinco años atrás. Demasiado joven para saber elegir. Demasiado inocente para pensar mal. Alan, diez años mayor, demasiado listo para saber ver en ella una presa fácil, manipularla a su antojo y convertirla en la mujer que él necesitaba para llevar a cabo sus planes de futuro. Qué bien le había salido la jugada. No era lo que el padre de la joven, fallecido en un trágico accidente de coche, motivo por el cual Chloe estaba en aquel antro emborrachándose para quitarse de encima el dolor, hubiera querido para su única hija. El destino fue caprichoso cuando Alan se apoderó de su vida haciéndola suya hasta extremos insospechados que ella, todavía, no era capaz de percibir. A Chloe le cegó el poder; siempre se había sentido atraída por los chicos malos, qué le iba a hacer. Puede que, después de tenerlo todo y a pesar de las promesas de un brillante futuro, necesitara alzar el vuelo distanciándose de su familia, especialmente de su madre, y convertirse en lo que no era para sobrellevar el tormento que le había causado la pérdida de su progenitor.

Chloe Ackerman podría haber sido cualquier cosa, sí, pero no entraba dentro de sus planes convertirse en una chica mala, rebelarse contra todos y demostrar que también podía vivir bien sin la vida que los demás querían para ella. Y, a pesar de todo, no era una buena persona. Se le veía en la mirada. Cada mañana, al despertar y mirarse en el espejo, sentía que a su alrededor un aura negra la acompañaba; las pupilas de sus ojos verdes se dilataban cuando se pasaba con el alcohol y las drogas, y ya no recordaba cuándo fue la última vez que rio hasta el punto de llorar y tener agujetas en el estómago.

La oscuridad se había apoderado de ella.


Steve observó a Chloe alejarse de él con la intención de coger un taxi. Respiró hondo y volvió a meter el arma en la parte de atrás de la cinturilla, con el presentimiento de que no iba a volver a ver más a la novia del colega que había arruinado sus vidas.


Puntual, Chloe llegó a The Tippler a las siete y media. Al llegar al local, más luminoso de lo que pensaba, se acomodó en uno de los taburetes de madera frente a la barra. Contempló durante unos segundos la pared de ladrillos roja y los techos de piedra con esculturas rupestres de ángeles. Parecía una señal divina, una broma del destino. Ella, el ángel convertido en demonio. Su dulce sonrisa de antaño había pasado a ser despiadada en cuanto veía cómo alguna de sus víctimas caía en un sueño profundo aprovechando la ocasión para dejarles sin blanca. Desde la perspectiva en la que se encontraba, antes de pedirle un cóctel al camarero, se aseguró de tener una buena visión en dirección a la puerta de entrada. En cuanto el tal Frederick entrase —calculó que en media hora—, pondría en marcha sus magníficas dotes de actriz.

«Me suenas de algo. ¿Nos hemos visto en alguna otra parte? ¿Conoces a John?». Todo el mundo conoce a algún John. El hombre sonreiría deleitándose con el generoso escote de Chloe. Tampoco pasaría desapercibida su melena pelirroja, suelta, rebelde y ondulada. Se inventaba que era debido a sus antepasados escoceses. Sus ojos de color verde esmeralda, rasgados y misteriosos, hipnóticos si te miraban fijamente, eran siempre la guinda del pastel para conseguir lo que quería. Que Frederick la llevara a casa y no a una habitación de hotel, le parecía un reto que estaba dispuesta a vencer.


Cuando el reloj marcó las ocho en punto, Frederick Dempsey entró por la puerta. Iba vestido de manera impecable tal y como había visto en la fotografía que le había sacado Alan días antes. Llevaba un traje mil rayas de color gris, la camisa blanca, los gemelos y la discreta corbata en distintos tonos de azul marino proyectaban una cuidada imagen de éxito. Mientras caminaba en dirección a uno de los taburetes de la barra, próximos a donde estaba Chloe, fue desanudándose la corbata con expresión adusta, como si alguien le hubiera pedido que llevase a cuestas una pesada carga. Las gafas sin montura resaltaban sus gélidos ojos grises que no tardaron en fijarse en Chloe que, a su vez, no le quitaba ojo de encima y lo miraba con picardía pese a resultarle, de buenas a primeras, un hombre inquietante. Frederick esbozó una sonrisa y Chloe pudo leer cómo sus labios le decían al camarero que a la próxima copa invitaba él.

—Muchas gracias —agradeció Chloe, acercándose y sentándose en el taburete de al lado sin pedir permiso—. ¿Nos conocemos?

—Me acordaría —respondió automáticamente él, como si no fuera la primera vez que esas dos palabras salían por su boca—. ¿Eres modelo? —inquirió, mirándola de arriba abajo sin disimulo—. Sí, diría que eres la protagonista de una de las últimas campañas en las que mi empresa trabajó para Woman Secret.

—Oh, vamos —rio Chloe, dándole una palmadita en el hombro—. No bromees conmigo. Me llamo Melinda —mintió, tendiéndole la mano que él se llevó a la boca y, en un alarde de galantería, besó alzando la mirada para no perderla de vista.

—Frederick —se presentó, sin desvelar su apellido—. ¿A qué te dedicas, Melinda?

—Estudio Medicina —volvió a mentir, y, seguidamente, le dio un sorbo a la copa. El sabor agrio de la bebida la llevó al recuerdo del momento en el que conoció a Alan en un lugar muy distinto al que se encontraba, uno lúgubre y sucio, donde la suela del zapato se te quedaba enganchada al suelo. «Estudio Medicina», le había dicho a Alan cuando todavía era verdad.

—¿Y sabrías decirme por qué me late tan deprisa el corazón al tenerte al lado, Doctora Melinda? —rio Frederick, babeando por ella.

«Demasiado fácil», se preocupó Chloe.

—Conozco un hotel cerca de aquí —propuso Dempsey con voz ronca—. Puedo pagar la mejor suite, con jacuzzi y vistas a la ciudad. ¿Te apetece?

—Frederick, ¿has pensado alguna vez cuántas personas han fallecido en las camas de los hoteles en los que te alojas? —improvisó, observando con detenimiento la expresión del hombre—. ¿Cuántas camareras de piso roban las pertenencias de los huéspedes, a veces insignificantes para que no reparen en su ausencia? ¿Cuántos se han lanzado desde los balcones con vistas de pájaro a la ciudad o Dios sabe qué han hecho en esos jacuzzis burbujeantes? Dime, Frederick, ¿piensas en eso cuando pagas la mejor suite de un hotel?

—La verdad es que… —balbuceó, atónito por el discurso de la pelirroja.

—Llévame a tu casa. Te prometo la mejor noche de tu vida —propuso Chloe, con una ensayada mirada sensual.


Dos horas más tarde, después de que el somnífero en la copa de vino surtiera efecto, Dempsey estaba desnudo y maniatado en su cama tras la promesa de un juego divertido que no llegó a catar. Chloe, adueñándose de las joyas y el dinero que iba encontrando a su paso, se movía con agilidad por la segunda planta en busca de la caja fuerte, pero ni rastro de ella en ninguno de los seis dormitorios de la vivienda, tampoco en el salón o en la cocina, ni en el interior de los armarios que había revuelto.

Subió hasta la cuarta planta donde se encontraba el despacho. Tenía el convencimiento de que la iba a encontrar allí. En el centro había una mesa de vidrio con un ordenador portátil y un exceso de papeleo que revelaba cierto caos en el directivo. Una gota fría de sudor empapaba la frente de Chloe, como siempre le ocurría cuando se encontraba en una casa extraña en busca de lo que Alan le había exigido. El miedo a que Dempsey abriera los ojos se apoderaba de ella a cada paso que daba.

Las paredes del despacho, una buhardilla amplia con techos de vigas de madera, estaban recubiertas por estanterías repletas de libros salvo en el centro, donde se encontraban dos ventanas con vistas a la nocturnidad de la calle. Chloe palpó cada estante hasta dar con el que, tal y como esperaba, estaba un poco suelto. Tiró de él con fuerza; se trataba de un armario oculto tras las cubiertas falsas de unos libros cuya función era esconder lo que estaba encajado en la pared: la caja fuerte que estaba buscando.

—1-9-2-8 —murmuró, al mismo tiempo que pulsó la combinación hasta que la luz parpadeante se tornó verde y la caja se abrió.

Los ojos de la mujer se abrieron de par en par al ver una cantidad indecente de billetes amontonados. Según su cálculo, rápido pero preciso, Frederick Dempsey guardaba alrededor de un millón de dólares en la caja fuerte de su despacho. Con manos temblorosas, Chloe guardó todo el dinero en un maletín que encontró en el suelo, y corrió escaleras abajo como alma que lleva el diablo.

Eran las once y media de la noche cuando, ya en la calle, Chloe respiró hondo y, agarrando con fuerza el maletín, caminó en busca de un taxi para volver a casa sin sospechar todavía que su bolso de mano, rojo como el fuego con piedras decorativas en tonalidades doradas, se había quedado olvidado en la mesita de noche de su última víctima.