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Greening Island

7 de abril, 1928

Quizá caiga una estrella

Raventhorp se había convertido en un hervidero cuyos pasillos, que hasta hace solo dos días estaban desiertos, volvían a cobrar vida gracias a la convención literaria en la que quince escritores mantenían reuniones en la amplia zona del salón con vistas al mar. Siempre llevaban consigo sus libretas por si la inspiración surgía en el momento más insospechado.

—¡Cada rincón es inspirador! —exclamaba a cada momento la joven Emma Carroll, de tan solo diecinueve años, que por lo que le había contado al excelentísimo señor Collen y propietario del hotel, estaba trabajando en una historia romántica con intrigas y aventuras, ubicada en una isla similar a la que se encontraban.

—Qué interesante —murmuraba él, visualizando a la inocente joven envuelta en llamas.

Madison, escondida tras el mostrador después de ser liberada por Henry, atendía con la mejor de sus sonrisas a los huéspedes. Uno de ellos, Peter Barrie, un poeta que rondaba los cuarenta años con ojo avizor, le preguntó si le importaría que usara su nombre y la belleza de su mirada triste para uno de sus poemas. La recepcionista, con la locura más arraigada que nunca en las profundidades de su mente, dijo que sí, ocultando la pena que sentía al saber que ese poema jamás llegaría a su fin y que, al igual que ocurriría dentro de unas horas con su creador, ardería en el fuego.


Henry apenas salía de la cocina mientras Anne, sola porque la promesa de que llegarían refuerzos en temporada alta era un engaño, no daba abasto con la limpieza de las quince habitaciones ocupadas.

—Estos escritores son muy desordenados —se quejaba a Henry en la cocina, el único espacio de Raventhorp en el que, además de las habitaciones de los empleados, no entraban los huéspedes.

—¿Se sabe algo de Isaac y la dama pelirroja?

—¿Aún lo sigues llamando Isaac? No, no se sabe nada, pero Collen los tiene controlados. No sé de qué manera, pero volverán. No deben andar muy lejos.

—No hay un lugar seguro en esta isla, Anne —suspiró Henry, absorto en sus pensamientos, mientras removía en la cacerola la suculenta salsa de naranja con pasas que esa noche serviría en la cena de gala junto a la merluza al horno.

Ambos se preguntaban por qué esa obsesión enfermiza por la dama pelirroja a la que Collen había estado buscando durante tanto tiempo. Henry y Anne trabajaban para el empresario desde hacía veinte años y no había nada que, a estas alturas, pudiera sorprenderles. Lo más extraño de todo eran sus saltos temporales y cómo, de repente, aparecía más joven o más mayor a cómo lo habían visto cuando se había ido.

—Nunca regresa igual de un viaje —comentó Henry.

—Cada vez está más loco —le dijo Anne al oído.

Se habían cumplido dos décadas desde que Henry y Anne empezaron a trabajar en los negocios hoteleros de Collen. Algo debió ver en ellos para convertirlos en esclavos y desterrarlos en la isla. El propietario de Raventhorp era un maestro del mal especialista en encontrar tu debilidad y destruirte. Henry apenas recordaba cómo era la cara del niño de dos años al que abandonó forzosamente; ya debía ser todo un hombre. Anne, por su parte, mantenía a salvo a su madre enferma; Collen aseguraba estar enviándole una considerable cantidad de dinero para medicinas.


Los escritores tenían facilidad para dramatizar cada momento, llorar recitando poesía poniendo énfasis en cada palabra, o enfadarse y debatir sobre si era mejor Oscar Wilde o Charles Dickens; si la oscuridad de Edgar Allan Poe aún era bien recibida en una época donde el romanticismo de Jane Austen era lo más solicitado por los lectores; o si, a estas alturas, era necesario que una mujer escribiera bajo un seudónimo masculino. Compartían ideas y ensoñaciones y, en el poco tiempo que llevaban en la isla, habían mantenido varias reuniones a orillas del mar, al amanecer y al atardecer, cuando el cielo se dejaba ver más vivo que nunca.

* * *

Bajo un manto de estrellas, Raventhorp se viste de gala esta noche. Las luces encendidas, siluetas que se perciben elegantes sentadas a las mesas del salón y unos dedos ágiles en el piano, que imitan la inconfundible sonata de Mozart, alternándola con la apasionada sinfonía de Bach.

—Tenemos que salvar a toda esta gente —dice Jeff, con los pies descalzos sobre la arena, mirando en dirección al hotel.

—Me hubiera gustado tocar el piano para ti —me lamento, con la cabeza apoyada en su pecho.

—Lo tocarás. Te lo prometo.

Se le quiebra la voz. Me da un beso en la frente y, al separarse de mí, noto una ráfaga de aire frío donde antes estaba él.

—Mi tía me contó que, milagrosamente, esos supuestos piratas solo prendieron fuego al salón, prohibiéndoles la salida a todos los que estaban dentro. Todos morirán sin posibilidad de escapar. Por lo visto, el incendio no se propagará a ninguna otra estancia del hotel —recuerdo.

—Imagino que es porque Collen no quiere echarlo todo a perder. Chloe, llevamos demasiadas horas esperando y el hecho de que no haya venido a por nosotros me da mala espina.

—Es porque sabe que no podemos huir de aquí. Solo un loco intentaría nadar hasta Harbor; es imposible y el mar está congelado. Esta isla es una prisión.

—Voy a entrar. Quédate aquí.

—No —le prohíbo, sujetándolo con fuerza del brazo—. Ni se te ocurra dejarme sola.

* * *

Inesperadamente, la melodía del piano, las voces y las risas, el sonido de los cristales de las copas tintineando al brindar y el murmullo del mar, se entremezclan con una risa que a Chloe, de inmediato, le hace temblar.

—Dempsey —murmura.

—No des ni un paso más —lo amenazo, viéndolo llegar cual sombra al acecho—. Chloe, quédate detrás de mí. Lucha como un hombre, Collen.

—Para ti siempre seré tu querido ayudante George, Hunter. Si a los oídos de McCarthy llegase el rumor de que eres un blandengue te despediría de tu querido Departamento. Es lo único que te queda, ¿verdad? Eres una niña en comparación con los otros hombres que vinieron —comenta riendo, llevándose la mano al bolsillo del pantalón—. Por eso te elegí a ti y, curiosamente, has encontrado mi tesoro adueñándote de él sin pedir permiso. Lo siento, pero no me queda otro remedio que matarte.

En situaciones desesperadas, pese a tener la seguridad de que va armado, el impulso vence a la razón. Me abalanzo contra él y le asesto un gancho de izquierda con la intención, seguidamente, de propinarle un preciso golpe de mano en la base del cráneo; un Dim Mak, una de las técnicas marciales que me enseñaron para noquear al rival, o incluso matarlo, en los combates cuerpo a cuerpo. Pero Collen, rabioso e impredecible con la nariz sangrando, niega lentamente con la cabeza, se me acerca, y realiza un movimiento brusco y brutal que hace que me doble y caiga como un guiñapo, sin darme tiempo a ejecutar el golpe de gracia. Lo había subestimado.

Chloe grita en cuanto Collen extrae con rapidez el revólver y lo empuña en mi vientre. Disfruta del momento y sonríe. Oigo pasos. Chloe llora con desesperación. No puedo verla sufrir. Trato de deshacerme del arma y de su mano, de su cuerpo grande pegado al mío, pero los pasos de alguien aproximándose para ayudar a mi adversario aceleran, y no me permiten reaccionar cuando la bala estalla contra mi cuerpo sin posibilidad alguna de esquivarla o contraatacar.

Lo último que noto son unas manos agarrándome con fuerza para arrastrarme por la fría arena en el momento en que mis ojos, vencidos, se apagan.

«El amor te debilita, Jeff».