37
Greening Island
Abril, 2018
La voz de mi padre me despierta de un letargo en el que he estado sumida tres días, por lo que acierto a entender. Su rostro afable es el primero que veo al despertar en el dormitorio de la torreta, el que una vez, en otro mundo, me perteneció durante unos meses, cuando huía de un hombre al que hoy nadie recuerda. Dempsey no existe. Collen debió existir hace mucho mucho tiempo, pero ya no puede hacerme ningún daño. Una parte de mi mente recuerda a Alan y a Steve, pero es como si jamás los hubiera conocido. La mala vida que llevaba, drogando a hombres y robándoles, en sus casas o en una habitación de hotel, ha sido sustituida por mi trabajo en el hospital. He adquirido repentinos conocimientos médicos, como si de verdad hubiera llegado a terminar la carrera. Me pregunto si en este mundo en el que acabo de despertar, Alan y Steve también están muertos aunque, lo que más me preocupa, es haberme visto sumida en la irrealidad de una mentira, tener algún tipo de enfermedad mental que me haga creer en la existencia de una vida paralela, e incluso en un viaje temporal.
—Agua —pido, con la boca seca y los ojos anegados en lágrimas al volver a ver a mi padre muerto—. Papá… papá, estás aquí.
—Ya está, ya está… —susurra, acercándose a mí y reconfortándome con un cálido abrazo. Rodeo su cuello con mis brazos, como cuando era niña; no lo quiero soltar—. Hija, nos has tenido muy preocupados.
—Will fue hasta Harbor a buscar al doctor. Estaba angustiada, no despertabas —empieza a explicar mi tía con suavidad—. Dijo que tus constantes vitales eran normales y que no había nada que temer. Solo estabas exhausta. Necesitabas descansar y te hemos dejado dormir.
—Igual no es el mejor momento para preguntártelo —interviene mi madre—, pero ¿cómo apareciste aquí, hija? Estabas trabajando en el hospital y el día que llegaste no había ferry —apunta extrañada.
Hago un esfuerzo por silenciar las voces de mi cabeza que me repiten una y otra vez las palabras de Dempsey: «Esto no estaba previsto».
La puerta se abre y aparece Tim con una taza de café que deja en la mesita de noche. Parece cansado.
—Chloe, amor, ¿qué ha pasado? —pregunta, sentándose en la cama, mientras yo me aferro con más fuerza a mi padre, que debe darse cuenta de que algo no va bien.
—Tim, está muy cansada. Quizá debamos irnos todos y entrar en otro momento. Necesitas descansar, cariño —sugiere mi padre.
—Quédate —le suplico, mirándolo fijamente—. Papá, quédate conmigo.
Tim, contrariado, se levanta mirando incómodo a su alrededor, y desaparece de la habitación junto a mi madre y tía Lydia.
—¿Por qué has mirado así a Tim? ¿Ha pasado algo? —pregunta cuando nos quedamos solos.
—Es muy difícil de explicar… yo… —murmuro, con la mirada clavada en la pared. Perdura el golpe que le dio Jeff hace noventa años, cuando descerrajó el papel floreado—. ¿Creerías que estoy loca si te dijera que no sé cómo he llegado hasta aquí?
—Nunca creería que estás loca, hija. Algo raro ha debido ocurrirte, eso seguro. Le he estado dando vueltas al asunto y, tal y como te ha contado tu madre, no entiendo cómo pudiste llegar hasta aquí cuando el viernes el ferry, por problemas técnicos, dejó en Harbor a los escritores que han estado todo el fin de semana en Raventhorp. La recepcionista dijo que era como si hubieras aparecido de la nada con ese vestido y esos botines tan antiguos —explica, señalando el sillón orejero que hay junto a la ventana, donde han dejado bien doblado y colocado el vestido del siglo pasado.
—La biblioteca.
—¿La biblioteca?
—Sí, la de la claraboya, la estancia de la última planta.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Existe?
—Claro que existe.
—¿No está tapiada? —insisto.
—No, claro que no.
—¿Y nunca lo ha estado?
—No que yo sepa, aunque eso se lo tienes que preguntar a tu tía, que es quien lleva diez años aquí.
—Recuerdo otra vida, papá. Otra vida en la que tú no estabas y yo me metí en líos. En la que…
No puedo seguir con esto. Me escucho desde fuera y parezco una chiflada destinada a que la encierren en un centro psiquiátrico.
De un impulso, fruto de un repentino presentimiento, me levanto la camiseta que llevo puesta. Miro mi vientre y palpo la zona donde antes había una cicatriz. Compruebo que jamás me han operado ni han necesitado extraerme ninguna bala de ahí. No existe la marca del disparo del sicario de Dempsey. La vida que aún recuerdo, paralela a la que ahora me pertenece, nunca ocurrió; la vida que siempre creí que tendría, con mi padre vivo, una carrera finalizada y trabajando de médico en un hospital, parece la única realidad que existe.
—¿Tomas drogas? —pregunta papá recostándose en la silla—. Chloe, tu madre y yo pensamos que trabajas sometida a mucha presión. Son demasiadas horas de guardia en el hospital y nadie soporta como tú hasta cuarenta y ocho horas despierta de manera tan activa. Es inhumano.
—No, papá. No tomo drogas. —«Eso creo»—. Olvida lo que te acabo de decir y abrázame. Solo… solo abrázame y prométeme que no te irás nunca.
—La piedra —susurra a mi oído estrechándome entre sus brazos—. La piedra te ha protegido durante todo este tiempo.
Cuando salgo de la habitación, percibo un ambiente enrarecido, diferente al que recuerdo en el «otro mundo».
Tía Lydia me ha dicho que mis padres se han ido a pasear a la playa con Tim, momento que ha aprovechado para presentarme a su equipo: Will, Marion, Cece y Susan, a la que nunca llegué a conocer porque solo viene al hotel en temporada alta. La recepción está repleta de huéspedes en albornoz que se dirigen a la playa; no queda rastro de la convención literaria que tanto temía tía Lydia. Aquí, la leyenda, tampoco debe existir, claro. Obviamente, ni Will ni Marion me han reconocido. Will, que en este universo paralelo también es aficionado a los gruñidos y a las malas caras, ha vuelto enseguida al exterior tras la presentación. La cocinera, sin embargo, me ha halagado añadiendo que mi tía no me hacía justicia cuando decía que su sobrina era muy guapa.
—Gracias, Marion —he contestado, pensando en Laura, en lo agradable que era con la cocinera alabando cada uno de sus platos y en lo bien que se llevaban. Necesito recordarme de nuevo que solo yo conozco la existencia de la recepcionista que me salvó la vida—. Tía, ¿podemos hablar?
—Claro.
Sentadas en su despacho, me angustia la posibilidad de no saber explicarme bien.
—No sé ni por dónde empezar —me excuso, cuando el silencio empieza a ser incómodo.
—Por el principio.
—Llegaste hace diez años —afirmo—. ¿La biblioteca estaba tapiada?
—¿La biblioteca tapiada? ¿Para qué van a tapiar un lugar tan maravilloso? Eso sí, la tengo cerrada para los huéspedes. No quiero que estropeen nada.
—Nunca ha estado tapiada.
—No.
«Los esqueletos nunca existieron. No ahí dentro», me callo, con la extraña sensación de que la historia de mi vida la han escrito otros, a mis espaldas, y debo reescribirla de nuevo.
—Y… y sobre la historia del lugar, ¿qué sabes?
—¿La historia de Raventhorp? No sé qué quieres que te cuente, la verdad —murmura, mirándome con curiosidad, como si fuera un rompecabezas que debe resolver—. Mi amiga Tina compró el hotel a buen precio porque estaba abandonado y en la ruina desde hacía muchos años. Lo dirigió desde 1992 hasta 2008 y lo convirtió en lo que ves ahora. Coincidió que lo puso a la venta cuando murió tu tío, así que, con el dinero que tenía ahorrado de toda una vida, me lie la manta a la cabeza y lo compré. Tenía la necesidad de estar en un lugar alejado de todo y esta isla es perfecta. Y, como sabes, llevo diez años aquí y que sean muchos más. En temporada baja este hotel me lleva a la ruina, pero la temporada alta lo compensa todo.
«Eso ya me lo dijiste», pienso, experimentando un déjà vu.
—¿Qué pasó para que este hotel cayera en el olvido durante tanto tiempo?
—Hubo una convención literaria hace noventa años. Quince escritores llevaron a la destrucción este lugar y es por eso que he estado tan angustiada estos días. Qué coincidencia… Verás, según dijeron esos escritores, la noche del 7 de abril de 1928 fue una pesadilla. Incluso apareció en la prensa local de la época. Y aquí han estado, justo este mismo fin de semana, quince escritores celebrando una convención literaria, igual que antaño. Por suerte, el domingo se marcharon encantados y prometieron volver el año que viene —explica, sonriendo satisfecha.
—¿Qué pasó el 7 de abril de 1928 para que los escritores llevaran a la ruina Raventhorp?
—Asesinaron al cocinero y a la ama de llaves en la recepción. Fue macabro. La recepcionista, que estaba loca, se suicidó en el salón delante de todos y el propietario, Arthur Collen, se esfumó. Creo que se dejaron llevar por su imaginación; algunos escritores aseguraron que, después de que una mujer vestida de negro disparara a Collen, este se convirtió en polvo. Los asesinos eran una mujer y un hombre —aclara—. Ambos huyeron en barca, y, aunque se les buscó durante meses por la zona, nunca más se supo de ellos. Todo esto me lo contó Tina, luego yo misma lo comprobé en Internet. Es una historia curiosa, ¿no crees?
—Así que eso fue lo que ocurrió —digo, más para mí misma que para tía Lydia.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Has visto fantasmas? —ríe.
—¿Puedo subir a la biblioteca?
—Claro, te va a gustar mucho —contesta enérgica—. Es la estancia más especial de Raventhorp —asegura, abriendo el cajón del escritorio y tendiéndome una llave antigua forjada en hierro y bronce—. Tina no cambió la puerta y yo tampoco lo haré. Somos unas sentimentales. Te acompañaría, pero tengo que ir a recepción a atender a unos huéspedes que llegan a las cinco.
Cuando subo hasta la cuarta planta en dirección a las escaleras de piedra que conducen a la biblioteca, me cruzo con varios huéspedes que me saludan sonrientes.
«Este lugar cura a la gente», aseguraba Laura.
Acostumbrada al silencio y a la soledad de los pasillos, me da la sensación de que me encuentro en otro lugar. Con tanta gente en albornoz revoloteando por aquí, hablando y riendo, me resulta menos mágico, menos especial.
En el umbral de la vieja puerta de madera que da acceso a la biblioteca, introduzco la llave que me ha prestado tía Lydia. Las voces y las risas de los huéspedes se silencian dando paso al chirrido de la puerta que me devuelve a la estancia polvorienta. Los rayos del sol de la tarde traspasan la claraboya del techo dotando a la estancia de una atmósfera casi mística; miles de diminutas motas de polvo sobrevuelan a través de la luz.
—Aquí nunca han habido dos esqueletos —murmuro al borde de las lágrimas. Son muchos los recuerdos que me invaden en este lugar. El beso con Jeff una noche, ahí, justo ahí, donde la luz del sol termina en sombra mostrando sin complejos la doble cara de una misma moneda.
Me pongo en cuclillas y elevo la mirada en dirección a la claraboya. La vista me juega una mala pasada visualizando a Jeff en el momento en que empujó a Madison para poder huir de aquí. Teníamos sed y hambre, pero era el momento perfecto para escapar e intentar salvarnos.
Raventhorp no me curó; Laura se equivocó. Fue Jeff.
Jeff me salvó.
Acaricio la piedra de amatista por si así consigo volver a viajar en el tiempo, aunque me temo que Raventhorp ya no existe tal y como lo recuerdo en 1928.
El tiempo transcurría igual de una época a otra, por lo que Jeff tampoco debe estar aquí, simulando que es el director del hotel, cuando en realidad trabajaba para un Departamento secreto del Gobierno. Huyó en barca con Laura; para los escritores y la historia presente de Raventhorp fueron dos asesinos. El hotel está sumido en el olvido; es el comienzo de su declive hasta 1992.
Un repentino recuerdo me asalta cuando miro hipnotizada la piedra púrpura que sostengo entre mis manos. La forma en que llegó a mí también ha cambiado. No fue mi madre quien me lo entregó con pena, sino mi padre, emocionado, después de soplar las velas de mi último cumpleaños.
Pasados unos minutos, asimilo que no se va a obrar ningún milagro que me transporte de nuevo a una época que, pese a no pertenecerme, me curó.
Toda ilusión llega a su fin.
Con la vista nublada por las lágrimas, me levanto del suelo con la mirada fija en las tablas. Me inquieto al ver que hay algo que asoma por la estrecha ranura de una de ellas y el corazón me late deprisa cuando me doy cuenta de lo que es. Me arrodillo y palpo la madera con la certidumbre de un ciego hasta alcanzarlo.
Un sobre amarillento y corroído por el paso del tiempo me ha estado esperando noventa años.
PARA CHLOE