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Greening Island

Abril, 1928

Llevamos escondidos en el bosque más de dos horas. Parece una eternidad. No perdemos de vista el embarcadero, es nuestra única opción de escapar.

—Los escritores ya tendrían que estar aquí —murmuro.

—Debería haberle hecho caso a Madison —comenta Jeff, ofuscado en sus propios pensamientos, en lo que debería haber hecho, cuando ya es tarde para cambiar esta situación—. Quiso cancelar la reserva y sustituirla por los miembros de una familia bien avenida con Collen para que este no produjera ninguna tragedia. Estoy empezando a entender algo que temo, Chloe.

—¿El qué? —quiero saber, acercándome a él.

—Que todo esto, esta vida que yo he vivido, ya ha pasado y se ha borrado de la memoria de las gentes de tu época. Mi página o, en este caso nuestras páginas, ya están escritas, y no podemos cambiar un solo renglón por mucho que lo hayamos pensado.

—Pero yo no debería estar aquí —confío—. Podría haber vuelto a Nueva York. Yo sí podría cambiar las cosas.

—¿Cómo sabes que no es aquí donde debes estar? ¿Tienes pruebas?

Niego con la cabeza culpabilizándome por todo lo que está pasando, consecuencia de haberme metido con Dempsey por los negocios sucios de Alan, sin la esperanza de ganar la discusión, no con él aquí, mirándome de esta forma tan íntima y a la vez inquisidora.

—¿Y tú? ¿Tienes pruebas, Jeff?

Me toma de la mano y se la lleva al corazón. Late fuerte, desesperado, ansioso.

—Aquí —dice con la voz quebrada. Suelta el tronco y, con la otra mano, alza mi cara mientras la suya desciende lentamente—. Y aquí —murmura, pegando su boca a la mía.

Es un beso intenso y contundente que remueve mis sentidos hasta el punto de no encontrar razón alguna para no dejarme convencer, aun estando desprovista de toda esperanza de supervivencia. Cuando Jeff se aparta, me dirige una mirada tan penetrante que me deja sin aliento. Sigue sujetando mi cara con su mano cálida hasta que unas voces lejanas interrumpen nuestros pensamientos.

El tiempo queda en suspenso como una mota flotando en el aire.

—Ahora, Jeff. Tenemos que aprovechar la oportunidad —susurro, mirando a la lejanía donde vemos a un grupo de varias personas bajando del ferry que acaba de llegar al embarcadero.

—Espera —me detiene Jeff—. Es Collen.

—¿Dónde?

* * *

No son quince personas, escritores destinados a morir en el incendio que Collen provocará mañana por la noche, los que bajan del ferry, sino dieciséis. Entre ellos se encuentra el que yo conocía como George, pero lo miro con asombro porque parece veinte años más joven; el cabello negro, sin canas, y, en lugar de camisa vieja y pantalón de lino oscuro, viste un impecable traje gris que lo hace parecer más atlético de lo que recordaba.

—Es George, pero…

—Es Dempsey, pero mucho más joven —comenta Chloe sorprendida.

—Tengo que acabar con él.

—No, espera. Piensa, Jeff, no te precipites.

—Precipitarme siempre me ha ayudado a salir victorioso —la contradigo.

—No se mueve del embarcadero.

—Claro que no. Es un viajero del tiempo, sabe lo que ocurrirá y se adelanta a los acontecimientos. Si está aquí mostrando su versión más joven, es posible que la que conociste tú le haya indicado los pasos a seguir —presiento.

—Sabe que estamos aquí.

Collen, cuya mirada fría dista mucho de la clemente que veía cuando lo conocí haciéndose pasar por un empleado llamado George, sonríe con falsa amabilidad a los escritores que, cuaderno y maleta en mano, caminan distraídos en dirección al hotel. La posibilidad de correr hacia el ferry para huir a Harbor resulta imposible. Collen no se mueve hasta que lo ve marchar. El ferry se aleja y con él nuestra esperanza de dejar atrás la prisión en la que se ha convertido la isla. Fija su mirada imponente hacia donde nos encontramos, escondidos detrás de unos matorrales en las profundidades del bosque con vistas privilegiadas hacia donde se encuentra él.

—Joder, joder, joder… —blasfema Chloe.

—¿Qué expresión es esa?

—Está sonriendo y mira hacia aquí. Joder.

Soy un cobarde al agachar la cabeza con la intención de seguir escondiéndonos, cuando ya sabemos que es consciente de que estamos aquí. Como si tantos años de entrenamiento no hubieran sido suficientes para terminar con un tipo que, aunque más grande y corpulento, dudo que posea las capacidades físicas para luchar contra mí.

«El amor te debilita, Jeff».

La voz de mi padre vuelve a aparecer dentro de mi cabeza, esta vez para atormentarme.

—Podría colarme en el interior de Raventhorp, ir hasta mi despacho y coger el arma que tengo guardada en el cajón —propongo.

—Es demasiado arriesgado. No podemos volver a entrar en el hotel.

—Si McCarthy me viera ahora mismo, Chloe, te aseguro que me echaría a patadas del Departamento —me avergüenzo, silenciando el pensamiento de que quizá toda la tragedia esté destinada a ocurrir por la precaución de la mujer del futuro que se halla a mi lado temblorosa.

—¿Todavía crees que va a cambiar algo? —pregunta, con los ojos anegados en lágrimas—. ¿Todavía crees que nuestros esqueletos no terminarán en una biblioteca tapiada?

Después de ver cómo Collen, con aire de satisfacción, abandona el embarcadero siguiendo los pasos de los escritores, me libero del tronco para abrazar y consolar a Chloe. Pienso en mi amigo Hunter, en qué habrá sido de él. Pienso en cómo salir airoso de todo esto y cambiar la historia que Chloe conoce, la que me ha contado, si es que aún estamos a tiempo.