17

Greening Island

Febrero, 1928

Son las ocho de la mañana cuando bajo a recepción. Encuentro a Madison tras el mostrador como si no se hubiese movido en toda la noche. A veces creo que duerme ahí. Imagino que Henry y Anne estarán en la cocina preparando el desayuno, y es posible que George aún no se haya levantado; es el que menos madruga de los cuatro.

—Buenos días, Isaac. ¿Con quién hablabas? —saluda Madison—. En tu dormitorio hablabas con alguien.

—Con Hunter.

—¿Seguro?

—Madison, hay algo que quiero que quede claro. No me gusta que se tomen confianzas conmigo, ¿entendido?

—Lo siento —se disculpa avergonzada. Baja la mirada; sigo pendiente de ella para no perderme nada de lo que puede hacer a continuación que es, tal y como esperaba, sonreír. Siempre sonríe mostrando una dentadura blanca y perfecta, lo cual provoca que sea la primera persona en la que desconfíe. Nunca me he fiado de las personas que sonríen en exceso; no me gustan, no son auténticas y suelen dar problemas.

—Por favor, sube a la biblioteca y selecciona cincuenta libros. He visto que hay una estantería libre. Bájala y colócala junto al piano con los títulos que elijas. Creo que sería una buena propuesta para los huéspedes y llenará el espacio vacío de la chimenea.

—Pero es una biblioteca privada y no…

—Hazlo —la interrumpo de malas maneras.

—De acuerdo. Un momento, voy a…

—Ahora —ordeno, precisando su ausencia durante un rato, lo más lejos posible de aquí.

—Claro —asiente, abandonando la recepción y subiendo con rapidez las escaleras.

Cuando la pierdo de vista, voy en dirección a la cocina. Las voces de George, Henry y Anne se entremezclan. Apoyados en la encimera de metal, toman café y hablan de la temporada pasada en la que no descansaron ni un solo día y trabajaron jornadas agotadoras de hasta quince horas.

—Jefe, buenos días —saluda Henry, dirigiéndole una mirada de advertencia a George, que está de espaldas a mí.

—George, deberías ir al pueblo. Quiero tabaco.

—¿Tabaco? —pregunta confundido—. ¿Fumas, Isaac?

—De vez en cuando me apetece un cigarrillo.

—Es buena idea. Yo también necesito ir para llenar la despensa —comenta Henry—. Iremos más rápido si remamos los dos.

—Pues no perdáis tiempo e id ya. Nunca se sabe cuándo va a embravecerse el mar y así desconectáis de Raventhorp. Tomáoslo como un día libre antes de esa temporada alta con jornadas de quince horas de las que estabais hablando antes de que entrara por la puerta.

Les guiño un ojo y sonrío con complicidad. Los dos hombres se miran y, tras dar un último sorbo a sus cafés, salen de la cocina.

—Anne, quisiera que limpies las ventanas de la tercera planta. He visto que se acumula polvo en las camas, así que hazlas de nuevo y deja relucientes los cuartos de baño.

—Lo hice ayer —se excusa.

—¿Acaso tienes otra cosa mejor que hacer?

—No, claro que no —se apresura en responder—. Voy a ello.

—Gracias.

«Vía libre», pienso, cuando el pasillo que conduce a los dormitorios de los empleados se queda en silencio. Sé que la segunda puerta a la derecha abre el dormitorio de Madison y, aunque es de estatura inferior, debe tener más o menos la misma talla que Chloe, por lo que alguno de sus vestidos le puede servir. Cabe la posibilidad de que la puerta esté cerrada y tenga que forzarla, pero sonrío al comprobar que, al girar el pomo, está abierta. Me adentro en el dormitorio de la recepcionista observándolo con atención. A simple vista, no hay nada que llame mi atención salvo tres libros sobre la mesita de noche que debe haber cogido de la biblioteca. También hay un marco de madera volcado. Al darle la vuelta, aparece ante mí el rostro aniñado de Madison junto a un hombre corpulento que la rodea con el brazo. La expresión dulce y la sonrisa infantil de Madison no dista mucho de la actual; calculo que debía tener seis o siete años cuando posó para el retrato. Es posible que el hombre que hay a su lado sea su padre, pero hay algo que no encaja. Me fijo en el vestido floreado que lleva. Es vaporoso, elegante y distinguido, típico de la alta sociedad y no de alguien que tiene que trabajar desde los doce años para ganarse la vida. Ambos posan sonrientes en un jardín; hay rosas rojas y detrás de ellos una mansión que no reconozco como Raventhorp, aunque se aprecian dos columnas similares en la entrada. Recuerdo las palabras de Henry: «Collen la adoptó». Es probable que el hombre al que estoy mirando se trate del dueño de Raventhorp, al que por fin creo poner cara después de tanto misterio en torno a él. Dejo el retrato tal y como me lo he encontrado y, sin más dilación, abro el armario. Hay cinco vestidos negros y grises, los colores obligatorios para trabajar en recepción. Cojo dos, uno negro y otro gris, a sabiendas que Madison va a saber que le falta ropa. Corro hasta la cocina para llevarme algo de comer y una taza de café. Me decanto por un trozo de bizcocho de chocolate con almendras que hay en la despensa y, cuando llego a mi dormitorio, respiro aliviado al comprobar que Chloe sigue ahí, con la mirada perdida en el techo, y Hunter apoyado en su pecho.

—Te he traído dos vestidos, algo de comer y una taza de café.

Se le iluminan los ojos y estira el brazo para coger el trozo de bizcocho que empieza a comer con gusto.

—Gracias, Jeff. Aún no he desaparecido —sonríe—. Mmmm… qué rico está esto —comenta, señalando el poco bizcocho que le queda.

—Te dejo el café en la mesita de noche. Estaré aquí al lado, en mi despacho. Puedes entrar por esta puerta —sugiero, señalando la puerta que hay junto a la del cuarto de baño.

—Lo sé.

—George y Henry van en dirección al pueblo, no estarán en todo el día; a Madison, la recepcionista, le he ordenado que seleccione cincuenta libros de la biblioteca, le llevará un buen rato; y Anne, que se encarga de la limpieza, está en la planta de arriba muy ocupada, te lo aseguro —informo—. Si quieres ir a dar un paseo por la playa o… no sé, lo que sea. Estoy aquí.

—Aún te debo mi historia.

—Solo si estás preparada. No es una obligación. Yo solo te he contado mi verdad porque sé que desaparecerás dentro de un rato y, aunque vuelvas a aparecer, no eres una amenaza. No en 1928.

—Porque no me pertenece —añade pensativa.

—Es un placer compartir mi secreto contigo, aunque aún te quede mucho por conocer de mí si es que lo conoces algún día, claro —me río, sin saber adónde nos va a conducir todo esto.

—Solo sé que eres un buen tipo, Hunter. Con eso me basta —resuelve, terminando el desayuno en un abrir y cerrar de ojos. Se levanta de la cama para contemplar los vestidos que le he dejado sobre el sillón que hay junto al ventanal. Es el momento de retirarme.

—Dejo que te cambies.

* * *

Son las siete y media de la tarde y sigo en 1928 junto a Jeff que, abiertamente, me ha contado retales de su vida. Una de las partes más interesantes de su historia ha sido enterarme de cómo entró a formar parte del Departamento. Tras la muerte de su padre, la única persona que le quedaba en el mundo, puesto que su madre falleció de una larga enfermedad cuando era un adolescente, Jeff, en la más absoluta miseria, tuvo que sobrevivir solo en las oscuras calles neoyorquinas desde 1916 hasta 1918. Tal y como lo ha relatado, he sido capaz de visualizar el peligro de los callejones insalubres, las cloacas pudientes, ratas correteando a su antojo en cada esquina, los edificios grises y tétricos, y las tabernas mugrientas de principios del siglo XX donde reinaba la ley del más fuerte.

—Trabajaba en lo que podía para poder pagarme una habitación y comida. Contrabando de alcohol, principalmente. Siempre andaba metido en problemas, una mala vida, hasta que mi superior me defendió de una muerte segura. Me vio una noche, en un callejón, peleándome con un tipo dos veces más grande que yo al que le debía dinero. Estaba claro que iba a matarme; no sé qué vio McCarthy en mí para pensar que era válido en el Departamento. «El hombre que buscamos», según sus propias palabras.

»Me salvó en todos los sentidos. Le ofreció dinero a mi rival, este se fue, y me llevó con él, no sin antes preguntarme si sabía leer y escribir. Le contesté que me había enseñado mi padre, fallecido hacía dos años, y que era un lector empedernido, especialmente de poesía. La respuesta le agradó. Comentó que mi padre le hubiera caído bien. Durante un año, me sometieron a un duro entrenamiento a las afueras de la ciudad junto a otros hombres que me parecieron, desde el principio, mucho más preparados y motivados que yo. Todavía recuerdo las agujetas de la primera noche y cómo me costó salir del catre a las cinco de la mañana del día siguiente. Fue un año duro que me fortaleció física y mentalmente. Con veintiséis años, mayor para ellos, me convertí en uno de los mejores agentes tras tres misiones victoriosas en Londres y Francia. He perdido batallas, muchas, pero he sabido asumir la derrota con dignidad y he valorado el trabajo en equipo. Mi jefe siempre dice que la mayoría de agentes están preparados para actuar solos, pero que yo necesito un camarada con el que compartir los triunfos y que estoy hecho de otra pasta. Casi nunca entiendo lo que dice.

—Debes sentirte muy solo aquí —le he dicho.

—Podrías ser mi camarada —ha contestado divertido.

Hemos bordeado la isla, nos hemos adentrado en sus bosques frondosos y ahora, tumbados en la arena lejos del embarcadero por el que en algún momento aparecerán dos de los empleados de Raventhorp, nos deleitamos con el atardecer bajo un cielo liso de un tono gris luminoso, que me recuerda al nácar.

—Ha sido un día agradable —reconoce Jeff, con los codos apoyados en la arena observando cómo corre y juega Hunter en la orilla.

—No quiero desaparecer.

—No quiero que desaparezcas.

Alza la mirada con lentitud y sus ojos permanecen fijos en los míos durante más tiempo del que puedo soportar. Mientras tomo una bocanada de aire, sé que ha llegado el momento de decir en voz alta por qué huyo.

—Voy a empezar por el principio. Me remonto al fatídico año 2012; acababa de cumplir veinticinco años. Yo era una estudiante de Medicina responsable y con un futuro brillante, pero la vida puede cambiar en cuestión de segundos. Todo eso desapareció el día en que mi padre murió en un accidente de coche. Conducía yo —aclaro, tragando saliva para eliminar el nudo que me atenaza la garganta. Jeff posa su mano en mi hombro y me mira fijamente animándome a continuar con mi historia—. Al despertar en el hospital, no recordaba nada de lo que había pasado. Cuando me lo contaron, me sentí terriblemente culpable y mi madre, mi tía…, todos, me miraban como si pensaran que, de haber conducido mi padre, seguiría vivo. Él habría sabido reaccionar a tiempo ante cualquier imprevisto, aunque aquel coche viniera de frente y fuera demasiado tarde para evitar el choque.

»Una semana más tarde, casi recuperada de las heridas y después del entierro, hice algo insólito en mí. Me fui sola a un bar de mala muerte a beber. Estaba dispuesta a cometer locuras. Allí fue donde conocí a Alan y me enamoré desde el minuto uno pensando que era recíproco. Un cuento de hadas, ¿sabes? Me cegó. No veía nada, pero ahora sé que me utilizó. Solo fui eso, un objeto para él, para su negocio. No tardé en irme de casa dejando a mi madre sola y descolocada. Durante cinco años no ha sabido nada de mí y mucho menos a lo que me he dedicado. Junto a Alan, drogábamos y robábamos a hombres. Hombres ricos que no denunciaban los hechos por vergüenza al saber que tendrían que verse obligados a confesar que se habían ido con una desconocida a un hotel o a sus casas. Era un escándalo que no se podían permitir. Vivíamos con todo tipo de lujos en un apartamento enorme de Nueva York, donde nos pasábamos gran parte del día borrachos o drogados hasta que él se fijaba en un tipo rico, lo seguía durante un tiempo y yo, cuando él diera la orden, pasaba a la acción.

Me detengo, trago saliva y me enjugo las lágrimas.

—No tienes por qué seguir.

—Quiero seguir. Quiero contártelo, Jeff. Lo necesito.

—Estoy aquí.

No sin cierta timidez, la mano que hasta hace escasos minutos estaba paralizada en mi hombro, se dirige a la rodilla acariciándola de manera reconfortante. Es un gesto íntimo que me sonroja y me hace temblar. La sensación de que hay unas mariposas enérgicas revoloteando en mi estómago se une al dolor que supone contar esta historia, mi historia, que Jeff escucha con atención.

—En marzo de 2017 —prosigo, después de tomar una bocanada de aire fresco—, Alan se fijó en su próxima víctima: Frederick Dempsey, director de una empresa de publicidad, una de las más importantes de Nueva York. Tuvo a Steve, un amigo suyo, trabajando en la agencia como becario y pudo sacar información valiosa como la clave de acceso a la caja fuerte de su casa. Conocí a Dempsey en el local que Alan sabía que frecuentaba los jueves por la noche sin esperar que fuera una víctima tan fácil y accesible que, sin rodeos, me llevó a su casa. Tras beber un sorbo de la copa de vino a la que le metí droga, se quedó dormido. Siguiendo las órdenes de Alan, busqué la caja fuerte por toda la casa y la abrí. El código que me había proporcionado era correcto. Había, nada más y nada menos, que un millón de dólares. Me los llevé, pero cometí el error de dejarme el bolso en la mesita de noche de su dormitorio. Descubrió mi documentación, supo quién era, y dos días más tarde envió a un sicario a por mí. Me disparó en la calle, a plena luz del día, cuando crees que por estar rodeada de gente estás a salvo. —Encogida, señalo mi vientre como si el fuego de la bala continuase ardiendo en mis entrañas—. No volví a saber nada de Alan y, diez meses más tarde, cuando estaba en Nueva Jersey, recuperándome en casa de mi madre, recibí una amenaza. Dentro del sobre había una fotografía de Alan con una mujer rubia y una nota que decía que no iba a detenerse hasta verme muerta. Por eso vine a Raventhorp. A esconderme. Antes de aparecer en tu cama, me fui a dormir llorando porque descubrí que Alan y Steve habían muerto. Por lo visto los mató el mismo sicario que me disparó a mí y al que uno de los dos, Alan, imagino, consiguió quitarle la vida antes de morir.

Levanto la mirada de la arena con timidez. No puedo ver la expresión de Jeff con claridad debido a la penumbra, pero lo agradezco porque así él tampoco puede ver cómo las lágrimas caen sin control por mis mejillas.

—Chloe, perdónate.

Su voz ronca quiebra el silencio.

Trato de encontrar la paz en la quietud del inmenso mar. Las estrellas, titilantes, se reflejan en la superficie cuando los nubarrones lo permiten, como si un montón de cristalitos se hubieran caído del cielo. «Perdónate», me repito, absorta en el aroma que flota en el aire: a hierba, a corteza de árbol, a agua salada, a él.

* * *

Inseguro, alargo una mano y recojo con la punta de los dedos una lágrima que resbala por su mejilla. Se estremece, asombrada, y se apresura en limpiarse la cara con el dorso de la mano, aproximándose y apoyando la cabeza en mi hombro. No puedo pensar con claridad al tenerla tan cerca, es como si obnubilara todos mis sentidos y me dejara en punto muerto.

—Gracias —musita.

Nos quedamos separados a escasos centímetros el uno del otro. Memorizo sus facciones con el deseo de no volver a verla llorar. Reprimo el impulso de acariciarle la rodilla, gesto que ha parecido incomodarle, o de llevar mi mano hasta su rostro y darle un beso en los labios.

«¿Qué demonios te ocurre, Hunter?», me reprendo internamente, alejándome de la viajera del futuro.

—Lo olvidé —dice de repente—. Dejé de querer a Alan el día en que desperté en una cama de hospital sabiendo que no volvería a verlo. Que en realidad jamás me quiso ni se preocupó por mí.

—Lo que espero es que ahora, cuando entremos en el hotel, nadie te vea.

—Aún no sé hacerme invisible —expone.

Parece molesta, mantiene las distancias, y se aparta bruscamente de mí. Caballeroso, tal y como me educó mi madre que en paz descanse, le ofrezco la mano para ayudarla a levantarse, pero me dedica una mirada furtiva y niega.

—Soy una mujer del siglo XXI que sabe levantarse sola, Jeff.

—¿Se puede saber qué te ocurre?

Para cuando termino de formular la pregunta, camina por delante de mí junto a Hunter, incómoda y maldiciendo el vuelo del vestido negro que lleva puesto y que, al irle corto, deja al descubierto las botas marrones de piel, bastas y masculinas.

—Espera —la detengo, cuando estamos a punto de llegar a Raventhorp.

Sigiloso, me asomo al cristal de uno de los ventanales que dan al salón, desde donde se puede ver la recepción. Con rapidez, cojo la mano de Chloe y, tratando de apartar el pensamiento de que el tacto con su piel me produce una especie de cortocircuito que recorre todo mi cuerpo, respiro aliviado al ver que Madison no está. Hoy han debido elegir la cocina para cenar. Corro sin soltar su mano, empujo la puerta de la entrada y ambos, mirando a nuestro alrededor, subimos las escaleras hasta llegar a mi dormitorio, donde nos encerramos para estar a salvo.

—Voy a por tu cena.

—No te molestes, no tengo hambre. Además, cuando vuelvas, seguramente no estaré aquí —comenta abstraída.

La miro como si la estuviera viendo por última vez, pero sigue sin corresponderme. Tiene la mirada fija en el suelo y acaricia con frenesí el colgante que lleva en el cuello, como si de esta forma pudiera volver a su época. Se quiere ir, pero yo lo que quiero es retener este día, su historia y a ella. La quiero retener en mi memoria, por si se esfuma y no la vuelvo a ver.

Sin decir nada más, le doy la espalda, abro la puerta y la cierro con llave por precaución. Bajo las escaleras y entro en la cocina donde encuentro cenando a George, Madison, Henry y Anne.

—¿Dónde has estado durante todo el día, Isaac? —quiere saber Madison, curiosa como siempre.

—En mi despacho.

—He ido allí a llevarte el tabaco cuando hemos llegado del pueblo y no estabas —comenta con tranquilidad George, sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo del pantalón.

—Estaría en la playa —me excuso—. Gracias por el tabaco. ¿Todo bien? —Todos asienten conformes con mi respuesta—. Hoy me llevo la cena a mi dormitorio.

Cojo dos platos y los relleno de salmón ahumado y patatas cocidas, ante la atenta mirada de los empleados, que deben estar pensando que qué voy a hacer con tanta cantidad de comida.

—Es para Hunter —me excuso sin mirarlos.

—El perro —murmura Anne con desprecio—. Isaac, deja mucho pelo. Tengo que estar barriendo el suelo de recepción a cada momento para…

—¿No es tu trabajo? —la interrumpo de malas formas.

—Sí, pero…

—Pues hazlo y no te quejes. Buenas noches a todos.

—Isaac, por cierto —interrumpe Madison cuando estoy a punto de salir—. He seleccionado los cincuenta libros tal y como me has pedido esta mañana. Me tuvo entretenida más de cuatro horas, pero ya están colocados en la estantería que he bajado desde la biblioteca con ayuda de Henry y George. Es preciosa, de finales del siglo pasado y queda muy bien junto al piano.

—Gracias.

* * *

Contemplo las palmas de mis manos, pero no me esfumo. El tictac del reloj suena al compás del péndulo mezclándose con los ronquidos de Hunter, que duerme a mi lado. El tiempo transcurre lento. Quisiera que, cuando llegase Jeff, no me viera aquí, en su cama, en nuestra cama, esperándolo. Estábamos tan cerca… sentía su aliento contra el mío, su dulce aroma a jabón, y hasta he podido percibir sus cicatrices al apoyar la cabeza en su hombro. A lo largo del día nos hemos prodigado gestos íntimos y cariñosos. Me sorprende lo fácil que me ha resultado, cuando ya no estaba segura de volver a sentir algo así por nadie. Alan había sido el amor de mi vida, no el adecuado ni yo el suyo, pero sí por el que mi corazón latía más deprisa de lo normal cuando estaba a mi lado. Como en todo y una vez más, estaba equivocada y, aunque me resulte imposible y surrealista, debo asumir que un hombre que en mi época está muerto y cuya existencia nadie recuerda, provoca en mí sentimientos que creí que nunca iba a poder experimentar. Es casi mágico. Como si al fin, tal y como decía la frase final del cuento que mi padre me leía por las noches, hubiese caído una estrella para mí.

—¿Crees que a él le ha pasado lo mismo, Hunter?

Mi corazón se acelera en el momento en que escucho el cerrojo de la puerta. El pomo se mueve y entra Jeff con dos platos rebosantes de comida.

—Ya te he dicho que no tengo hambre.

—Pues le das un poco a Hunter —replica dulcemente, tendiéndome un plato—. Henry cocina de maravilla, siempre está experimentando con nuevos sabores y salsas.

—Marion, en mi época, no suelta prenda de sus recetas. Por lo visto son de su abuela o algo así.

—Interesante.

El salmón ahumado está delicioso. La salsa tiene un sabor cítrico y la textura se deshace en la boca.

—Para no tener hambre estás comiendo con gusto. Me alegro —sonríe.

—Si no desaparezco en unos minutos, déjame dormir en el suelo. No quiero que te duela la espalda por mi culpa.

—Ni hablar. Duerme en la cama, no hay problema. Al fin y al cabo, también es tu cama, ¿no? Ante todo soy un caballero.


Cuando terminamos de cenar, Jeff sale de la habitación con los platos vacíos para bajarlos a la cocina. Tarda en aparecer veinte minutos que se me hacen eternos sin su presencia. Al abrir la puerta y después de volver a cerrarla con llave, me tiende una cajetilla de cigarros y otra de cerillas con una amplia sonrisa.

—Te has acordado —me emociono—. Creía que tendría que dejar de fumar.

—Sería lo conveniente.

—Puedo…

—Abre la ventana y vigila que no haya nadie fuera.

Es el mejor cigarrillo que he fumado en mi vida a pesar de ser más intenso del que estoy acostumbrada. Cuando acabo de fumar, acaricio a Hunter y le pregunto a Jeff si puedo darme una ducha antes de dormir.

—Claro, estás en tu dormitorio.


El agua caliente resbalando en mi piel me relaja. Lleno la bañera hasta arriba y me hundo imaginando cómo sería dejar de respirar. Cerrar los ojos e irme; desaparecer para siempre. Morir. Al volver a la superficie, escucho un par de golpes suaves en la puerta. Jeff está preguntando si todo va bien. Puede que haya pensado que ya no estoy al otro lado de la pared que nos separa.

—Todo bien —contesto bajito.

Lo escucho suspirar y sonrío. Me recuerdo a mí misma que no es un hombre del siglo XXI, sino uno de 1928. Falta un año para que estalle la Bolsa en Estados Unidos y me conmueve pensar que en esta época todo es diferente a lo que conozco; las gentes de aquí, tal y como ocurre con los que vivimos en el futuro, no tienen ni idea de todo lo que está por venir. Me seduce la idea de que en esta época todo sea más lento y romántico. El arte de saborear cada segundo, de vivirlo con intensidad, de deleitarse en lo sencillo, en lo que de verdad importa. No existe el «aquí te pillo aquí te mato», como se suele decir o, al menos, Jeff no parece de esos y dudo que conozca una expresión tan vulgar. El problema es que nosotros no tenemos tiempo y, lo peor de todo, es que no sabemos cuándo va a llegar el final. Puede que un día la magia se rompa y deje de dar saltos en el tiempo cual ardilla vieja por las ramas de los árboles. Es probable que me esté confundiendo, que mis sentimientos estén yendo demasiado deprisa sin poderlo evitar, que este viaje en el tiempo me esté trastornando, y vea fantasmas donde no los hay. Pero no soy idiota. Noto lo nervioso que se pone cuando me toca. Le gusto. Me gusta. Aunque solo sea un poco. Existe una atracción real que no se esfuma como lo hago yo cuando vuelvo a mi tiempo.

Salgo de la ducha y me enfundo en una toalla. Me reprendo por pensar en estas barbaridades cuando, hasta hace poco, no podía soportar la idea de que Alan estuviera muerto pese a no sentir nada por él desde hace casi un año. Hasta llegué a odiarlo con todas mis fuerzas cuando vi que se había cambiado de número de teléfono para que no lo pudiera localizar y luego comprobé, a través de la amenaza, que me había sustituido por otra para seguir con su negocio o puede que, con un poco de suerte, aunque lo dudo, se hubiera enamorado de verdad.

«Es como si hubiera pasado en otra vida. Como si jamás hubiera existido aunque no pueda obviarlo», pienso, retirando el vaho del espejo para encontrarme de nuevo a mí misma con la intención de perdonarme.

* * *

Chloe entra en el dormitorio con la toalla cubriendo su cuerpo. Sigo sentado en la butaca observándola en silencio; he tenido tiempo de sobra para pensar sobre el día que hemos pasado juntos. Su melena pelirroja mojada oscila sobre su espalda como un péndulo diseñado para hipnotizarme, pero no me hace caso. No me mira. De nuevo, se encierra en el cuarto de baño para salir, al cabo de unos minutos, con el jersey del siglo XXI, dejando sus largas piernas al descubierto sin que eso parezca preocuparla.

Se tumba en la cama esquivando mi mirada. No sé qué he hecho o dicho que le haya podido sentar mal.

—Buenas noches, Jeff. ¿Apagas la luz?

Tardo un poco en reaccionar. Miro de reojo a Hunter, le sonrío, y me levanto para cumplir su petición.

Cuando me tumbo en el suelo, me concentro en la respiración pausada de Chloe. Mientras la siga escuchando, ella seguirá aquí.

—Chloe. Chloe, ¿estás despierta? —Si lo está, prefiere no decir nada—. Solo quiero decirte que me alegra que lo hayas olvidado. Al mal hombre, a Alan. Me alegra que ya no lo quieras —repito, sin tener la certeza de si me está escuchando o no—. Espero que estés dormida. Soy un auténtico cretino —murmuro entre dientes—. Deseo que mañana, cuando despierte, sigas conmigo.