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Greening Island

Marzo, 2018

—No garantizo nada —empieza a explicar Laura—, pero puede que en algún otro mundo paralelo a este tú te quedes con los dos colgantes, así que, contradiciendo a la lógica, si me quedo con el que he encontrado, el que sufrió el incendio, podemos cambiar algo.

—Tendría sentido. Quédatelo —decido de inmediato, volviéndoselo a entregar—. Pese al riesgo que supone para ti. Puede hacerte viajar.

—A lo mejor es algo que solo tienes destinado tú. 1928… El año del incendio —murmura, acariciando la piedra como suelo hacer yo a cada momento del día.

Tía Lydia nos interrumpe entrando sin llamar a la puerta. Nos adelantamos a los acontecimientos creyendo que va a decir que Will ya está listo para llevarme al aeropuerto, pero parece tan sorprendida como nosotras al informarnos de que hay un nuevo huésped en el hotel.

—¿Puedes bajar a atenderlo, Laura?

—Por supuesto.

—Dale la última habitación, la veinte.

Laura asiente llevándose la mano al bolsillo para guardar a buen recaudo el colgante.

—¿Estás lista?

—Si no te importa, he decidido quedarme.

—Las jóvenes de hoy en día cambiáis de opinión como de color de pelo —ríe tía Lydia—. Qué me va a importar. Quédate el tiempo que quieras. Raventhorp es tu casa.

Una semana más tarde

Creo que estoy enloqueciendo. Tengo que viajar a 1928. Si los días transcurren allí de manera similar a esta época, se nos está acabando el tiempo. Por mucho que cierre los ojos, suba hasta la biblioteca o dé largos recorridos bordeando la isla con la piedra entre mis manos, no consigo viajar. Me quedo aquí, en mi siglo, cuando sé que Jeff me necesita. Por otro lado, Laura se ha convertido en mi confidente cuando creía que algo así no podía ser posible. No con ella. Aún me resulta extraño confesar que me he enamorado como una idiota de un hombre del pasado, pero ella me ha hecho ver que, una vez más, la magia de esta isla ha obrado un milagro.

—Todas nuestras decisiones nos conducen a algo —dijo—. La parte más romántica que habita en mí me dice que puede que conocieras a Alan para desviarte por el mal camino, ocurriese lo del tipo este, Dempsey, y vinieras aquí, donde desde siempre estaba destinado para ti encontrar el amor en otro siglo. De no ser así, jamás hubieras conocido al tal Jeff, ¿no?

No me dijo nada nuevo y, aun así, necesité escuchárselo decir a otra persona para sentirme un poco más cuerda.

—Necesito un cigarrillo.

Fue todo cuanto pude decir, ocultando la impotencia que llevo sintiendo esta última semana. Sigo pensando que todo esto ha ocurrido como consecuencia de mi mala cabeza en el pasado y que la vida de Jeff, aunque en mi presente ya haya dejado de existir, terminó antes de tiempo por mi culpa.

«Perdónate», me aconsejó Jeff una noche de febrero de 1928 a orillas del mar.

«Lo estoy intentando, Jeff. Créeme que lo intento», le respondo yo, noventa años más tarde, cuando no me puede ver.


Como cada mañana, doy un paseo contemplando la neblina que se ha instalado en la isla pese a la agradable temperatura primaveral. Todo cuanto hay a mi alrededor, lo que engloba Greening Island, es solo agua, arena, montañas y vegetación. Sin embargo, cada vez que miro al infinito tengo la sensación de que estoy traspasando un velo místico que divide el mundo en el que me limito a existir del que supuestamente debo habitar.

No hace frío ni calor, el mar está en calma, espumoso cuando la ola rompe en la orilla, e imagino a Jeff con Hunter recorriendo el mismo camino que yo, en este preciso instante, aunque no alcancemos a vernos. Súbitamente, un escalofrío recorre mi espalda y, cuando instintivamente dirijo la mirada hacia el hotel, vislumbro a través de una de las ventanas de la tercera planta, la de la habitación número veinte, el rostro pegado al cristal de un hombre que desaparece en cuanto se da cuenta que también lo estoy mirando. Recuerdo que hace una semana llegó un huésped, pero no ha salido de su habitación, ni siquiera para comer, por lo que ha dicho tía Lydia. Trato de no darle importancia mientras regreso a Raventhorp para darme una ducha caliente y despejar las ideas que siguen atormentándome y haciéndome sentir impotente. Poco más puedo hacer.

Desde el momento en que llegué, pensé que en mi habitación, la más especial de todas, la de la torreta, estaría a salvo. Pero nada más lejos de la realidad cuando, al entrar, veo un sobre de papel de manila en el suelo que alguien ha debido dejar por la ranura de la puerta. Mi nombre en letras mayúsculas, escrito con rotulador, igual que el que dejaron en casa de mi madre. Me quedo mirando el sobre, mirándolo sin más, sin atreverme tan siquiera a moverme. La cabeza me estalla, los oídos me zumban. Solo oigo un zumbido.

Recojo el sobre del suelo de la misma forma que la primera vez: como si fuese una bomba a punto de estallarme en la cara.

¡BU! TE ENCONTRÉ

—El hombre de la habitación número 20 es Dempsey —balbuceo, incapaz de detener el temblor de mi cuerpo.