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Nueva York

Dos días más tarde

Con un millón de dólares como caídos del cielo, Chloe, sin Alan, que prefirió quedarse en el apartamento durmiendo, salió a la calle con la intención de renovar su documentación perdida e ir a una agencia de viajes a comprar un par de vuelos, no había decidido el destino, pero cuanto más lejos mejor.

Se enfundó en unos tejanos ajustados, una camiseta de algodón de manga larga y una cazadora tejana; el tiempo era agradable y también tuvo la necesidad de llevar unas gafas de sol que cubrieran parte de su cara, así como una gorra de los Knicks con la que intentó recoger su larga melena brillante. Pero el sol era solo una excusa. Su intención real era pasar desapercibida entre la multitud. Alan, después de desahogarse gritándole que había sido una estúpida, trató de tranquilizarla diciéndole que seguro que se había dejado el bolso en el bar. Pero ella recordaba cómo lo había dejado sobre la mesita de noche de Dempsey antes de introducir el somnífero en su copa de vino y, tras llevarse el dinero de la caja fuerte, no volvió a entrar en el dormitorio para llevárselo con ella.

«Imbécil, imbécil, imbécil», se dijo a sí misma esa mañana frente al espejo.

—Alan, por favor, ven conmigo… —le suplicó—. Me da miedo salir sola. Joder, Alan, despierta. Si el bolso está en casa de ese tío sabe quién soy. Llevaba mi documentación, un paquete de tabaco y un billete de veinte dólares. Veinte dólares —rio con pena pensando en el millón de dólares que Alan había escondido—. Alan…

—¡Déjame dormir, joder!

Alan emitió un gruñido y le dio la espalda.

Mientras Chloe avanzaba por las bulliciosas avenidas neoyorquinas en las que nadie se fija en nadie, aún podía sentir el manotazo que Alan, impulsado por la rabia, le había dado para que lo dejara en paz.

Chloe, paranoica, creía que todas las miradas iban dirigidas a ella, que todos los hombres con gorra eran de la secreta o que cada coche patrulla aparcado en la acera la estaba esperando para proceder a su detención. Nerviosa, miraba de reojo en todas direcciones sin percatarse de que el auténtico peligro venía de frente, en el cruce de la Avenida Lexington con la noventa y cuatro, en la esquina donde se encuentra la floristería Citi Wide. Apenas le dio tiempo a reaccionar. El tipo, grande y atlético cuya capucha del anorak le cubría los ojos, le impidió el paso paralizándola, y accionó rápido el arma empuñándola contra su vientre. El impacto de bala no escandalizó a los viandantes que caminaban por la ruidosa zona; el criminal contratado por Frederick Dempsey pudo huir sin que su identidad fuese revelada. Cuando Chloe cayó abatida al suelo con la mano sobre su vientre ensangrentado, escuchó los pasos frenéticos de la gente que, a cada segundo que pasaba, parecían más y más lejanos.

—¡Llamen a una ambulancia! —chilló con desesperación un hombre, arrodillándose a su lado y sujetándola por la nuca al mismo tiempo que contemplaba con horror la sangre que manaba sin control del vientre de la mujer—. No te duermas, joven. Vamos, sé fuerte, no te duermas.

Los ojos de Chloe alcanzaron a ver el toldo verde de la floristería. Los latidos de su corazón se ralentizaron; la vista, tal y como sucede cuando estás a punto de morir, se le nubló. El dolor era insoportable pero, afortunadamente, duró poco. El ardor que sentía en lo más profundo de sus entrañas se convirtió súbitamente en frío. Un frío aterrador que la llevaba hacia lo desconocido, devolviéndola a la oscuridad a la que todos, tarde o temprano, nos tendremos que enfrentar.