20
Greening Island
Febrero, 2018
La letra de Laura es distinta. Alargada y apresurada, no tiene nada que ver con la redondeada y cuidada al detalle del libro de reservas antiguo perteneciente a la temporada en la que Jeff dirigió Raventhorp. ¿Qué era lo que esperaba? ¿Comprobar que se trataba de la misma letra y suponer que Laura es la misma persona que se ocupaba de la recepción en 1928? ¿Que ella también ha viajado en el tiempo viviendo paralelamente en dos épocas distintas? Me río de mi estupidez. Bastante extraño es ir dando saltos temporales de repente y sin saber cuándo va a ocurrir. Cualquiera perdería la cordura.
Inquieta frente a la recepcionista, acaricio la piedra de amatista de mi colgante que creo que es, entre otros fenómenos de este lugar, el responsable de mis viajes. Jeff también lo cree y tía Lydia lo insinuó.
—¿Para qué has querido mirar mi libro de reservas? —ha preguntado Laura, mostrándomelo sin reparo.
—Por curiosidad. Solo quería ver cuántas reservas hay —he sonreído.
—Te noto cambiada. Más alegre y positiva, como si te hubieras enamorado. —Me ha dedicado una sonrisa cómplice esperando una respuesta que, por supuesto, no ha obtenido—. Te brillan los ojos —ha continuado diciendo, insistiendo y queriendo dar con el motivo por el que me muestro más dispuesta a entablar una conversación normal—. ¡¿No te gustará Will?!
—En absoluto —he contestado conteniendo la risa.
—¿Ves? Te he hecho reír. Quería hacerte reír. Tienes que reírte más, Chloe. Tienes una risa muy bonita y ya te dije el otro día que Raventhorp tiene el don de curar a la gente.
Sonrío y, sin decir nada más, subo a mi habitación sin poder quitarme a Jeff de la cabeza. Acaricio con calma las paredes embellecidas por los reflejos de la luz naranja del atardecer. Deslizo mis dedos por la madera añeja del armario y por el sillón orejero con la intención de sentirlo más cerca. Hace noventa años él estuvo aquí, en este mismo espacio. Si cierro los ojos con fuerza, es como si estuviera a mi lado.
Dicen que la ausencia intensifica el amor.
Usar la expresión Amor para describir cómo me siento me resulta surrealista y me asusta, especialmente porque va acompañada de otra palabra: Imposible.
«Olvídalo», me dice una voz. Y tiene razón, me romperá el corazón. Iniciar algo que está destinado a acabar, incluso antes de comenzar, es una estupidez y un arma de doble filo cuando los sentimientos entran en juego. Un hombre nacido a finales del siglo XIX, tan lejos para mí en el tiempo, no puede pertenecerme, pero entonces ¿por qué? ¿Por qué cruzarlo en mi camino de la manera más inverosímil? Jamás dejará de sorprenderme eso que algunos llaman serendipia: la forma en la que unos hechos fortuitos confluyen e inciden sobre la vida.
Durante la cena, tía Lydia ha estado más callada de lo normal, reflexiva y preocupada. Will, en su línea, ha engullido la sopa ignorándonos a todas, y Laura y Marion han hablado del clima en la isla. Por lo visto, se avecina tormenta. Cuando he terminado de cenar, les he deseado una buena noche y me he encerrado en mi habitación. Nada más entrar, he sabido que voy a ser incapaz de conciliar el sueño. Mi cabeza funciona a mil por hora: mi madre, Jeff, Alan, Steve, el sicario y Dempsey. El temido Dempsey con el que jamás tendríamos que habernos metido, joder.
Me he sentado en el borde de la cama, frente a la ventana, desde donde domina una vista que, a cada día que pasa, más conocida me resulta, y clavo la mirada en el lejano punto en el que el mar oscuro se une con el cielo. Me quedo aquí, esperando a que se obre un milagro y mi cuerpo, percibiendo un leve mareo, se evapore para aparecer en el mismo lugar noventa años atrás. Pero nada de eso ocurre, no ahora, y me tengo que conformar con ir a darme una ducha, tumbarme y cerrar los ojos. Ver a Jeff solo en sueños.
Los días transcurren sin sobresaltos. Contesto a las numerosas llamadas de mi madre, menos preocupada cuando habla con tía Lydia, que le asegura que estoy bien, abriéndome poco a poco a los habitantes de Raventhorp. Mi tía cree que me estoy haciendo amiga de Laura; en realidad lo que busco es sacarle información sobre este lugar, que cada vez se me antoja más misterioso. No se me quita de la cabeza que la sonriente recepcionista pueda estar relacionada con el pasado.
Ayudo a tía Lydia con las facturas; no hay pérdidas gracias a los buenos meses del año anterior y de los próximos que le esperan. Todo debe estar a punto y perfecto para recibir la visita de nuevos huéspedes dentro de dos meses y los nervios están a flor de piel, especialmente en la cocina, donde Marion se presiona para innovar y otorgarle a sus platos un punto de creatividad dignos de una estrella Michelín.
—Siempre estás mirando esas viejas fotografías —me sorprende Laura, situándose detrás de mí en el último peldaño de la escalera.
—Qué silenciosa eres —murmuro sobresaltada.
—Me gustan —opina, señalando las fotografías que nos muestran el pasado del hotel antes de la matanza; así es como llama a lo ocurrido hace noventa años tía Lydia, que sigue obsesionada con la convención literaria que coincide en el mismo fin de semana de abril. Tiene malas vibraciones por la coincidencia—. El tiempo borra las pruebas tangibles de que una persona ha vivido, así que esto nos demuestra que ellos estuvieron aquí antes que nosotras y fueron importantes para Raventhorp. No debemos olvidarlos —reflexiona tensando la mandíbula.
—Hay algo que me llama la atención. Si te fijas, de 1910 a 1927 hay un hombre y una mujer que se esconden detrás del director y de dos de los empleados que sí posan para el objetivo. Aquí, justo aquí. El hombre, a la izquierda; la mujer, a la derecha. Durante diecisiete años, una niña que se convirtió en mujer entre estas paredes —apunto, escudriñando la expresión inalterable de Laura—, se escondió detrás de todos para que su cara no apareciese en las fotografías.
—A ver, déjame mirar…
Laura, apoyándose en mi hombro, se pone de puntillas con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados recorriendo con la mirada cada una de las diecisiete fotografías colgadas en la pared de la escalera.
—Qué curioso, nunca me había fijado. ¿Y quién crees que era? ¿Y el hombre?
—Pues imagino, por cómo van vestidos los demás, que la mujer era la recepcionista —contesto, evitando pronunciar su nombre para que no me pregunte cómo es posible que lo sepa—. Si te fijas, por sus uniformes, este era el cocinero —señalo—. Los hombres del centro son los directores, diferentes en cada temporada, y la mujer de la derecha debía ser la limpiadora del hotel. Tanto el cocinero como ella trabajaron aquí durante diecisiete años; aparecen en todas las fotografías. Solo queda el puesto de recepción y, sobre el hombre, no tengo ni idea —concluyo pensativa, pese a saber que se trata de George, el ayudante.
—Igual eran tímidos. Ten en cuenta que las gentes de esa época todavía no estaban muy acostumbradas a ser retratadas.
—Sería eso —asiento, dando por buena su teoría.
—En fin, vuelvo a ver si han hecho más reservas por internet. TripAdvisor nos ha enviado un correo felicitándonos por las buenas opiniones de los huéspedes y la cantidad de reservas recibidas. Qué serviciales son.
Contenta, me guiña un ojo y se aleja. Puede que se me esté yendo la cabeza con este asunto, pero tengo que irme. Tengo que volver a 1928 y advertirle a Jeff que la fotografía con su equipo, en el caso de haberla, no está en el siglo XXI. Debo viajar para contarle qué ocurrirá el sábado 7 de abril de 1928 y así, quizá, evitar la desgracia, sin pensar en las consecuencias que puede acarrear una especie de mundo paralelo en el que nada de lo que conocemos ha ocurrido.