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Greening Island

Enero, 2018

Nada más abrir los ojos, compruebo si Jeff está durmiendo en el suelo pero, al mirar a mi alrededor, el golpe de realidad me abofetea, haciéndome saber que he vuelto a saltar en el tiempo sin darme cuenta y sin haber podido cumplir su deseo: seguir con él cuando despierte. Esas fueron sus últimas palabras. Me maldigo por no haberle dicho que estaba despierta, escuchándole con atención e incapaz de controlar las lágrimas sobre su almohada, diferente a la que tengo ahora. Tampoco está Hunter lamiéndome o apoyando su hocico en mi cuello; no entiendo por qué no vuelve conmigo. Puede que todos estemos predestinados, no solo a una vida, sino a una época y a unas personas en concreto, y el cachorro que apareció de la nada surcando los mares en el siglo XXI, estuviera hecho para vivir en 1928 y no conmigo o con tía Lydia, sino con Jeff. Qué rápido me he olvidado de la identidad falsa con la que se presentó: Isaac Hamsun.

Voy vestida con el jersey con el que viajé a 1928 y en braguitas, así que me temo que los tejanos y las botas se han quedado allí. Rápidamente, me cambio de ropa calzándome unas deportivas, el único zapato que me queda, por lo que apunto mentalmente que, cuando viaje, no me las quitaré. Me aseo en pocos minutos y bajo a recepción, donde me sorprende un silencio al que no estoy acostumbrada. Son solo las siete de la mañana, pero Laura ya debería encontrarse tras el mostrador y los fogones de Marion a estas horas suelen estar en acción. Al bajar las escaleras, acaricio la barandilla de madera palpando los desperfectos del paso del tiempo. Con la mirada fija en la pared, contemplo con curiosidad cada una de las fotografías enmarcadas en blanco y negro que hay colgadas. Busco en ellas el rostro de Jeff. Muchas son las caras congeladas que me miran sonrientes con la vista en el objetivo que los convirtió en eternos para las generaciones venideras. Las placas doradas que hay debajo de cada marco me informan en qué año fueron hechas. 1924, 1925, 1926, 1927… estoy cerca de llegar a Jeff; sin embargo, me sorprende que todo termine en 1927. Al llegar al final de la escalera se le suman dos fotografías más recientes, una de 1992 y otra de 2008, el inicio y el fin del mandato de Tina, una mujer corpulenta de rostro afable y de la misma edad que tía Lydia, que ha ignorado la tradición porque, al igual que el equipo de 1928, no aparece en la pared posando con Laura, Will y Marion.

Con especial atención, me centro en la fotografía de 1927 porque supongo que los empleados que aparecen son los mismos que estuvieron con Jeff cuando llegó a este hotel con una identidad falsa enviado por el Departamento secreto del Gobierno para el que trabaja. Trabajaba, mejor dicho, como si un cargo así me pareciera habitual dados mis antecedentes. Me estremezco al volver a pensar que el hombre al que le he dedicado mi primer pensamiento del día está muerto desde hace años. Con un pie en el escalón y el otro en el suelo, me apoyo en la barandilla para observar con atención al equipo de 1927, el mismo del que me ocultó Jeff. Junto al director de 1927, alto, delgado y trajeado, hay un hombre de cabello cano y barba frondosa que mira divertido al objetivo con los brazos cruzados. Va vestido con un delantal de cocina, por lo que identifico a Henry. Al otro lado, creo estar viendo a Anne, quien se encargaba de la limpieza del hotel. Era una mujer de cuarenta y pocos años de cabello negro recogido en un moño bajo, cuya vestimenta, amplia y sobria, debía ser gris. No obstante, lo que me llama la atención de la fotografía son las dos personas que se ocultan detrás. Una es una mujer bajita de la que solo se ve un mechón de pelo que intuyo rubio por la claridad que se percibe a través de la imagen. Detrás del cocinero hay un hombre que parece alto y corpulento, pero únicamente se le ve el codo del brazo derecho. Lo mismo ocurre en las imágenes de 1926, 1925, 1924… Solo hay tres integrantes protagonistas que dan la cara: un director diferente en cada foto, Henry y Anne. Jeff me habló de ellos, retuve sus nombres y cuál era su función en Raventhorp y ahora, al verlos junto a los distintos directores que pasaron cada temporada aquí bajo el mandato del tal Collen, es como si de verdad los hubiera conocido. Me intriga saber el motivo por el que, la que creo que era Madison, la recepcionista con insomnio que subía por las noches a la biblioteca y George, el ayudante de los directores, se ocultaban tras sus compañeros con la finalidad de no aparecer en el recuerdo de la historia del hotel.

—Madison y George —digo en voz alta, como si de verdad Jeff pudiera escucharme—. No puedes fiarte de Madison y George.

—¿Quién es Madison y George?

—Tía Lydia, buenos días.

—¿Estás mejor? Toqué varias veces a la puerta, pero supuse que estabas dormida, así que no quise molestarte. Will me dijo que te vio muy afectada después de ver una noticia en televisión.

—Sí, no es nada.

—¿Conocías a alguno de los hombres que murieron en esa horrible disputa?

—A Alan —confieso, sin creer que haya vuelto a pronunciar su nombre delante de otra persona—. Siempre estaba metido en líos; se veía venir que iba a acabar mal —explico con frialdad.

—Cuánto lo siento. Ven, ven aquí, dame un abrazo.


El día transcurre con fingida naturalidad.

Trato de mantener la mente ocupada para no pensar demasiado en mis viajes temporales ni en Jeff. Ayudo a tía Lydia con asuntos de finanzas en su despacho; Marion me ha enseñado a preparar una salsa especial con alcaparras y aceitunas negras ideal para los tortellini que vamos a comer hoy; Will, por su parte, se ha mostrado gruñón, como siempre, aunque en algún momento del día me ha dedicado una sonrisa compasiva que no he correspondido. He estado observando con especial atención a Laura, que no se mueve en todo el día de detrás del mostrador, anotando reservas que van llegando por teléfono o a través de Internet. Me llama la atención que, pese a mostrarse comunicativa con todos, a veces parece estar en otro mundo, aislada en sus propios pensamientos y con la mirada ausente.

—Está casi todo lleno hasta septiembre —anuncia, guiñándole un ojo a mi tía para ganar su aprobación—. Del 6 al 8 de abril hay una reserva de quince autores que quieren celebrar una convención literaria en Raventhorp.

Tía Lydia se atraganta con los tortellini y, de inmediato, se levanta en dirección a la recepción para volver al cabo de pocos minutos con un libro granate de tapa dura. Se sienta a la mesa y hojea las páginas amarillentas y quebradizas hasta dar con una en la que se detiene. Luego, nos mira a todos con cada músculo de su rostro en tensión.

—El incendio —balbucea atolondrada—. El incendio fue provocado la noche del sábado 7 de abril de 1928. Fue aquí mismo, cuando quince escritores, quince —recalca—, estaban celebrando una convención literaria y tenían la reserva en las mismas fechas que las que acabas de decir, Laura. Del 6 al 8 de abril.

—¿Y qué tiene que ver? —ríe Laura, nerviosa, cerrando su libro de reservas más actual y pequeño.

—¡Que son los mismos días noventa años después! Y no solo coincide la fecha, por el amor de Dios. Viernes, sábado y domingo. Ninguno de ellos llegó vivo al domingo. Señor…

—¿Otra vez con eso, Lydia? —interviene Marion—. Es solo una coincidencia. Te aseguro que los que estamos aquí no hemos visto nada raro.

—La verdad es que no —añade Laura, pensativa, encogiéndose de hombros. Luego vuelve a sonreír como para quitarle hierro al asunto, mientras yo elucubro una locura al fijarme en su cabello rubio y lacio.

—Pues Tina me dijo que algunos huéspedes aseguraron que había fantasmas —rebate tía Lydia a la defensiva.

—¿Qué es ese libro? —pregunto.

—El primer libro de reservas del hotel. Desde 1910 hasta 1928 —responde orgullosa, estrechando la pesada reliquia contra su pecho—. Cada reserva dice quién viene, y en esta, la del fin de semana en el que ocurrió todo y Raventhorp se echó a perder durante años, pone que había quince escritores en una convención literaria. Fueron los que murieron en el incendio provocado por los piratas. Me pongo a temblar solo de pensarlo —concluye, mirando con las cejas arqueadas a su alrededor, hacia los grandes ventanales con vistas al jardín y a las mesas que en menos de tres meses estarán repletas de comensales—. Y fue justo aquí. Aquí, en este salón —repite conmocionada.

—¿Me lo dejas? —Jeff gruñe en el mismo momento en que me apodero del libro de reservas antiguo, y memorizo la forma de la letra sobre el papel. Es una letra redonda y pulida; la persona que detalló con esmero cada una de las reservas debía ser metódica y organizada. Como Laura. Solo tengo que fijarme en cómo escribe ella y tendré la respuesta a mi extravagante teoría.


Al atardecer, doy un paseo por la playa recordando cada instante que pasé «ayer» con Jeff. Me pregunto cuándo será la próxima vez.

El mar brilla como si en la superficie estuvieran flotando miles de cristales reflejando la fulgurante luz del sol, lo cual relaciono con los ventanales del salón ardiendo en llamas. No se me quita de la cabeza la leyenda que me contó tía Lydia.

Una punzada se apodera de mi pecho por la necesidad que tengo de advertir a Jeff del peligro que les acecha, pese a las consecuencias que pueda suponer cambiar el transcurso de la historia del lugar. Por lo poco que sé sobre el tema, cambiar los acontecimientos no es aconsejable; lo pensé desde que fui consciente de que había viajado al pasado, pero mi implicación ahora es distinta. No puedo seguir manteniendo el pico cerrado; no puedo guardar información que suponga un peligro para Jeff y el resto.

El sonido del móvil interrumpe mis pensamientos. Sobresaltada, cojo la llamada de mi madre.

—Chloe, ¿cómo estás?

—Bien, tranquila, paseando por la playa. ¿Estás bien?

—¿Te dijo tu tía que vino a verme un tal Steve preguntando por ti? ¡Lo he visto en las noticias! Ha muerto de un disparo junto a otros dos hombres. Chloe, por favor —suplica, al borde de las lágrimas—, dime en qué andas metida.

—Mamá, no sé quién era Steve —miento—. Sí el otro, Alan, pero no lo conocía muy bien… yo… bueno, se preveía que acabaría así —explico, con la mirada fija en el horizonte y toda la frialdad de la que soy capaz.

—¿Te relacionabas con esos tipos?

—No. Bueno, sí, alguna vez, pero nada importante.

—¿Estás en peligro, cariño? ¿Por eso te fuiste a la isla?

—Algún día te lo contaré todo, te lo prometo. Por favor, no te preocupes por mí. Solo… solo cuídate, ¿vale?

—¿Que me cuide? ¿Acaso yo también estoy en peligro?

—¡No! —respondo automáticamente—. Claro que no lo estás.

—Me dejas más tranquila. —Su tono de voz es irónico. La imagino levantando una ceja al mismo tiempo que niega lentamente con la cabeza—. Tengo que colgar, llegan clientas.

—Vale, mamá.

—Un beso, adiós.

—Claro que no estás en peligro —murmuro, absorta en la pantalla del móvil—. Ya no lo estás.

Y de verdad lo creo. Con Alan muerto, se acabó; Dempsey es un tipo listo. Después de amenazarme fue a por él y consiguió su propósito de enviarlo a la tumba. Descubrió que él tenía su dinero y puede que, tras el tiroteo, lo haya vuelto a recuperar y asunto olvidado. Alan ya no hará más daño. Podré vivir a mi manera, estudiar Medicina, por ejemplo, y tener ese futuro prometedor del que todos, incluido mi padre, hablaban. Reconocerme cuando vea mi reflejo en un espejo. Perdonarme a mí misma.

—No estamos en peligro, mamá —prometo, guardando el móvil en el bolsillo y echando de menos un cigarrillo a modo de celebración, pero el tabaco que Jeff me dio también se ha quedado en 1928.